Emilia González, interlocutora inquisitiva y jovial, se me apareció en los primeros meses de 2012, mientras escribía Sexo de cine, y se convirtió casi de inmediato en una contraparte llena de atractivos.
Por aquellos días, y luego de conversar un poco —por primera vez, en mi fiesta de cumpleaños— decidimos que el libro incluiría el largo y accidentado diálogo que más tarde íbamos a tener acerca del imaginario del cuerpo y el sexo en un centenar de películas de todos los tiempos. Sexo de cine vio la luz a fines de noviembre ese mismo año, se vendió mucho y Emilia González se marchó a Europa por un tiempo.
Después de eso, tuvimos contactos por correo electrónico y, recientemente, a través de WhatsApp. Cuando volvimos a vernos en La Habana, me trajo de regalo una baraja cuya caja decía: Sex in Ancient Greece with Scenes from Classical Greek Pottery. Le dije que la cerámica griega clásica podía ser muy pornográfica. También me regaló un bolígrafo Montblanc, de tinta de color rojo fucsia oscuro, en un estuche de cuero. Me propuso volver a aquellos diálogos, pero con el propósito de revisar, en retrospectiva y en el presente, mi experiencia con lo queer, palabra que me parece afortunada, a diferencia de esas siglas (LGBTIQ+) que no paran de crecer, bajo el ansia compulsiva de la inclusividad.
Bien, ¿empezamos por el principio? ¿O por los primeros principios, como te gusta decir?
Por el principio, pero sin atenernos demasiado a la cronología. La memoria no es cronológica, en especial si se trata de una memoria asociativa donde hay una multitud de hechos que se impregnan unos a otros. De ahí a la ficción no va más que un paso, ya sabes. Y como vamos a conversar sobre mis merodeos y peripecias por el territorio queer… En fin, yo parto de la premisa de que la memoria es un reparador-ordenador de lo vivido. Te das cuenta de que, en última instancia, el presente modifica al pasado, de modo que podemos empezar por un principio posible e incluso probable.
Ya me acostumbré a aceptar eso: ficción por todas partes, ficción como regulación. Pero háblame un poco de lo queer.
En principio, esa palabra encierra un concepto que tiene algo muy bueno: no abandona su valor etimológico. Queer significa extraño, raro. Por ejemplo, cuando en el mundo anglosajón alguien no quería decir que X era o parecía ser homosexual, decía entonces que X estaba raro, que era/estaba “rarito”. Ahí empezó todo en términos modernos. Incluso en Cuba, por momentos, uno suele escuchar esto: “Fulano está raro”. En ciertos contextos, esa frase indica por lo general dos cosas: 1) que fulano (y también fulana) está “raro” en relación con la conducta sexual que se supone debería desempeñar porque, por diversos motivos, “coquetea” con el mundo LGBTIQ+, y 2) que fulano está raro políticamente. Me refiero a un hecho que no ha perdido vigencia.
Así, el término queer va adquiriendo más densidad, como me decías, a medida que el mundo LGBTIQ+ busca hacerse visible.
Precisamente. Por esa razón es que digo que, como concepto, la palabra queer se llena de una flexibilidad muy especial. Además, hay algo importantísimo, al menos para mí: lo queer no se separa de los hechos. Y tengo la impresión de que tampoco se separa del activismo, digamos. Porque las teorías a veces se ponen en las nubes y se olvidan (no todas, aclaro) del activismo. Pero uno debe deslindar, concretar, y todo hay que decirlo porque la verdad prospera en los detalles y los matices. Aunque hay hechos del intelecto y el espíritu y hechos de la vida a secas que te convocan, te involucran y te forman o te deforman.
Yo estaba becado, era el año 1973 o 1974, y tenía un amigo (de esos amigos que hablan poco) que pertenecía a una familia judía. Se llamaba Salomón. Tanto él como yo éramos dos solitarios (lo nuestro no era “socializar”, precisamente) metidos en libros y espacios abiertos. Él leía mucho más que yo y lo hacía hasta en yiddish. Quería enseñarme algo: palabras y frases aisladas. La beca era un sistema, una ciudadela. Me refiero a la Vocacional “V. I. Lenin”, la Lenin de aquella época, la Lenin “clásica”, inaugurada en 1974 por Fidel Castro y Leonid Brézhnev. Una época llena de consignas, extremismos y formas muy duras de represión en este sentido. Aunque fuera discretamente, creer en Dios o en un dios no era una opción recomendable.
¿Ustedes, al ser estudiantes allí, sentían eso directamente o era como una atmósfera?
No, se sentía directamente, aunque podías escaparte hacia los libros o hacia esos espacios de soledad: el borde de una piscina vacía al anochecer, un campo de béisbol, un pasillo poco frecuentado… La Lenin, si no recuerdo mal, tenía como una veintena de edificios interconectados, más diferentes áreas: piscinas, un anfiteatro, una clínica, salas de arte, un cine, una pista deportiva, espacios para conciertos, gimnasio bajo techo, etc. No era difícil perderse. Muchas veces, el horario de estudio se transformaba en horario de adoctrinamiento. Había que leer y estudiar un montón de discursos impresos en tabloides y hasta te hacían preguntas.
Salomón y yo en ocasiones lográbamos eludir esos momentos y después venían las consecuencias. Existía una frase: “Malas relaciones con el colectivo”. Y otra más: “Falta de combatividad”. Ahí estábamos él y yo, bajo esas etiquetas. Y aprendí a resistir.
Entonces sucedió aquello que me contaste, sobre el suicidio de tu amigo… ¿Fue algo que se dijo oficialmente? ¿Cómo te enteraste?
La memoria es siempre un conjunto de procesos muy raros, insisto. Uno aprende a recordar, por así decir. Frecuento esa idea porque es esencial para comprender por qué lo queer se manifiesta como conducta erótica y sexual disidente incluso antes de que uno pueda conceptualizarla de esa manera. En lo queer hay una disensión más o menos radical, y los activismos que le “corresponden”, para decirlo esquemáticamente, buscan un escenario, un lenguaje, una interlocución que contribuya a la visibilidad.
Con respecto a los hechos en torno a Salomón, me acuerdo de algunos momentos aislados, un tanto borrosos, pero también hay escenas bastante precisas, como la de la ambulancia estacionada junto al albergue de donde sacaron el cuerpo. Era nuestro albergue. Dos hombres entraron con una camilla y salieron rápido con el cadáver cubierto por una sábana. Un golpe de viento me permitió ver la cara azulosa de Salomón. Se había colgado de los tubos de agua caliente de las duchas. Oficialmente se dijo que había sido sorprendido en actividades sexuales inaceptables para la disciplina y “nuestra ideología”.
El muchacho era gay.
Uno no podía saber ni decir nada de eso entonces. Ahora diría que sí, que era gay. ¿La palabra “gay” se usaba por aquel tiempo? No me parece. Yo andaba por los 14 años, como Salomón. A esa edad, cuando intentas describir tu yo y tu identidad, lo normal es que no sepas o no tengas seguridad de casi nada y tu lenguaje use varios estereotipos como puntos donde se ancla tu “seguridad”. A nadie le gusta verse borroso en un espejo.
No creo que él se sintiera gay, independientemente de que aquel profesor terrible lo sorprendiera, en la ducha, con otro muchacho. Estaban acariciándose, meramente, y el profesor, supe después, fue específico al decir que ambos tenían erecciones. Una descripción de un patetismo monstruoso.
Esa persona vive aún, pero no en Cuba. Yo le preguntaría si, al ver videos pornográficos heterosexuales, es capaz de discernir cuáles de sus erecciones se producen viendo el pene y cuáles viendo la vulva, en esos close-ups ginecológicos tan habituales en el porno comercial.
O sea, el profesor sorprendió a Salomón y al otro, y después ocurrió el suicidio.
Eso fue al día siguiente. Entiendo que a Salomón lo trasladaron al albergue de los profesores, lo recluyeron allí (imagino que para ponerlo a salvo de burlas o intentos de agresión) y le dijeron que iban a llamar a sus padres para que vinieran a la beca y supieran de la expulsión y sus causas. Todo eso iba a ser escrito en el expediente de Salomón. Lo amenazaron de ese modo, lo torturaron así y él se escapó de aquel lugar, regresó al albergue por la mañana, durante el desayuno, y se ahorcó.
Fue encontrado por un estudiante al que le había tocado hacer la limpieza del albergue. Intentaron reanimarlo, pero ya era tarde. Al rato vino la ambulancia, que fue esperada por el jefe del año (9no grado) y por un médico que trabajaba en la clínica de la beca.
Ahí está entonces tu primer encuentro con el mundo queer.
Al cabo de los años podría decir eso, exactamente. Mi primer encuentro con un conjunto que se podría definir como la otredad de ciertos actos, emociones, deseos, reacciones, gustos, gestos, miradas.
Lo queer expresa, en principio, lo que se aparta de la norma porque se traslada hacia un espacio (del cuerpo, la sexualidad, los sueños lúcidos, los deseos, etc.) que está fuera de las normas. El alcance de ese concepto ha invadido los estudios sobre el mundo LGBTIQ+, favoreciendo la flexibilidad original de la palabra.
Yo uso el término apoyándome en la amplitud del espectro que abarca en relación con el cuerpo, el sexo, la orientación sexual, la construcción del cuerpo y las expresiones del “erotismo disidente”, el erotismo que disiente porque le da la espalda (a sabiendas o no, insisto) a las preceptivas (visibles e invisibles) heterocentristas.
Aquí es imprescindible aludir a un tipo de mirada (condicionada o no, reprimida o no). La mirada es muda, no puedes oírla. Allí no hay lenguaje. De modo que se trata de algo que se almacena en la experiencia y el inconsciente.
Todo esto habría que verlo, o lo ves tú, como el preludio de tu experiencia con y dentro de lo queer.
Déjame explicarte. Por la época y porque tiene que ver con la pulsión de la muerte y una escena de sexo, yo diría que sí. Ese es el principio. Pero yo suelo remitirme también al contacto intelectual con lo queer, aun cuando haya un conjunto de testificaciones tan directas como los hechos mismos en torno a la muerte de Salomón. Uno aprende a saber cómo es la forma de su trato con el mundo en general y ese mundo en particular. Hace unos años, vi la película que Paul Schrader dedicó a la vida de Yukio Mishima y a la relación de Mishima con el Japón imperial y cultural de su época, antes de que entrara en esa vorágine de ideas sobre lo bello y su vínculo con la muerte. El joven Mishima, un suicida, descubrió la pulsión sexual gay observando la imagen de un San Sebastián. No recuerdo ahora si Schrader sacó eso de una novela semiautobiográfica de Mishima, Confesiones de una máscara, o si lo inventó. La película se titula Mishima: A Life in Four Chapters.
Llama la atención que se trate de San Sebastián. Debe haber miles de pinturas dedicadas a él, a su martirio y a su cuerpo.
En algún momento, me gustaría regresar precisamente a eso: el cuerpo, el martirio y la representación dentro de lo queer. Pero ahora iré un poco hacia atrás, antes de esos hechos en torno al suicidio de Salomón, porque conoces el pasado en la medida en que puedes ir conceptualizándolo desde tu presente.
Cuando, al empezar el 7mo grado, entré en la beca, yo tenía 12 años y todo era muy fantasmal. Me refiero en concreto a la Escuela Vocacional de Vento, germen de lo que más tarde sería la Escuela Vocacional “V. I. Lenin”. Imagínate un grupo de jovencitos y jovencitas llenos de curiosidad y deseo, como ocurre en todas partes Y, al mismo tiempo, un trasfondo dominado por la incertidumbre. Si te masturbabas y eras descubierto o eras sospechoso de hacerlo, aquello era noticia y motivo de risas. Normal. Eso también es muy común.
Yo empecé a masturbarme a los nueve o diez años. Ya sabía lo que era. En fin, lo que quiero contar es esto, que es el punto donde lo común se encuentra con lo excepcional: vivíamos en chalets abandonados por sus dueños al triunfo de la Revolución, y allí aún había anaqueles con libros. Nadie se ocupó de esos libros, de ponerlos en una biblioteca o tirarlos a la basura o regalarlos… no sé. Me veo abriendo un walking-closet en mi habitación, donde había tres literas (o sea, allí dormíamos seis muchachos), y descubriendo unos libros apilados y polvorientos. Había dos libros de arte, con imágenes. Uno de ellos contenía desnudos y, por supuesto, era una situación excitante. Aquí es donde pondría el link retrospectivo con Mishima, para explicarme mejor. Descubrir esos libros fue extraordinario y decisivo. Después te hablaré de las revistas… Y ten en cuenta algo perfectamente obvio: la masturbación siempre busca “ayuda” en un referente.
Libros de arte europeo, seguramente.
Sí, desnudos de la pintura francesa e italiana, según recuerdo. Yo compartí ese descubrimiento con un joven un tanto mayor que yo y que, me daría cuenta después, era gay. Vivía con su madre, profesora universitaria. El padre había emigrado. Estoy seguro, lo recuerdo bien, de que, al repasar y observar las láminas del libro, ambos nos excitábamos independientemente de que no aludiéramos a eso. Silencio total. En primer lugar, era una época donde muy fácilmente se desataba la represión, y en segundo lugar, no había un lenguaje articulado en torno a esas cuestiones.
¿Ese libro lo tenían escondido? ¿Lo miraban a escondidas?
Sí, después de las 10 p.m., que era el momento de irse a dormir. Bajábamos (te hablo de un chalet lujosísimo; las paredes exteriores estaban llenas de cristales enormes, de color verde claro) y nos sentábamos en un sofá inmenso, que pertenecía al mobiliario original de la vivienda. Allí hojeábamos el libro. Al terminar, yo lo escondía en mi maleta. Si recuerdo bien, ese barrio, donde estaba la Vocacional de Vento, se llamaba Alturas de La Coronela, o La Coronela a secas. El chalet tenía un patio y dos jardines. En el patio había una caseta con herramientas de trabajo y un montón de cosas. Como un desván. Cuando sentí que era peligroso tener aquel libro, lo escondí allí. El llamado Hombre Nuevo no podía entregarse a esos devaneos artísticos y menos aún donde hubiera desnudos “raros”, de santos, de santas, de mártires cristianos y de diosas y dioses de la mitología grecolatina.
Tú sentías ese vínculo entre lo político y lo sexual. ¿Lo detectabas de modo inmediato o llegaba a ti como una atmósfera?
No, nada de atmósfera. Yo vi, meses después, cómo este amigo estuvo a punto de ser enjuiciado. Estábamos en el horario del baño, antes de irnos a la sesión de clases de la tarde. Yo esperaba de pie junto a la bañadera y el amigo del que te hablo ya estaba bajo la ducha. Había apuro, se nos hacía tarde, y solo se nos concedían dos o tres minutos para enjabonarse y enjuagarse.
Entonces, el jefe del albergue entró a bañarse. Desnudo, por supuesto. El muchacho que miraba conmigo el libro de arte empezó a tener una erección. El jefe del albergue la vio, era algo insoslayable. Y se enfureció. Lo pienso ahora y creo que estaba asustado.
En el fenómeno de las erecciones entre varones, interviene mucho el efecto dominó. Quizás se aterrorizó ante la inminencia o la posibilidad de una erección propia, quién sabe. Piensa en la época, inmediatamente después del Congreso Nacional de Educación y Cultura. El Congreso fue en 1971, estábamos en 1972. Los estereotipos funcionaban a flor de piel y tenían un componente de violencia muy fuerte. No estoy seguro de que hubiera una taxonomía, a no ser aquella donde la homosexualidad y sus “manifestaciones” eran consideradas un problema patológico y/o de origen social. Como dice Foucault: vigilar y castigar.
¿Hubo consecuencias?
No, no tanto, pero casi. Todo quedó en una especie de limbo. ¿Cómo era eso de que el Hombre Nuevo iba a tener una erección en esas circunstancias, frente a otro hombre? Imposible. El Hombre Nuevo (el de antes, quiero decir) tenía erecciones para procrear con una “compañera” (la mujer era una “compañera”). Su masculinidad se constituía, más allá de su índole inexpugnable, en un paradigma de la exclusión y la “claridad”. No estaba previsto que hubiera dudas ni zonas dudosas.
El Hombre Nuevo de ahora —si es que sobrevive algo de ese estereotipo en los discursos, y yo creo que sí— es una mezcla de tolerancias y disimulos. Y es políticamente correcto, por ejemplo, que ese Hombre Nuevo defienda el ideal de la Utopía desde un discurso gay (en caso de que él mismo se defina o sea definido como gay o bisexual, o lo que sea dentro del campo queer). Aunque, en mi opinión, ese discurso (signifique lo que signifique y se exprese como se exprese) sigue confinado dentro de una especie de periferia.
O sea, ¿te parece que hoy la aceptación de un posible discurso gay es una construcción del discurso heteronormativo, con fines prácticos?
No me he metido de lleno a pensar en eso, pero tengo la sospecha de que en general es así. Y me refiero, repito, a la aceptación, no al discurso en sí, que alcanza a ser más o menos claro, más o menos coherente, según la voz que lo encauce.
Hay matices y excepciones, pero la sociedad cubana sigue siendo muy machista, muy heteronormada. Hay síntomas de eso por todas partes. Por ejemplo, si hablas de un desnudo, tu interlocutor entiende de inmediato que te refieres al desnudo femenino, no al masculino, porque un hombre desnudo es ofensivo y un pene a la vista es perturbador. ¿Por qué? Porque el cuerpo del que se habla centralmente es el de la mujer, y cualquier “alabanza” artística del desnudo se refiere a la feminidad y sus marcas dentro del sistema del erotismo, que es básicamente falocéntrico.
Conozco jóvenes de hoy que no sabrían qué hacer si a una mujer se le ocurriera detallar sus nalgas, elogiarlas con lucidez y valentía, o acariciarlas. Podrían ponerse nerviosos, cuando menos. Y sé perfectamente de lo que hablo.
¿Elogiar las nalgas de un varón es un gesto queer?
Es un gesto discrepante, discordante, aunque ya no tanto. Es un gesto retador, supongo. Pero mi punto de vista se asienta en otros hechos más complicados. Por ejemplo, la definición de los sujetos queer, marcados por una sociedad esencialmente blanca, masculina (o masculinizante), heterosexual y falocéntrica. A los efectos del racismo, un sujeto negro deviene queer, pongamos por caso. Se encuentra, a esos efectos, en una periferia cultural que sigue juzgándose “extraña”. Pero las cosas se complican ahí: un sujeto negro gay es queer y está, en cuanto a la lógica de esos enunciados y esas sensibilidades, doblemente marcado: como negro y como gay. Digo solo eso para no ir a implicaciones más profundas, de las que hablaremos después.
Te referías a ciertas revistas, en una época en que la imagen digital no existía…
Me refería a revistas que circulaban a escondidas. Había un muchacho de apellido francés, hijo de un diseñador francés afincado en La Habana, que a veces traía números de Playboy o de Penthouse. ¡Lo mejor de la pornografía heterosexual es que le sirve a todo el mundo! Y déjame añadir algo más: supongo que hay que entender que lo queer es lo más alejado que existe de los arquetipos, las fijaciones y las etiquetas. Lo veo así.
Lo queer es traslaticio, tiene mucha movilidad y siempre se arriesga a “rotar” constantemente. Por ejemplo, el cuerpo queer se inscribe en el linaje de las autorrepresentaciones. A la persona abiertamente queer yo la veo en tanto yo transitivo en elaboración. A veces necesita una colección de máscaras y a veces no. La distancia que va de esas individualidades a sus máscaras es nebulosa, y se “agrava” (o no) gracias a la vivacidad de la mirada.
El yo queer mira directamente a “su público” y anhela ser mirado y percibido. Lo que se ve es un fenómeno fuertemente intervenido por un proceso de modelación, donde las máscaras son también el yo y sus pieles. Lo queer está obligado a la enunciación de sus ideas (por ejemplo, nadie pone un ciclo de cine heterosexual porque eso es “lo normal” y no hace falta teorizarlo). Pero hay un cine queer que parte (en tanto activismo) de una premisa donde la artisticidad es muy importante, pero no es, en última instancia, lo esencial.
Antes de que me olvide, en el paquete semanal circuló hace unos años una carpeta con los 50 números iniciales de Hustler.
El paquete semanal es un agujero negro. Pero Hustler no existía a inicios de los años setenta. Hustler empezó a publicarse más o menos a mediados de esa década. Los que vi en la beca eran números de Playboy. Muy gracioso ver a algunos muchachos metidos en los baños con una Playboy.
Tengo un amigo gay, escritor, que no se pierde un solo partido de fútbol. “Te gustan los deportes”, le dije. “No, me gusta mirar esos músculos”, contestó. Una vez le comenté a un profesor de inglés, con quien tenía cierta amistad, que había visto en una Playboy un artículo sobre un famoso grupo de rock. Me miró horrorizado (por Playboy y por el rock) y me dijo que todo aquello era propaganda nociva y muestra de que el capitalismo estaba “agonizando”. Me gustaría verlo ahora para preguntarle por qué la agonía se ha prolongado tanto.