Nunca había visto un restaurante con el nombre de “La Hiena”. Pero un buen día lo vi, en la candonga de Santa Clara. Fue en 2012, cuando el fervor del cuentapropismo alcanzó en Cuba su punto más alto.
Desde 2010 cumplía yo contrato de trabajo en una universidad de México D.F. y, ciertamente, no me sorprendió demasiado el contrasentido. En definitiva, en los tianguis y puestos callejeros de aquella urbe, no en hiena, pero sí en híbrido de cerdo y dragón podía uno convertirse. La condición porcina se ganaba después de que el elaborador sopapeara con sus manos la tortilla nixtamal con la que armaría el taco, la pasara por el comal y la rellenara –también a mano limpia– con tinga, huitlacoche, champiñones, cecina, alambre o frijoles. Cualquiera de aquellos “petardos”, finalmente aliñados con chile jalapeño –igual poblano, pasilla o habanero– graduaba de comecandela al más pinto.
Como llevaba ya dos años en la tierra de Rulfo, mis referencias sobre Cuba eran virtuales, a través de lo que me contaban mis amigos en la Isla por correo electrónico. También leía varios medios en Internet y veía cadenas televisivas como la CNN, pero ninguna de esas fuentes me transmitía una imagen vigorosa y fidedigna de la cotidianidad. El prisma político convierte esas referencias, siempre, en pronunciamientos enfáticos y sesgados que, al menos a mí, me dicen poco sobre el alma de las personas.
Aquel timbiriche de elaborar comida rápida me motivó a suponer que su dueño no era ningún tonto, pues hacía un uso evidente de los resortes de la antipropaganda, ardid del marketing con el que muchos vendedores enganchan, valiéndose de la ironía y la sorpresa –que despiertan curiosidad–, a los posibles clientes. Recordé, de mi lejana infancia, aquellos cascos de guayaba de “Los Atrevidos”, la lencería “Los Bobos de Moda”, los cigarros “Rompepecho”, las panetelas “Matahambre”, los caramelos “Rompequijá”.
Lungo León, dueño de “La Hiena”, me explicó su proyecto: solo ofertaba tres platos: claria a la plancha, caldosa con predominio de plátano burro y calabaza, y refresco Piñata. Por ese combo cobraba diez pesos, de los más nacionales. Su éxito de venta, en los inicios, fue sorprendente; no todo el mundo puede pagar veinticinco pesos por el almuerzo y otro tanto por la comida durante días y días. Y si tenemos en cuenta que la candonga de Santa Clara está justo al lado del hospital provincial “Arnaldo Milián” y la mayoría de los comensales son acompañantes de los enfermos, la alta demanda del establecimiento resulta lógica. En definitiva, los pobres suman más que los ricos, y cuando uno tiene hambre no se fija mucho en el nombre del sitio donde la mitigó.
Se corrió la voz y casi inmediatamente surgieron nuevos negocios amparados en la misma lógica: la ferretería “Rosca Izquierda”, la fábrica de cakes “Los Chapuceros”, un puesto de venta de ropa ecuatoriana denominado “El Trapo Andino”, la cafetería “La Sambumbia”, la tortillería “El Huevo Clueco”, y un primoroso kiosco con el nombre de “El Pingüino Seco”, donde vendían hielo y agua bajo la imagen de un pingüino sudoroso, con penca y sombrero alón.
No hallé otros a lo largo de la ciudad porque no me lo propuse; decidí no consumir mis vacaciones en esa improductiva pesquisa.
Poco después supe que Lungo León había sido pionero de aquel movimiento de postpropaganda comercial de heterodoxa factura. Todos los demás eran epígonos que nunca alcanzaron sus niveles de venta.
Como en aquel entonces se iniciaba el movimiento renovador que las autoridades cubanas denominaron “Actualización del modelo” –fenómeno difícil de apresar teóricamente pese a los esfuerzos por conceptualizarlo– acabé preguntándome si tantas paradojas juntas no acabarían integrando el repertorio inaugural de un movimiento que los semióticos del futuro etiquetarían como de “lo real espantoso”.
Al hablar con Lungo me aseguró que uno de los errores de los nuevos empresarios cubanos era que todos se programaban, al abrir sus negocios, “arañar” los bolsillos más altos, de ahí los inescalables precios con que operaban. La filosofía de mi interlocutor era vender mucho, aunque fuera con menos margen de ganancia. Los ambiciosos, por el contrario, preferían vender poco con altos índices de rentabilidad. Tal política abusiva hasta les permitía tirar los sobrantes al final del día sin que ello implicara pérdidas. Lungo nunca botó nada, su conciencia ecológica y social se lo impedía.
Otra de las cosas que me explicó es que el nombre del establecimiento también guardaba su relación con la oferta, porque entre la claria y la hiena existen similitudes, una de ellas la de devorar a sus presas vivas. Quizás algunos no sepan que la claria es un bicho medio pez, medio majá, que alcanza tamaños insospechados, y lo mismo caza que pesca.
“Esos que están imitando mi estilo van a fracasar –concluyó– porque violan la proporción mínima de la triada”. Sorprendente. Ya Lungo hasta había elaborado un aparato categorial para proyectar sus acciones mercantiles. Según él, al trío conformado por una oferta discreta, un precio bajo y una buena propaganda solo se le puede subvertir un elemento. Es decir, que si usted se apoya en la propaganda negativa, como hizo él, está obligado a dar una oferta aceptable y un precio por debajo del común.
Más pronto de lo que se esperaba, los que se aventuraron a nombrar sus establecimientos con nombres estrafalarios no salieron adelante porque lo hicieron, además, con una oferta cara. Él continuó, y triunfó. A México me llegaban noticias, a través del correo electrónico, de la gran demanda de “La Hiena”. Supe también que al letrero con el nombre del establecimiento Lungo le añadió poco después un lema: “Sandunga en la candonga”, que además se complementaba con un híbrido claria-mulata en pose rumbera.
En 2013 regresé definitivamente a mi ciudad. No demoré mucho en ir a la candonga, lo que me sirvió para comprobar, no sin desaliento, que “La Hiena” seguía ahí, desde el punto de vista constructivo, pero ahora se llamaba “La Hiedra”. Habían cambiado también el dueño, la oferta y los precios. La demanda de sus servicios no era muy alta, pues los consumidores de bolsillos más limitados habían permutado para la pizza de siete pesos, oferta más asequible.
Lungo –supe entonces– había emprendido una caminata que acabaría llevándolo a la frontera México-USA, creo que a Reynosa, y luego a la nación norteña, todo con el capital acumulado en “La Hiena”. Nunca le faltaron detractores y envidiosos, casi todos provenientes de las filas de los imitadores fracasados, que corrieron la bola de que había abierto en el barrio chino de New York un restaurante, también de comida rápida, al que llamó Mac Duck’s. Solo ofertaba hamburguesas de pato –reían– porque se trataba de una carne muy apreciada por los de aquella etnia.
La maledicencia es peor que la sarna, concluí.
Un año después de mi regreso el cuentapropismo sufrió su primer golpe. Solo se podría vender ropa confeccionada artesanalmente, así que cero viajes a Ecuador y otros países de visado libre para traer pacotilla y revenderla; se formó la bronca entre los carretilleros y los inspectores de la Administración Tributaria porque esos vendedores no pueden estacionarse ni siquiera para coger un aire y no siempre se puede sobornar a un funcionario público. A los de los almendrones también les dio, hace poco, su tarantín. Sumémosle todo lo que ha seguido enredando el acceso al incipiente sector privado cubano, hasta las últimas medidas estatales, que cancelan temporalmente las entregas de licencias operativas.
Lungo nunca se ha detenido, ni para coger un aire; por eso emigró. No obstante, dejó dicho que su ausencia de la patria chica, como los milenios, sería temporal.
De momento me lo imagino en China Town, vestido de mandarín y con el logotipo de un pato que canta aquella cancioncita que hiciera el compositor mexicano Gabilondo Soler: “Cuando te digo china, china, china del alma, tú me contestas: chinito de amor”, traducida por él mismo a la titilante lengua de Mao, que con toda seguridad ya domina.
Deliciosa reseña!! Admiro la combinación que logra Riverón, entre lenguaje muy muy popular, y su evidente dominio del idioma. No por azar, es el maestro de la literatura costumbrista cubana de ahora mismo. Sigue deleintándonos, Rive, por favor. Un abrazo sandungero y dominguero para ti!
Coño que nostalgia. Tú nos trasladas a nuestra Santa Clara este domingo de un valor del carajo pa alante acá en el medio oeste (Tennessee) EEUU. Na que para viajar a nuestra patria chica lo que hay es que esperar su crónica presidente.
Muy buena crónica. Me hacer acordarme del arroz con mortadellas a 1.20 en la funeraria Domenech y de la pipa de frijoles negros recorriendo mi barrio.
Si de nombres se trata… qué les parece una funeraria que se llame “LA VIBORA” que es la de la avenida Santa Catalina, precisamente en La Vibora…… y en Centro Habana cerca del Hospital de emergencia, había/hay una cafetería estatal, en la calle Hospital que se llamaba AIRES DE HOSPITAL…. si hay algo que repugna es el olor a hospital…Muy buena crónica!!
Me encanta Riverón… y Santa Clara, la visitaba mucho por razones de trabajo y siempre salí complacida y agradecida de los santaclareños, acogedores, amables… siempre nos atendieron de maravilla. Una tierra hermosa a la que prometí regresar algún día. Sigue con nosotros, Riveron, adoro leerte.