Fotos: Darío Leyva
Cuando uno visita Finca Vigía, la casa museo de Ernest Hemingway en San Francisco de Paula, al sur de La Habana, le aguardan numerosas sorpresas. Una de ellas es la presencia de un gran chipojo o camaleón cubano conservado dentro de un frasco con formol en uno de los baños principales del inmueble. Cuando los visitantes preguntan qué hace eso allí, los guías y especialistas del museo les refieren que en cierta ocasión Hemingway presenció cómo el chipojo del frasco, acorralado por uno de los muchos gatos que habitaban la finca, se defendió bravamente hasta sucumbir a la superioridad del felino. Admirado por la valentía del chipojo, Hemingway tomó sus restos y decidió conservarlos como una forma de homenaje al valor y la dignidad. Tal vez la anécdota pueda parecer estrafalaria, pero tal actitud por parte del escritor es coherente con un principio ético que él mismo denominaba la “gracia bajo presión”.
Hemingway creía que todos veníamos a este mundo con la “pelea” perdida de antemano, pues el mero hecho de la muerte era una suerte de derrota de la vida y, peor aún, la muerte potencialmente puede borrar de un golpe todo el sentido de una existencia. Por ello, en todas sus narraciones Hemingway obsesivamente explora, exhibe y describe diversas manifestaciones de la gracia bajo presión. He ahí a Francis Macomber, el turista cazador en el África meridional que a pesar del dolor de ver a su bella esposa engañándolo con el valiente guía de caza mayor que les acompaña, se reencuentra a sí mismo en el acto de la caza de un búfalo salvaje, dominando así su miedo y recuperando su dignidad mancillada, para luego morir violenta y trágicamente —pero redimido ante sus propios ojos— a manos de su esposa infiel.
O el viejo Santiago de El viejo y el mar, que lucha primero con un enorme pez espada y, luego, infructuosamente, contra los tiburones que le devoran su presa. Hemingway parece decirnos que un hombre puede ser destruido, pero jamás vencido. Hay quien ha comparado el código ético de Hemingway con el Bushido o código moral —de artes marciales— de los samuráis. En verdad existen puntos de coincidencia, especialmente aquel que obliga a respetar al contrario y considerarlo como un oponente honorable. Sin embargo, Hemingway no solo hace valer este código para el comportamiento humano, sino que también lo hace extensivo a los animales, ya sea entre animales o entre animales y humanos. El propio relato de El viejo y el mar es un ejemplo de ello. Santiago “dialoga”, durante varios días de lucha, con Dios y especialmente con el pez espada que lo arrastra enganchado en su pita y le pide perdón, y le dice que lo ama, pero que es ley de la vida que haya sucedido ese encuentro en la corriente del Golfo, y que ambos —el pez y el pescador— conocen las reglas del juego. Otro ejemplo menos conocido lo tenemos en un relato de cacería en África que aparece dentro de su novela póstuma El jardín del Edén. En este, Hemingway describe la muerte —en verdad, la ejecución o tiro de gracia— de un elefante largamente perseguido y finalmente abatido por una partida de caza, de la siguiente manera:
“Ahora toda la dignidad y la majestuosidad y toda la belleza abandonó al elefante que se convirtió en un enorme montón de arrugas”.
Hemingway no puede evitar ver en el elefante un ser ético y estético, un ser con alma y por tanto poseedor de dignidad, de belleza y de majestuosidad, que la muerte borra, esfuma y transforma en nada. Pero antes de llegar a su trágico final, el elefante del relato se ha defendido con valor, ha causado estragos de todo tipo en su huida y ha castigado duramente a sus cazadores, quienes han pagado un precio considerable, físico y moral, por su presa.
Puede pensarse que Hemingway es un hipócrita de la peor laya, pues es bien conocido el hecho de que al gran escritor le fascinaba la pesca y la caza. Sin embargo, con una lectura más detenida y cuidadosa de su vida y obra, se aprecia que, desde su perspectiva, la paradoja no es tal. Según Hemingway vivimos en un mundo hecho de violencia. La vida es violencia, violencia que subyace en la lucha por la subsistencia y en la ley del más fuerte —o de la selección natural, según Darwin—. Los seres humanos no escapan a estas fuerzas y lamentablemente las multiplican e, incluso, las practican sin una justificación biológica. Ante tal panorama, Hemingway solo encuentra asidero en un código ético y estético derivado de su experiencia personal con el cual recupera algún sentido para la existencia: luchar siempre hasta el final, no traicionar las convicciones propias, dominar el miedo, hacerlo con elegancia y estoicismo, hacer culto total de la dignidad y dejar ese legado a los que continuarán. No por gusto le rindió homenaje al anónimo chipojo de su finca.