Un largo muro de concreto le ciñe la cintura a la ciudad de La Habana. La sujeta y la defiende de los embates del mar, aunque a veces no puede detener la furia de los vientos que levantan olas de más de dos metros que amenazan con devorarlo.
En los inicios, en el siglo XIX, quisieron nombrarlo Avenida del Golfo, más tarde Avenida General Antonio Maceo, pero nadie pudo contra la fuerza de la costumbre y el poder de los lugareños que para siempre lo bautizaron como el Malecón.
El espigón va silueteando la ciudad, corre paralelo a la línea de la costa sin hacer caso de sus irregularidades por espacio de siete kilómetros aproximadamente. Nace en la misma desembocadura del río Almendares, le sirve de testigo en su encuentro con el mar y llega un poco más allá de la entrada de la bahía habanera.
Es al mismo tiempo asiento privilegiado de cara al mar o a la ciudad para miles de cubanos y de visitantes que van allí a disfrutar de la brisa marina, a dialogar con el mar, a ver pasar un barco en cualquiera de las direcciones posibles, a entretenerse viendo transitar raudos a los autos que utilizan esta vía de seis carriles para desplazarse por las márgenes de la ciudad que dan al Golfo de México.
El malecón también ha parido sus propias criaturas. En él podemos encontrarnos a los eternos enamorados que creen estar viviendo la mejor de las historias de amor, a los pescadores que más que suerte van en busca de compañeros de tragos y conversaciones, a los cantores bohemios que te pueden regalar una canción si no tienes unos pesos con los que pagar el esfuerzo de su voz detrás de los acordes de la guitarra. A los bañistas, ondinas y tritones audaces y muchas veces imprudentes, que rescatan a su modo el tiempo de cuando el muro era lugar de baños públicos.
Y hay otros que no alcanzamos a catalogar como los vecinos que abren sus puertas y ventanas para que entre todo el resol, el salitre, la algarabía de la vida frente al mar, los que hacen jogging, los que pasean una vez cada mil años por estos lares.
También regala postales increíbles, como la mirada hasta el Morro o hasta el Cristo, las lanchitas de Regla o Casablanca surcando las aguas de la bahía, la entrada al túnel, esa boca que se traga todos los autos y los devuelve allá donde la vista no alcanza a llegar, las estatuas de Maceo y de Gómez, sus parques llenos de niños haciendo travesuras, colmando la paciencia de sus padres, robándoles una sonrisa. También está el sol cayendo sobre el mar como la ansiada vista desde una ventana del Hotel Nacional o el Riviera.
El malecón no es de nadie y es de todos. Es nuestro muro, sofá, asiento, cuadro, paisaje, avenida. Por eso va estar siempre presente también desde las películas como La vida es silbar o Suite Habana de Fernando Pérez, Operación Fangio o la más reciente Juan de los Muertos. Cada uno de nosotros ha puesto al malecón en alguna escena de su propio filme vital.
Es el lugar donde nos reencontramos aunque no nos hemos visto nunca las caras, a donde vamos todos guiados por esa pasión que nos viene de antaño, que está genéticamente presente en cada uno de nosotros. Somos seres de isla y el camino hacia el mar es el único que no nos atrevemos a cambiar.