Un hito del cine cubano independiente
Estamos ante una película que manifiesta la madurez alcanzada por el cine independiente cubano. Uno de sus directores más audaces, Carlos Quintela, hace con Los lobos del Este (Japón, Cuba, Suiza, Brasil) la primera obra de autor de un cubano en Japón. Sin emigrar. Sin mediar un convenio institucional. Sin hacer una “película cubana”; más bien, en cambio, manifestando una perspectiva universal.
Quintela obtuvo el visto bueno a un proyecto suyo en el festival nipón de Nara, organizado por la cineasta Naomi Kawase, quien lo había invitado a participar en este tras sentirse impresionada por la personalidad inusual del realizador en La piscina (2011), su opera prima. De esa colaboración salió una película pequeña en términos de producción, con una percepción muy personal de los asuntos tratados y una ambición enorme de penetrar el núcleo de su conflicto.
Su personaje protagónico, Akira, es un viejo cazador de la aldea japonesa de Higashi-Yoshino, quien está llegando al final de su vida. Hasta el momento, ha encabezado como un patriarca recio y tozudo la asociación de cazadores del lugar. Se ha habituado a la idea de sustituir con su fusil a los lobos, extintos depredadores naturales, y a evitar que la población de ciervos salvajes se transforme en una plaga en los bosques que abrazan al poblado.
La descripción de este cosmos especial, como detenido en el tiempo y aislado del resto del universo, es fundamental para introducir la suerte dramática de Los lobos del Este. De ahí el tono contemplativo, la sensación de estar ante una de esas películas-donde-no-pasa-nada. Pero el de Akira es un conflicto interior, y su manifestación inevitable, encarar un ritual de paso. Es el final de su vida, va a perder su mundo de pertenencia y tendrá que volver a su soledad. Justo cuando se enfrenta a ese dilema, aparecen evidencias de la presencia de un lobo vivo en las montañas, y Akira se obsesiona con enfrentarlo.
Los lobos del Este es, sin quererlo, una película muy freudiana. Está llena de ideas complejas acerca del significado de la existencia humana, sobre el papel que juegan las convicciones personales en la producción de un imaginario propio, del cual resulta casi imposible desembarazarse. (En esa dirección, invito a detenerse en la secuencia en que Akira penetra en la guarida del lobo, que es como abismarse en su propio inconsciente). El bosque mismo es el recinto de lo irracional, un canal para los demonios del destino.
Es extraña esta película, a causa de los temas serios y terminales atendidos por guionistas tan jóvenes (la película fue escrita por Abel Arcos, el propio Quintela y Fabián Suárez). Como pone en evidencia la reiteración en el cine de Quintela del conflicto entre el sujeto y los valores que sostienen un mundo heredado (recuérdese en La obra del siglo, de 2015, la contienda entre tres hombres solitarios, que representan igual número de generaciones sucesivas de una misma familia).
Los lobos del Este es, además, un homenaje a su actor protagonista, el célebre intérprete japonés Fuji Tatsuya. Tatsuya es una leyenda en Japón, un actor muy querido y respetado, y esta historia parece referirse al declive inevitable que sobreviene a todo patriarca. Su interpretación es el pilar más sólido y el eje de la poderosa imantación que el espectador que se entregue al misterio, a los silencios y miradas perdidas que ofrece en la película, va a sentir. Los lobos del Este es él, para él, por él.
Pese a la probable percepción de que se trata de una aproximación amarga y derrotista, o incluso sarcástica (a su manera, es todo eso), hay una ternura amarga detrás de la historia de Akira. Porque este hombre es el espectro simbólico del protagonista de La novia de Cuba, el largo de ficción que el japonés Kazuo Kuroki realizara en nuestro país en 1969. La vieja pasión imposible entre el joven marinero nipón y una cubana cuyo fetiche sexual-político es la Revolución, llega hasta este filme testamentario en la forma de una radiación de fondo, de un intertexto que introduce la idea del desencanto.
Los lobos del Este habla de la felicidad, de la utopía como ilusión, como mito inalcanzable. Y, en la dimensión histórica, devuelve y en cierto modo completa el gesto de Kuroki, al internacionalizar el cine cubano después de la defunción del ICAIC histórico.
En ese sentido, si con alguna sensibilidad estética tiene que ver Los lobos del Este es con la del cine japonés de otro maestro, Maestro con mayúscula. Porque la tercera película de Carlos Quintela habría recibido una reverencia de Yasujiro Ozu.
Loving Vincent, una fiesta visual
Hay mucho dato contextual alrededor de Loving Vincent (Dorota Kobiela y Hugh Welchman, Polonia, Reino Unido), propuesta del Panorama Contemporáneo Internacional. Porque la forma visual de esta película se debe a un ejercicio técnico inusual: es un largo de animación cuyos diseños responden en general al estilo pictórico del impresionismo, en específico, a la obra singular de Vincent van Gogh. Y estamos ante un homenaje que es también una recreación.
La sinopsis es como sigue: París, verano de 1891. Armand Roulin tiene la misión de entregar personalmente una carta a Théo van Gogh, hermano de Vincent van Gogh, uno de los pintores más conocidos y admirados de la historia. A un año del suicidio del pintor nadie sabe con exactitud cómo o quién estuvo detrás de la tragedia, y el rumor de un posible asesinato recobra fuerza. Armand no termina de comprender cómo se dio la amistad entre su padre –el jefe de correos de Arles– y el artista, y si bien no se siente cómodo con el encargo, asume la responsabilidad para honrar el deseo del jefe de familia. En esa travesía conocerá a diversos personajes que le revelan la atormentada personalidad de van Gogh y sus últimos días de vida. Las misteriosas y tristes causas de su muerte se vuelven el leitmotiv del indiferente Armand que, subyugado por la complejidad y fragilidad de Vincent, inicia su propia investigación.
Como se verá, hay una intriga central que comparte rasgos del filme policial. La indagación de Roulin le permite cartografiar el mundo de provincia en que vivió el pintor durante los años más intensos de su vida. Allí se indaga en los individuos que se cruzaron en la vida del artista (algunos de ellos, sujetos de sus retratos), así como en los paisajes que vio desde una perspectiva única. Más que revelar un crimen o hacer aflorar verdades ocultas, esta indagación permite atravesar el paisaje mental que habitó Van Gogh.
Aquí se explaya la forma animada que le consiguió a Loving Vincent el máximo galardón en el festival de Annecy de este año, el certamen más prestigioso para el medio. Los realizadores trabajaron por alrededor de una década en este proyecto (riesgoso, si se toma en cuenta que es una opera prima), pero la producción misma tomó unos cinco, con más de un centenar de animadores y pintores de diversos sitios de Europa creando a mano los 62,450 fotogramas que componen el filme, además del uso de actores cuyo registro fuera posteriormente rotoscopiado. La alternancia de pasajes de un valor representacional más cercano al realismo y otros de sabor abstracto, dotan al largo de una heterogeneidad de estilos bien administrada desde la narrativa.
Mas, el principal riesgo de Loving Vincent es justamente el virtuosismo de su dimensión plástica, enfrentada a un relato que contiene mucha información, largos intercambios verbales y una progresión dramática que no se contenta con el juego detectivesco, pues su verdadero tema es la fragilidad humana en medio de un orden social donde el iluminado no tiene donde reposar la cabeza.
Esa ambivalencia le toca resolverla al espectador, viajando alternativamente a través de las peripecias del relato y quedando prendado de unos planos cuya elaboración invita a incluso a descubrir la tridimensionalidad de los golpes de espátula sobre la pantalla-lienzo.
Al propio tiempo, Loving Vincent invita a pensar en los territorios apenas explorados por la animación en la era digital. Hay un área inmensa allí para la indagación en las poéticas plásticas de diversos autores, para introducirse en su misterio a través de la recreación y de la interpretación, queriendo entender al artista a través de sus pinturas. Es un poco la dirección que han emprendido realizadores como Lech Majewski, con respecto a Pieter Brueghel el Viejo, en El molino y la cruz, o los creadores de Sin City, en torno al universo gráfico de Frank Miller, entre muy pocos otros ejemplos.
Loving Vincent es una de las películas más inspiradas que los amantes de la animación, el cine total y la idea del arte como redención van a encontrar en este 39no. Festival.
Una rara avis en la era del selfie
Visages Villages – Caras y lugares (Agnès Varda, JR, Francia) tiene muchas capas. Unas más seductoras que otras.
La primera tiene que ver con un encuentro extraño. El de una anciana de 80 años, la cineasta Agnès Varda, y el grafitero y fotógrafo JR. Ella, una leyenda viva, una de las contadas sobrevivientes de la generación de la nouvelle vague, además de una personalidad especial para la no ficción moderna. Él, un hombre de otra generación, acostumbrado a las prácticas visuales de intervención urbana, el arte efímero y a la disolución del objeto artístico en el paisaje de la realidad. Caras y lugares es la documentación de un proyecto de colaboración, pero también de un trayecto vital.
Varda y JR interactúan con diversos paisajes y personajes de la Francia profunda, desde los puertos del norte hasta las granjas y los pequeños pueblos de la campiña central. En esa interacción encuentran temas para sus obras, ejecutan incluso algunas, sobre todo gigantografías que JR coloca en los sitios más inesperados, pero sobre todo descubren personas, historias.
La cineasta hija de las utopías del siglo XX insiste en los anclajes políticos de su trabajo, en cómo una imagen proyecta y legitima imaginarios disímiles (luchas obreras; una comunidad de mineros cuyo modo de vida está por desaparecer debido a las mutaciones económicas del presente; la reivindicación de los sujetos femeninos en el mundo muy masculino de las terminales de contenedores, etcétera). JR, más funcional y menos emotivo, se ocupa de la dimensión formal y de la configuración espectacular de su pieza.
Hay un conflicto entre ambas posturas: la Varda no puede evitar el contacto afectivo con el objeto de representación, y a través de los afectos, con la postura política, con el compromiso con el mundo del otro y su dolor, dignidad, verdad. JR sostiene una distancia mayor, se contamina poco con su objeto. Va de una cosa a la otra sin dejar traza. La cineasta le reclama que se saque las gafas: “¡Déjame ver tus ojos!” JR defiende su distancia. Parte de su mitología tiene que ver con no revelar quién es. Y Varda, en cambio, es una artista de la autobiografía.
La interacción entre ambos personajes en sí misma es entrañable y suficiente para dotar de interés a Caras y lugares. Su asunto central, sencillo y gratuito, se deja seguir con una sonrisa amable en los labios de quien mira. Hay episodios menos memorables que otros, y en cierto momento la motivación dramática pareciera reiterarse. Pero hay otros inolvidables: por ejemplo, la visita a Godard, que es al propio tiempo la evocación dolorosa del amor que enlazara hasta su muerte a Varda con su esposo, el también cineasta Jacques Demy.
Caras y lugares es un comentario acerca de la función del arte y del artista en una sociedad que no manifiesta demasiado amor por aquello que no puede ser consumido, por un gesto descomunal como el de imprimir los retratos gigantescos de mujeres en una torre de contenedores, o close ups de manos y pies sobre casillas de ferrocarril.
Esta película habla de una ética casi extinta, la del artista como alguien capaz de intervenir la realidad de forma desinteresada con imágenes que legitiman la imaginación y dejan huella duradera en su destinatario. Y ofrece una perspectiva nueva para el documental autobiográfico en la era del selfie.