Mi madre, Bella García-Marruz, vivió parte de su infancia y durante toda su juventud, hasta que se casó, en un apartamento de la calle Neptuno. Esa fue la casa de sus juegos con sus hermanos, la casa de sus sueños de adolescente y la de sus primeros amores. De esa casa salía, acompañada por su hermana Fina, a caminar por las calles, por sus tiendas, limpias y elegantes, por sus cafeterías y panaderías. Caminaban desde su casa de Neptuno hasta la Universidad de La Habana, y se olvidaban del largo trayecto disfrutando de las callecitas y de las casas, todas señoriales y orgullosas, aun las más humildes, pintadas y nuevas siempre, para los ojos de las dos hermanas. Cuando mi madre hablaba de “su casa de Neptuno” era como si la acariciara con las palabras, tan delicado y querido era ese recuerdo.
En la Universidad conocieron a Eliseo Diego y a Cintio Vitier, y enseguida se formaron las dos parejas de novios. Desde Neptuno caminaron toda la ciudad, recorrían el bellísimo Malecón habanero y los parques de El Vedado, La Sierra y La Víbora, donde vivían Eliseo y Cintio. Pronto se les sumaron los amigos: Agustín Pi, Octavio Smith, Gastón Baquero. Fue en Neptuno donde se reunían los novios con estos y otros amigos, y fue en esa casa que concibieron y crearon una revista, Clavileño, que pagaban con mucho esfuerzo, y que era la alegría de todos. En Neptuno leyó mi padre, por primera vez, sus estremecedores poemas de En la Calzada de Jesús del Monte. Y fue allí, también, donde vieron la luz sus dos libros anteriores, En las oscuras manos del olvido (1942) y Divertimentos (1946) y, por supuesto, los primeros cuadernos de poesía de Fina, Cintio, Octavio, Gastón.
A aquellas reuniones de los amigos, Agustín las llamó, nunca supieron bien por qué, El Turco Sentado. La casa vibraba con el piano alegre de mi abuela, con el violín de Cintio, el jazz de Felipe y las óperas que cantaba mi tío Sergio, médico de profesión, que tenía una bellísima voz de tenor. En Neptuno vivieron mi madre y mi tía hasta que se casaron: Fina, en 1946 y Bella, en 1948.
Una vez, ya con 80 años y su cabecita bastante perdida, mamá tuvo que ingresar en el Hospital Ameijeiras. Ella no deseaba estar allí, quería regresar a su casa, tenía urgencia por marcharse de aquel lugar tan frío y ajeno. Al ver que yo no obedecía sus deseos, en un momento en que yo había salido de la habitación, empezó a hacer su maleta.
“¿A dónde vas?”, le pregunté, entre sorprendida y risueña. “A mi casa”, me respondió, decidida. Hacía ya muchos años que mi madre había olvidado la dirección de su casa en el Vedado, a veces la confundía con otras casas en las que había vivido después que se casó, como fue la de Arroyo Naranjo, por lo que le pregunté, con cierta crueldad, de la que me arrepentí enseguida: “A ver, ¿y qué dirección le vas a dar al taxista?”. “La de mi casa”, me respondió, sin titubear: “Neptuno 308, altos, entre Águila y Galiano”.
El edificio ya sufrió un derrumbe y perdió sus balcones, unos balconcitos pequeños, donde se retrataban porque era el lugar donde mejor daba el sol. Pero yo, cada vez que paso por ahí, busco a mamá, y me la imagino jugando con sus hermanos, oyendo los poemas, disfrutando del piano de su madre, serena, radiante, en paz.
Este texto forma parte del libro inédito ¿Y ya no tocan valse de Strauss? Publicado en la revista UNIÓN, Año I, 72/2011.
El título está tomado de un poema de Fina cuyos primeros cuartetos dicen:
“La casa de Neptuno aún me guarda, / a mi difunta edad la ronda leve, / guarda mi abrigo, mi cuaderno guarda, / y mi oscuro paraguas cuando llueve. / Dícele al tiempo que otro rato arda / de la escalera en el descanso breve. / Ya su paso jadeante no conmueve / y el llamador allí ¡cuánto se tarda!”.
Lo más bello del mundo. He ido como en un vals, danzando por La Habana de ellos, segun iba leyendo.
Agradecida.
Lamentablemente ya La Habana es un desastre, nada queda de lo que fue.
Nuestra adorada Habana, que esperamos , se pueda recuperar, para los que aunque hemos vivido y caminado en otras latitudes, no imaginamos vivir en otra ciudad que no sea esta.
La vida feliz de la clase media