Viajar en tren es como hacer un poema, pero más emocionante. Como cometer un homicidio, pero menos morboso. E igual de atrevido que bailar una pieza desconocida, en un salón desconocido, con una pareja desconocida.
El tren arranca y uno ni siquiera se percata. De repente piensas que el mundo se está moviendo (aunque en verdad el mundo siempre se está moviendo), que alrededor las cosas se desplazan, que las casas de puntales altos y los edificios y el alumbrado público empiezan, levemente, a correrse de lugar. Quizás sea esto lo que siempre sucede, pero solo en un tren, en un tipo específico de tren, se develan los múltiples revestimientos de las fachadas, los ardides siniestros de las ciudades.
Son cerca de las nueve de la noche y el país, sigilosamente, se escurre bajo la línea ferroviaria del Habana-Santiago. Atravesar Cuba de una punta a otra, en los vagones del retroceso y la añoranza, toma poco menos de veinticuatro horas. Casi un día. Subes con un sol, o preferentemente con una luna, y bajas con otra. Nada de lo que durante ese tiempo ha ocurrido en el mundo te ha ocurrido a ti, porque tu viaje no es un viaje lineal, ni un viaje progresivo, ni un viaje, siquiera, con destino seguro. Tu viaje es, desde cualquier sentido, una anomalía, un no-viaje, el olvido inconsciente e instantáneo de los últimos sucesos. Algo que no se intuye desde el andén, aun cuando el andén de la vetusta terminal La Coubre sea mucho más concluyente y sombrío que el andén de Penélope o que el andén de una de las lejanas películas del oeste, esas en las que un vaquero sabio o justiciero toca para nadie su reluciente filarmónica.
Si en la vida moderna el avión es el transporte del deslumbramiento, y el auto el de la costumbre, el tren es, sin dudas, el transporte de la nostalgia. Pero no los metros que surcan las noches presurosas y frías del Primer Mundo, no, sino los trenes cubanos, que avanzan como si les costara, como si no quisieran, acompasadamente lentos, como si la fatalidad o los siglos o la pesantez de la madrugada insular detuvieran su marcha. Cada país, pudiéramos decir, por más que se adelante o por más que le plantee duelo al maligno, tiene el transporte que la Historia le permite. De ahí que el Habana-Santiago haga minutos en estaciones perdidas, cerca de modestos parquecillos de provincia o de cuatro casas cuyo único suceso es el paso curioso, a una hora precisa, de cientos de rostros desconocidos. Que violan, con comentarios impertinentes y saludos groseros, la intimidad de bateyes, terminales, municipios.
Escena que en el apretado calendario de un día se reproduce innumerables veces. Lo cual levanta, al cabo, una sospecha tenaz. Que hemos empezado a repetirnos y a perder, como corresponde, el sentido del espacio, o que en Cuba los pueblos y sus rutas son siempre las mismas. Si así fuera, no habría que preocuparse por viajar pues no habría lugar al que llegar y el transporte ferroviario sería, por así decirlo, una impostura. La brújula de la razón, entonces, se trastocaría, y puede que en algún momento, de tantos meridianos, quedara detenida o que arrancara de golpe y nos dejara, soñolientos y exhaustos, en la hora y la misa equivocada.
Yo, por ejemplo, noté que cada luz perdida en la distancia denotaba la misma intensidad y que cada alarido de la locomotora no era otra cosa que los alaridos que de niño me despertaban y que hacían que del espanto me apretara entre las sábanas porque allá, a lo lejos, en ese trayecto, podía transcurrir otro tiempo, una secuencia paralela en la que yo, al igual que ahora, estuviese viajando y fuera un hombre mayor o lo definitivamente viejo como para recordarme de muchacho y sentir una apretazón por esa inocencia que ya no volverá pues la verdad que en aquel tiempo yo no recordaba ni suponía nada y solo ahora vengo a reparar en la emoción, el morbo y el atrevimiento que contiene un tren y en que bajo ningún concepto debe uno asomarse a las ventanillas pues desde la ventanilla y por la confusión del viento y la neblina uno deja de saber de qué lado del viaje se encuentra si adentro o si afuera y de qué lado es que va llegando el deslizamiento metálico de las ruedas sobre las líneas y también reparé, anestesiado de miedo, antes, ahora y después, una certeza que me va a acompañar siempre, en que faltaban más de doce horas, en la fragilidad de lo real, y en los ruidos que nos van devorando mientras parten el presente y ascienden solícitos en la concordia de la noche.
Me crie viajando en el, pues hasta a Nuevitas o Pastelillos en verano,ya que mi padre siendo despachador de trenes nos daban pases o descuentos, nada mejor que el cafe con leche caliente para el desayuno que mi madre no queria comprar porque decia que era de leche condensada, solo una vez saque la mano para tocar una rama !!, fue la ultima
De nina tube la oportunidad, en varias ocasiones, viajar en tren. En aquel entonces me parecia el mejor viaje del mundo, obviamente no conocia otra cosa, pero bueno aquellas noches frias e incomodas era lo que me mas detestaba. Me acuerdo que viajaba a oriente de vacaciones pero a pesar que me gustaba el tren no podia parar pensar lo largo que iba a ser el viaje de regreso. Me acuerdo que mi mama llevaba en un termo leche con cafe pero el termo era tan bueno que terminabamos tomandonos el cafe con leche mas frio que el “iced coffee.”
La realidad que ahora miro atras y digo, “ni loca me monto en ese tren otra vez”