Barack Obama regresó después de casi dos años de ausencia para energizar las bases demócratas y tratar de movilizar su voto para las elecciones de medio término, a celebrarse en noviembre próximo. Es cierto: los presidentes salientes no han tenido como norma ni interferir ni criticar las políticas de sus homólogos, al menos mientras estén en oficio.
Pero ya no más. Ha vuelto a ponerse la armadura, y no acudiendo ni a eufemismos ni elipsis sino nombrando las cosas desde su perspectiva, que es como decir desde la otra cara de un país dividido. Lo ha dicho un estratega: “Esta elección va a ser toda sobre Donald Trump. Si vas a subirte en el ring, tienes que nombrar a tu enemigo”. Y eso es exactamente lo que ha hecho. Llamarlo traficante de miedo. Demagogo que promete “soluciones simples a problemas complejos”. Pero, a la vez, dejando claro que Trump es “el síntoma, no la causa” de uno de los problemas que hoy atestiguan los norteamericanos: el autoritarismo.
El alto mando de su partido lo ha comisionado para desplegar su carisma y con ello contribuir a revertir la derrota en unas elecciones presidenciales en las que el amarillo se impuso contra viento y marea, y contra todos los pronósticos. “Los necesito” –dijo Obama a miles de partidarios durante una manifestación en Cleveland en apoyo al candidato para gobernador de Ohio, Richard Cordray. “Pero lo más importante es que el país los necesita”, con lo cual pareció evocar un famoso discurso de John F. Kennedy. Su mensaje, muy claro: quedarse en la casa, desentenderse, cruzar los brazos no es la salida si se quiere arrebatar a los republicanos la mayoría en el Congreso: hay que salir a votar.
Para noviembre, los pronósticos se perfilan favorables a los demócratas en un escenario marcado por un presidente consumido por la trama rusa, la investigación de Mueller, los escándalos de corrupción y sexuales, el caos administrativo, las condenas a dos miembros de su campaña electoral –George Papadoupolos y Paul Manafort– y un ex abogado personal, Michael Cohen, que ha proclamado su Declaración de independencia una vez caído en manos federales.
Los modelos colocan a los demócratas, por ejemplo, como favoritos para ganar los escaños del Senado por Nevada y Arizona, y le dan al senador Joe Manchin amplias posibilidades de retener su asiento por West Virginia. Claire McCaskill, de Missouri, y Heidi Heitkamp, de Dakota del Norte, andan por el mismo camino.
If you still don’t think the midterms will affect you, @BarackObama is back to spell out just how important they are pic.twitter.com/5dghmZwp2m
— NowThis (@nowthisnews) 8 de septiembre de 2018
Pero hay interrogantes. La siguiente es solo una: entre los candidatos demócratas a distintos niveles aparecen mujeres jóvenes y de izquierda pertenecientes a la generación de los millennials. Alexandria Ocasio-Cortez rompió el corojo al ganar las primarias en el 14 distrito congresional de Nueva York, igualmente contra todos los pronósticos. Pero también están las colombianas Jessica Ramos, Julia Salazar y Catalina Cruz, de Queens y Brooklyn, esta última la primera dreamer electa a un cargo público en la Gran Manzana. Todas marcan un fenómeno que apunta, primero, a la emergencia de mujeres y, segundo, a la creciente conciencia latina sobre la necesidad de participar en el proceso electoral para resistir el racarraca del trumpismo. Se trata de un territorio inexplorado, una vez autoidentificadas con un socialismo democrático que muchas huestes partidarias ubican out of the walls [fuera de los muros].
Algo similar pudiera decirse del candidato a gobernador de la Florida, el alcalde de Tallahassee, Andrew Gillum, primer afro-americano en postularse para el cargo y seguidor de Bernie Sanders. Correlativamente, su agenda incluye temas / problemas como Medicare para todos, el aumento de la tasa de impuestos corporativos del estado del 5,5% al 7,75%, la elevación del salario mínimo de $8,25 a $15,00 la hora y “una reforma exhaustiva de inmigración que incluye la abolición de ICE para remplazarlo por una agencia más compasiva…”.
Ya se está hablando de una “ola azul”. En el Senado, las estadísticas favorecen a los demócratas. Aunque aquí nada sea inexorable, una mirada retrospectiva arroja que, en efecto, de 1950 a 2010 el partido del presidente ha perdido la mayoría en esa instancia del Congreso. Pero en la Cámara los republicanos parecen estar en una posición más sólida de lo que a veces sugieren o aseguran ciertos analistas.
Ello no significa que los demócratas no tengan posibilidades de obtener los 24 escaños necesarios para arrebatarles el control y alzarse con la mayoría, pero avalar la idea de esa ola, como una suerte de tsunami, parece en todo caso prematuro. A menudo ese mapa lo dibujan quienes predijeron un “muro azul” contra Trump en 2016 y sin embargo perdieron –por ejemplo, en Michigan, Ohio, Wisconsin y Pennsylvania.
Para el récord, el Comité Nacional Republicano le respondió a Obama de esta manera: “el presidente Obama volvió a estar en el punto de mira al defender que nuestro país está en el camino equivocado. 2016 terminó, pero él sigue rechazando a los millones de votantes en todo el país que estuvieron contra sus políticas y a favor del plan del presidente Trump para recortes tributarios históricos, nuevos empleos y crecimiento económico”.
Y también: “Los demócratas pueden tener una nueva resistencia en jefe en la campaña electoral, pero necesitarán algo más que un mensaje de resistencia y obstrucción para ganar en noviembre”.
Solo después de entonces se sabrá con toda certeza si funcionó su regreso. Una cosa es sin embargo evidente: tendrá de muy escaso a ningún impacto sobre esa base conservadora que ha decidido envolver a Trump en un manto de amianto y darle una aprobación del 90% llueva, truene o relampaguee. Aquella bravuconería suya de enero de 2016 hoy resuena en muchos oídos como una pesadilla: “Podría pararme en medio de la 5ta. Avenida [de Nueva York], dispararle a alguien y no perdería votantes”.