Con la celebración el domingo 11 de noviembre del Gran Premio de Interlagos, Brasil, concluyó la segunda y última parada de la Fórmula 1 en Latinoamérica: uno de los deportes más elitistas a la vista del continente más desigual. El pasado 28 de octubre México había acogido la primera cita del año en la región, dejando al desnudo las enormes diferencias sociales del país azteca.
Solo en ocasiones excepcionales Rodrigo había decidido romper con su tradicional rutina de fitness de cada mañana dominical. Desde su penthouse en la colonia Polanco, el Beverly Hills de la Ciudad de México, el exitoso empresario llamaba a su chofer mientras se alistaba junto a su esposa para asistir a uno de eventos predilectos por la socialité de esta megalópolis: El Gran Premio de Fórmula 1.
A esa misma hora, Guillermo y dos de sus amigos se dirigían en un Uber por todo el Viaducto Río de la Piedad hacia el antiguo circuito de la Magdalena de Mixiuhca, hoy mundialmente conocido como Autódromo Hermanos Rodríguez. Vestido con gorra y chamarra de Mercedes, el chico observaba algunos anuncios colgados en las gasolineras sobre la llegada a la capital azteca del mayor espectáculo del mundo automotor. Consultó con cierta impaciencia la hora en su celular, ya que el vehículo se movía a una velocidad mucho menor a la acostumbrada en esa avenida. Un amplio despliegue de más de 6 000 policías vigilaba el Viaducto como si se tratara de la visita del Papa.
Miguel observaba un panorama similar, pero desde una mayor altura. Elevado de forma paralela al viaducto, esa mañana el metro no era el mismo, su línea 9 olía a perfumes caros y lociones finas. Sus pasajeros portaban estandartes de Ferrari y Red Bull y, por supuesto, no faltaba el rosa característico de Force India, donde milita el ídolo local Sergio “Checo” Pérez. Miguel supo al instante que los rostros en el vagón no eran los habituales, pocas veces la clase media alta mexicana invadía este transporte público. Debido a los altos precios del estacionamiento, sumado a los constantes atascos por el tráfico, el metro constituía una de las mejores vías para asistir al magno evento.
Rodrigo, Guillermo y Miguel no se conocen, jamás se han cruzado en sus vidas. Su único punto en común es que vivieron, desde perspectivas muy diferentes, el principal espectáculo deportivo y social del mayor conglomerado urbano de nuestro hemisferio.
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El semáforo estaba en rojo y el sonido de los motores era tan emocionante como ensordecedor. Los coches de Red Bull ocuparon la delantera con Daniel Ricciardo, dueño de la pole, y Max Verstapen en la segunda parrilla. No obstante, la mitad de las miradas se ubicarían sobre el tercer puesto, donde el británico Lewis Hamilton, de Mercedes, se encontraba a punto de inscribir su nombre entre las leyendas de la Fórmula 1.
Hamilton, quien sopesó la tristeza de la muerte de su abuelo días atrás, solo necesitaba llegar entre los siete primeros lugares para alcanzar su quinto título del orbe, igualando al mítico piloto argentino Juan Manuel Fangio.
Horas más tarde, el piloto de 33 años cumpliría su propósito, consagrándose por segunda ocasión consecutiva en territorio azteca, mientras recibía una felicitación por radio de su amigo cantante y actor Will Smith. Ahora su mirada se enfoca en los siete cetros mundiales del alemán Michael Schumacher.
La otra mitad de la expectación se concentró en el dueño de casa, Sergio “Checo” Pérez. El piloto local buscaba en su feudo apuntalarse en el séptimo escaño de la clasificación general, o lo que es lo mismo: “el mejor del resto del mundo” por detrás de los duetos que componen a las tres principales escuderías: Merdeces, Ferrari y Red Bull. A la postre, vio frustrado su objetivo para decepción de sus files, quienes lo vieron abandonar en la vuelta 42.
Desde la arrancada, la Fórmula 1 te enseña que este es un deporte marcadamente desigual. Más allá del esfuerzo o el talento, el poder económico del equipo definirá eternamente tu escala social en la parrilla…. y debes aprender a vivir con ello. Pero las diferencias no se viven únicamente sobre la pista, sino también fuera de ella.
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Aunque la enorme exposición mediática y derrama económica que genera este evento –según cifras oficiales asciende hasta los 14 770 millones de pesos (798 millones de dólares)–, la permanencia del Gran Premio en México está en juego. La carrera de 2019 será la última de las cinco competencias que se han pactado entre el gobierno azteca y la Fórmula 1, por lo que tocará a la nueva administración de Andrés Manuel López Obrador, caracterizada por la austeridad, decidir si mantienen este proyecto a futuro.
Quizás por eso hay tanta la expectación en el circuito Hermanos Rodríguez, que divide a los casi 130 mil espectadores asistentes en áreas identificadas por colores. A cada una de ellas se accede con un brazalete de diferente tono. Desde el Coliseo romano, hace 5 000 años atrás, nada ha cambiado en las formas de estratificación social del público.
Rodrigo y su esposa contaban con pases a la zona verde, justo enfrente del área de arrancada. El precio de las entradas para este sector podía alcanzar los 21 000 pesos (alrededor de 1 170 dólares). Por supuesto, ahí no hay simples gradas; están preparadas lujosas suites donde puedes degustar un canapé acompañado por un Martini, marca patrocinadora de la Fórmula 1.
Más abajo, sobre un césped artificial a la altura de la pista, se congregaban un amplio grupo de personas que se movían al ritmo de la música prestando mediana atención a lo que sucedía sobre en la carrera. Algunos, más relajados, conversaban sentados sobre lujosas butacas acerca de la ausencia de las edecanes por vez primera en la Fórmula 1, de la consulta sobre el nuevo aeropuerto, o de cómo manejarán los hilos del país… quién sabe.
No hay nada que pueda enturbiar el entorno artificial que genera el mayor espectáculo automovilístico del mundo. Para este segmento, la verdadera competencia de la Fórmula 1 no es solo entre los coches, es la justa feroz por alcanzar o mantener un estatus social significativo. Si Honoré de Balzac hubiese sido mexicano, Papa Goriot desarrollaría su argumento sobre esta comedia humana de altas velocidades. Para un Carlos Marx azteca, no habría un mejor deporte que ejemplificara sus tesis.
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A pesar de toda su opulencia, la zona verde no llegó a ser más cara del circuito. Justo enfrente y encima de los pits stops se situaba el Paddock Club, el Monte Olimpo de toda la instalación, un lugar reservado para la clase alta dentro de la clase alta mexicana, quienes se unieron a los más acaudalados fans europeos y estadounidenses. Con tímido recelo, Rodrigo miraba momentáneamente hacia allá, al tiempo que probaba un sorbo de Johnnie Walker.
“Mira, aquí tengo una foto con Felipe Calderón, justo antes de que entrara al Paddock”, me dice mientras me muestra en su celular la instantánea con el expresidente mexicano del sexenio (2006-2012), confeso fan de este deporte y tristemente recordado por su fatídica guerra contra el narco que hasta hoy sigue generando violencia en el país.
El ticket por persona para todo el fin de semana en el Paddock tenía el costo aproximado de 100 000 pesos mexicanos o 5 450 dólares. Su acceso es sumamente restringido, y ni siquiera la mayoría del personal de la Corporación Interamericana de Entretenimiento (CIE), organizador del Gran Premio, tenía entrada al Paddok, al cual se accede por un túnel ubicado debajo de la recta principal.
Precisamente al final de esta recta, en la llamada zona azul, se ubicó Guillermo. Para él, esta era la franja más emocionante de todo el circuito, ya que podía observar, o más bien escuchar, el estruendo similar a una aeronave que realizan los autos cuando pasan a más de 300 kilómetros por hora, reducen en menos de un segundo hasta 120 km/h y toman la doble curva donde se producen la mayoría de los rebases. Por toda esa descarga adrenalina creyó que valía la pena pagar cada centavo de los 9 000 pesos (486 dólares) que costó su entrada.
Pero si México ha sido galardonado por tres años consecutivos (2015, 2016 y 2017) por organizar el mejor Gran Premio de la temporada, es gracias al tremendo ambiente festivo que genera su público. Y este, en su mayoría se ubica en el Foro Sol, o zona gris y café, donde el precio de los tickets ronda entre 5 000 y 6 500 pesos (270 a 360 dólares). Para llegar ahí, Miguel realizó un angustioso ahorro durante tres meses. Al igual que el circo romano, la Fórmula 1 tiene precios “económicos” para los más adictos que deciden disfrutar de la carrera.
A solo 100 metros del Foro Sol, en lo alto de las gradas del Estadio Jesús Martínez “Palillo”, varios hondureños tratan de encontrar con la vista el asfalto del flamante circuito de la capital mexicana. Allí, la caravana de migrantes centroamericanos, hace una de sus últimas paradas de pits en lo que constituye su carrera por la vida.
El Foro Sol es un lugar muy particular, representa el único estadio en el mundo atravesado por una pista de Fórmula 1. Una instalación que albergó no cualquier deporte, al menos para nosotros los cubanos. Nueve años atrás, este estadio había fungido de sede para el II Clásico Mundial de Béisbol y sobre su grama, ya enterrada en el asfalto, se recuerdan los ocho jonrones propinados por la potente artillería cubana a Sudáfrica, el nocao al México de Adrián González y compañía y la dramática victoria sobre Australia, sellada con jonrón Yosvani Peraza.
Miguel no tiene idea de lo que le hablo, y solo se apresta a disfrutar el efímero instante de carrera que le brinda el lugar que pudo adquirir en el estadio. Su pequeña y vívida porción de lo que el filósofo francés Guy Debord nombró alguna vez como la “sociedad del espectáculo”.