Bueno, si quiere hacemos la entrevista que Ud. ha pensado. ¿Tiene un cuestionario, algo que pueda resultarle curioso de lo que yo pueda decir?
Armando, Esquilo y Revuelta
Buena parte de mis preguntas las ha ido respondiendo. Imagino que esto ya lo contó en otras ocasiones, pero de cualquier modo no estoy frente a un inocente, así que cuando escribió Los siete… se atenía a un plan o fue algo que fraguó de a poco y sin premeditación. ¿El origen de esto dónde hay que buscarlo?
En una conversación con Armando Suárez del Villar, el director con el que trabajaba en el grupo Teatro Estudio. Habíamos tenido algunas dificultades, él y yo. A Vicente Revuelta le molestaba o le inquietaba su trabajo. Armando era un buen director teatral, muy joven, y tenía un plan que a nadie se le había ocurrido: hacer una revisión en escena del teatro cubano del siglo XIX, teatro en verso, que no se había vuelto a montar hacía más de cien años. Los autores de nuestro teatro en verso permanecían en un largo olvido.
Armando enseñó a los actores de Teatro Estudio a decir obras en verso, de una manera moderna, sin declamación, sin que el público oyera la rima. Comenzaron ejercicios, maneras de pronunciar, apoyados en los ejercicios del director polaco, Jerzy Grotowski.
Eran novedades que a Vicente Revuelta inquietaron. Durante años no se hicieron obras en verso y para representar a la Avellaneda, a Luaces, a Milanés, como teníamos proyectado, había que aprender a decir el verso en el escenario, pero de una manera novedosa, actual. Escogimos tres del siglo XIX. El estreno de la primera, una pieza inédita de Luaces, El becerro de oro, con telones pintados, resultó un éxito de público y de crítica. Siguieron El Conde Alarcos y después La hija de las flores, de la Avellaneda. Ese teatro parecía no haber existido, hasta que lo hicimos reaparecer. Pero de pronto un día, saliéndose de nuestros planes, me dijo Armando: “Releí a Esquilo. Me gustaría ponerlo en Cuba. ¿Por qué no hacemos Los siete contra Tebas? Quisiera que la trabajaras para dirigirla”.
Entonces releí a Esquilo. Los Siete contra Tebas no figura entre sus tragedias admiradas. Los siete tampoco. Eran Electra, Edipo, Antígona. Pero me sorprendió. Armando había descubierto algo importante para nosotros.
Me gustó tanto y me apasionó su relación simbólica con la realidad cubana, social, política, incluso militar. Encontré Los siete contra Tebas plagado de connotaciones, de referencias, tan interesantes con la realidad social de este país. Habíamos padecido hasta una invasión. O sea, una serie de conexiones con el presente de carácter artístico también y de carácter simbólico. Empecé a trabajarla hasta convertirla en una obra personal. Utilicé diferentes traducciones del inglés y del español. Fue quedando una obra hasta cierto punto original. La presenté en Teatro Estudio y entonces comenzó la primera guerra que dio Los siete contra Tebas: Vicente Revuelta se entusiasmó con el texto y lo quiso dirigir. Le dije: “Lo siento, Vicente, pero la hice para Armando Suárez, no para ti”.
Entonces él empezó a intrigar, como director del Grupo, para impedir un estreno de la obra dirigida por Armando. Intentó convencerme de los peligros que corría el posible estreno. Era una pieza compleja política e ideológicamente. Armando, un hombre joven sin gran formación marxista. Entonces coincidió con el momento en que la mandé al concurso de la UNEAC. Ocurrió algo inesperado: algunas personas que parecían tener relación con la Seguridad del Estado me dijeron: “Ah, pero tú mandaste para crear un escándalo, porque entonces están tú y Padilla, los dos queriendo crear un escándalo político”.
Un día me encontré con Padilla por la calle y le dije: “Heberto, ¿es verdad que tú mandaste al concurso…?” Nosotros no nos pusimos de acuerdo. No hubo ninguna intención. Nos enteramos después de que habíamos mandado al concurso cuando nos vimos.
Bueno, se formó un escándalo que ya resulta conocido. Nunca nos entregaron el premio, ni a Padilla ni a mí. No se cumplió con ninguna de las bases del concurso. Nunca se celebró la ceremonia oficial de entrega, ni el correspondiente viaje a Hungría, ni el pago del premio. La obra se imprimió, pero nunca llegó a venderse en las librerías. Ejemplares de la edición fueron remitidos a algunos diplomáticos de embajadas cubanas, por si acaso alguien en el extranjero preguntaba si se había publicado, pudieran mostrar la evidencia.
Si nunca se vendió, ¿cómo los lectores la conocieron?
Mucha gente lo leyó durante ese tiempo. Pasó lo de siempre cuando los cubanos no tienen acceso a algo: roban. Robaron los libros de los camiones cuando los trasladaban de la imprenta a los almacenes. Otros consiguieron que los empleados de los almacenes se los dieran o vendieran. Otros lo mecanografiaban y lo imprimían en mimeógrafo. Esa fue más o menos la historia de Los siete contra Tebas.
Empezó luego otro hecho: algunos amigos, muy relacionados con el Estado, empezaron a darme la espalda, dejaron de saludarme, me rehuían discretamente. A Virgilio y a mí nos divertía sorprender a los antiguos amigos retroceder y escabullirse. Íbamos a los lugares dispuestos a saludar, pero muchas manos desaparecían. Durante tales escaramuzas, me mandaron o, según el director de la Biblioteca Nacional, me asignaron a la biblioteca de Marianao.
Pasados los años, cambiados funcionarios y decretos, llegó la ocasión propicia del estreno, inesperadamente. Estaban a punto de cumplirse cuarenta años. Publicaba, nada que tuviera relación con el teatro, tampoco ningún grupo estrenó alguna de mis piezas anteriores, que podían ser juzgadas como ingenuas. Estaba completamente excluido del teatro y veía Los siete… en la lejanía; cuando una tarde Alberto Sarraín y yo nos encontramos casualmente con Abel Prieto, Ministro de Cultura, en Casa de las Américas.
Abel, tras saludar a Sarraín, se acercó y le preguntó: “Oye, ¿tú quisieras dirigir Los siete contra Tebas?” Y Sarraín contestó de inmediato, como si lo hubiera pensado de antemano: “Yo sí…”. “Ah, pues vas a dirigirla. Quiero quitarle a Antón su fama de disidente”. Los dos nos reímos, porque de las humoradas que él decía yo me reía también, como él de las que decía yo.
Justicia real y justicia poética. Casi que vinieron juntas en su caso.
Me puse contento. Me dije “Mira esto, llegó…”. Le haré una confesión: siempre esperé que eso iba a ocurrir. Esperé casi cuarenta años y la vida me concedió que viviera hasta ese momento, porque podía haber muerto perfectamente, como han muerto tantos de mis amigos, pero como no he muerto hasta hoy, puedo decir cuanto recuerde sobre Los siete contra Tebas.
Como se dice en estos casos, Ud. ha visto el cadáver de sus enemigos pasar…
Sí… ¿Y hacia dónde irían?
Un místico sin dios
He leído que no es creyente. ¿Por la misma razón de Buñuel? Él decía que era ateo gracias a Dios.
Me encanta esa frase. No la conocía. Como era un demonio, podía decir esas cosas. Yo fui creyente un tiempo. Fui educado en la escuela por los jesuitas, en Santiago de Cuba. Después vine a La Habana y estudié en los Escolapios; pero lentamente, cuando mi vida se fue haciendo más complicada en un sentido erótico y en un sentido intelectual, la iglesia católica no tenía respuestas, y al no encontrar respuestas en la iglesia para algo que consideraba que Dios había hecho, pues si Dios existiera me hizo de esta manera, me fui apartando de quien debía darme una respuesta, de quien debía decirme lo que tenía que hacer, suponiendo que Dios los orientara.
Aunque lo que he leído en sus obras, Ud. de algún modo, no sé si conscientemente, activa un rebuscamiento místico dentro de la realidad…
Escribí un libro de poemas, Lirios sobre un fondo de espadas, que algunos lectores y críticos consideran mi mejor libro de poesía. Está contaminado por la vida medieval y por la vida eclesial, inspirado en las creencias y en las no creencias.
Cuando vivía en Nueva York iba mucho a los cloisters, conventos originales que los norteamericanos trasladaron piedra a piedra desde Europa y colocaron en unos hermosos parques. Tenía 18 o 19 años y creo que esas visitas a los claustros ejercieron en mí una gran impresión, un gran influjo. Esas cosas que uno guarda sin saber dónde las pone. Después estuve en Praga y en varias ciudades europeas. He visto conventos e iglesias, como un peregrino sin duda. Un día o una noche, no sé, empecé a escribir poemas de carácter medieval. El lector podrá encontrar en ellos vibraciones religiosas y la negación de esas vibraciones religiosas. Sospecho que cuando negamos algo, ese algo ha pertenecido a la vida.
Hay una frase de Remy de Gourmont, que abre el libro: Todo coexistió siempre. Pienso que ese libro es casi una confesión personal, a las que no soy muy dado en mi escritura.
Una catedral de equivocaciones
¿Su experiencia vital la lleva a la literatura sin mediaciones o se percata de que habrá un lector de sus palabras y eso de algún modo lo mediatiza, lo detiene, lo atemoriza?
Mis obras no son autobiográficas, hasta cierto punto son impresiones que la vida pudo haberme causado y, sobre todo, la existencia de los demás. Para mí la literatura es una transformación, un mundo distinto que tiene relación con el mundo y, que a la vez nos enseña a verlo.
A veces, pocas, la vida imita a la literatura. ¿Qué ha podido saber de la vida?
Realmente no te podría decir si yo sé de la vida. He vivido, tal vez me haya equivocado numerosas ocasiones. En verdad y rigor, apenas conozco si me he equivocado o no, porque desde mi punto de vista nunca el camino de la existencia es claro. Se va por ahí, avanzando. La vida está llena de sombras.
¿Posee a mano alguna definición para todo eso?
La vida es una catedral de equivocaciones tan poderosa que eso es lo que te hace escribir: la posibilidad de que puedas explicar en la página escrita lo que no entiendes en la realidad.
No quiero usar en demasía el término realidad. No estoy seguro a qué se refiere y hasta dónde abarca. Sólo sé una cosa con seguridad: la realidad casi siempre me fue adversa. Ella y yo no nos llevamos bien.
A los 83, ¿tiene algunas certezas afianzadas, algún mapa existencial o simplemente le parece que no se aprende, que aunque se registra la experiencia, no sirve de mucho, que siempre hay lugar para el agnóstico y una oportunidad para el errático?
Creo que he aprendido a vivir, y aprender a vivir es aprender a defenderse. Claro, tiene un peligro, que es el olvido de los demás, la separación de las cosas. Nunca me ha gustado que me ocurra. Prefiero sufrir ciertas cosas, vivir en peligro, pero estar ahí, formar parte, y no sé hasta dónde esto figure en cuanto he escrito.
Tal vez alguien, muy diestro, con el curso del tiempo, descubra relaciones entre lo que viví y lo que yo escribí. Tal vez no estaré vivo para que me las enseñen.
Iluminaciones
A estas alturas, ¿espera algún descubrimiento importante, alguna iluminación que lo saque de la centralidad de su vida?
Yo propicio tales iluminaciones.
¿Cómo?
Con silencios, con sentarme y mecerme en un sillón, con esperas. Para escribir es necesario esperar que la mano tenga como una inquietud y uno se levanta y comienza. Eso me ha ocurrido con frecuencia y quizá siga ocurriendo. Es una de las formas de la vitalidad de un escritor, la necesidad de hacer y, sobre todo, la creencia de que cuanto hace posee cierto valor para la gente.
Estaba asomado a la puerta de esta casa, cuando una vecina pasó por la acera, se detuvo y me dijo: “Quisiera que Ud. me hiciera un favor: que me diera alguno de sus libros”. “Mañana vuelva a pasar por aquí y se los le daré”. Ella volvió a pasar, vive cerca tal vez, y le di algunos ejemplares, y ella me dijo “Es que no los encuentro en las librerías, pero yo quisiera leerlos”. Después, en el curso de los días, nos hemos vuelto a encontrar. “Estoy leyéndolos, me gusta leerlos, paso las noches leyéndolos”. Pasé las noches escribiendo para que ella pase las noches leyendo… Es suficiente.
POST SCRIPTUM
En octubre de 2007, después de 39 años de censura, Los siete contra Tebas fue estrenada en el Teatro Mella, de La Habana. En 2001, el texto había sido republicado por la editorial Tablas-Alarcos. A lunetario lleno, la puesta fue asumida por Mefisto Teatro bajo la dirección del emigrado cubano Alberto Sarraín e involucró a consagrados artistas de la escena nacional. Rehabilitado con el Premio Nacional de literatura desde el año 2000, Antón Arrufat asistió a las funciones, sentado en la última fila de la sala. Durante los nueve años de confinamiento en la biblioteca de Marianao, pudo corregir, a hurtadillas, una novela de iniciación: La caja está cerrada, setecientas páginas, publicada en 1984 y que lo devolvió a la existencia libresca.
A día de hoy, medio siglo interpuesto, muchos de quienes protagonizaron de alguna u otra manera aquel desencuentro entre la política y el arte –no el primero, tampoco el último– desde posiciones afines o encontradas, mínimas o máximas, lúcidas u obcecadas, están muertos, y la edición original de Los siete contra Tebas, que nunca conoció el reposo de los anaqueles, es pieza de caza para coleccionistas.