Había que detenerse a escucharlo. A paladear no ya sus palabras, sino sus historias, sus muchísimas historias sobre la trova cubana recogidas en años y años de investigación, de entrevistas. O mejor: de conversaciones. Y también de descargas, peñas y serenatas.
Lino Betancourt no era, en propiedad, un investigador de archivo y portafolio; alguien que construyó todo su conocimiento entre papeles amarillos y recortes de periódicos. Nada más alejado del espíritu de la trova.
Tenía, sí, su archivo, sus recortes y anotaciones que fue recopilando pacientemente, cotejando y organizando antes de convertirlos en libros. Pero su saber estaba insuflado de una materia más vital: la experiencia.
Hablaba de la música como quien hace un cuento de su propia vida. Y así era.
En el Festival de la Trova de Santiago de Cuba –del que fue protagonista desde los años 60 y donde lo escuché por primera vez hace una década– Lino extraía nombres y temas musicales remotos de su enciclopédica memoria.
A muchos los había conocido, escuchado, en primera persona. De otros había tenido noticias de segunda mano, pero de tanto hurgar en sus huellas, de tanta búsqueda para completar la historia, los había convertido en un recuerdo propio, en un personaje, si no exacto, sí verosímil.
Contaba de ellos con familiaridad, con cálida cercanía. Su pasión no se traducía en oratoria exaltada, urdida con palabras altisonantes, sino en cúmulo de vivencias narradas sin ínfulas, con naturalidad y sencillez. Como sus escritos.
Había que seguirle el ritmo cada 19 de marzo –Día del Trovador, en homenaje al legendario José “Pepe” Sánchez– en el cementerio Santa Ifigenia. Allí, durante la peregrinación por el Sendero de los Trovadores, recordaba a los bardos de antaño ante sus tumbas, como preámbulo de las canciones que completaban el homenaje.
Él y el también fallecido –e insuficientemente recordado– José Julián Padilla (gran conocedor de la música y nieto del mismísimo Pepe Sánchez) fueron por varios años los principales oradores de ese simbólico recorrido, uno de los momentos más emotivos de los festivales de la trova, si no el más.
No imagino cómo serán a partir de ahora sin ellos, sin Lino.
Tampoco los coloquios del propio festival, donde Betancourt –siempre con su infaltable sombrero– llevaba la batuta como un sapiente director de orquesta. Como un patriarca.
Con toda justicia, a partir del próximo año el evento teórico llevará su nombre, según confirmó a la prensa el trovador Eduardo Sosa, presidente del festival santiaguero.
Hombre del periodismo y la radio –fue Premio Nacional del medio radial en Cuba–, Lino dedicó muchos programas y escritos a la música tradicional cubana y, en particular, a su bien amada trova. La veía como una sola, desde su génesis hasta la contemporaneidad, pero dedicó sus mayores esfuerzos a la llamada “vieja trova”, a salvar del olvido a muchos de quienes la enriquecieron con sus creaciones y su voz.
Mucho le quedó seguramente por escribir, pero al menos en sus libros vive la memoria de figuras imprescindibles como Sindo Garay, Miguel Matamoros, Salvador Adams, Compay Segundo, y de otros menos conocidos, aunque también grandes, como Emiliano Blez, Ángel Almenares, Alfredo González “Sirique” –de cuya peña en La Habana fue un habitual–, y Daniel Castillo.
“Los libros son el mejor recuerdo que puede quedar sobre la obra de los artistas”, dijo en la presentación en Santiago de su libro Lo que dice mi cantar.
Su obra, sobre la grandeza de otros, es a la vez el testimonio de su grandeza. Aunque, como muchos de los trovadores que rescató en sus páginas, no la pretendiera.
Nunca lo vi cantar sobre un escenario –sí tararear o entonar canciones desde el público–, pero su espíritu era indudablemente de trovador.
Que la trova siempre le acompañe.