La imagen de los mexicanos como narcotraficantes y violadores es la consecuencia de un fenómeno muy viejo, en última instancia parte de la relación paranoica que los Estados Unidos han tenido con los inmigrantes prácticamente desde sus orígenes mismos como nación.
En una cultura con ciertos problemas de memoria, conviene recordar que hasta mediados del siglo XIX los católicos eran una minoría. Después de la hambruna en su país de origen, miles de católicos irlandeses emigraron a los Estados Unidos, donde se dedicaron –entre otras cosas– a labores tan duras como la construcción de canales.
Al cabo de varias oleadas inmigratorias de Europa del Este, la población católica dejó de ser lo que hasta entonces había sido –un grupo de aristócratas y terratenientes ingleses– para convertirse en una masa diversa de inmigrantes urbanos y rurales, originados en distintos países europeos. En 1850, constituían solo el 5% de la población total de los Estados Unidos. Pero hacia 1906 ya eran el 17% (14 millones de los 82 millones de habitantes). El mainstream les reservó un insulto –“las hordas católicas”– equiparándolos a las tribus bárbaras que devastaron Roma.
Igual con los italianos. El mayor grupo de ellos se trasladó a los Estados Unidos a principios del nuevo siglo: dos millones entre 1900 y 1914, superados solo por irlandeses y alemanes. Entre 1890 y 1900 los italianos componían el 90% de los trabajadores de los servicios públicos en la ciudad de Nueva York, uno de los lugares favoritos de su asentamiento. Entonces fueron marcados desde la diferencia por otros (nuevos) estigmas/estereotipos: sucios, delincuentes, mafiosos, agitadores, anarquistas o terroristas.
A fines de los años 70, Edward Said produjo un texto clásico de los estudios poscoloniales: Orientalismo, obra fundamental para poder entender la decodificación de la otredad por parte de Occidente. Y, por lo mismo, imprescindible para conocer las omisiones y esquemas mentales actuantes en una visión “romántica” sobre el Medio Oriente, caracterizada por especies, olores, sensaciones, y por personajes dominados por la pasión, eso que emblematiza El hijo del Sheik (1926), filme que rompió corazones femeninos en los Estados Unidos poco antes de irse al crack del 29, y donde la protagonista volaba por los aires al ser levantada hasta el lomo de un caballo a manos del italiano Rodolfo “Rudy” Valentino, uno de los primeros sex symbols de la fábrica de sueños.
A la América Latina, vista como una suerte de clonación de España al cabo de ocho siglos de ocupación árabe, con el añadido indígena o africano, se le construiría la figura del Latin lover, cultivada históricamente a partir de una galería de caracteres a lo Ricardo Montalbán y Antonio Banderas, con sus pariguales femeninos Dolores del Río, Pola Negri –esta era polaca, pero su fuerte look latino la seleccionaron para interpretar La bailarina española (1923) — y Jennifer López. (La portuguesa Carmen Miranda clasifica sin embargo como un modelo exótico y más bien extravagante de latinidad en sombreros y coturnos, informado por los presupuestos de la política del Buen Vecino de Franklin D. Roosevelt).
Pero la posmodernidad modificó esa visión –si se quiere dulzona y amable–, al desplazarla por otra dura y terrible, como si a las otredades le hubieran salido manchas en todo el cuerpo. En el caso de los árabes, esa mirada ha sido, de hecho, sustituida por su casi inevitable homologación con los terroristas, sobre todo después del 11 de septiembre. Parecería que el wajabismo, una vertiente extrema del islam abrazada por Bin Laden, los talibanes afganos, los saudíes o los efectivos de ISIS lo engloba todo, cuando en realidad no es mayoritaria en el mundo árabe. En cambio, a nadie se le ocurre decir que los grupos supremacistas o neonazis son la cultura estadounidense contemporánea.
A los latinos les ha solido corresponder el rol de los “tipos malos” –junto a los afroamericanos–al encarnar las pesadillas sociales de la hora, como si la ganga puertorriqueña de West Side Story (1961) se hubiera multiplicado por diez: la violencia urbana, el tráfico de drogas y la delincuencia en un contexto donde la xenofobia campea como el Cid por los campos de Castilla y las políticas contra los inmigrantes rompen decibeles.
Por esos derroteros se llega a esto: Stephen Paddock, el autor del tiroteo de Las Vegas –el más letal en la historia de los Estados Unidos, con 58 muertos y 851 heridos—fue un “tirador”, “pistolero” o “lobo solitario” porque era anglo. Si hubiera sido de piel carmelita, o musulmán, lo hubieran catalogado como “terrorista” sin pensarlo dos veces.
Dicen que una imagen vale más que mil palabras.
Del XIX a acá, no hay (casi) nada nuevo bajo el sol.