Más de setenta años antes de que su sobrino nieto, el príncipe Carlos de Inglaterra, protagonice la primera visita oficial de un miembro de la realeza británica a Cuba, Eduardo, duque de Windsor, ya había encontrado en La Habana un oasis tropical que alegró su exilio con música, luz y color.
Eduardo VIII (1894-1972), el rey que abdicó el trono para casarse con una mujer divorciada y cambió el curso de la historia en el proceso, halló en La Habana de los años 40 y 50 un refugio paradisíaco donde relajarse fuera del foco público y de la mirada de Europa, que seguía cada paso del príncipe y su esposa, la “socialité” estadounidense Wallis Simpson.
Al menos cuatro visitas realizó la pareja a la entonces capital del Caribe, y en todas eligió hospedarse en el Hotel Nacional de Cuba, el “Ritz caribeño”, inaugurado en 1930 y diseñado para contentar a la clientela más exclusiva, sobre todo a aquellos que cruzaban desde la Florida huyendo de la Ley Seca en EE.UU.
“Era el lugar de La Habana donde alojarse si eras famoso, entonces, si eras de la realeza ¿a qué lugar de la Habana ibas a venir, si no era el Hotel Nacional de Cuba?”, aseguró a Efe Aeleen Ortiz, especialista de la Oficina de Historia del hotel, declarado Patrimonio Nacional y aún en funcionamiento a sus casi 90 años.
La privilegiada vista de la loma de Taganana sobre la bahía, el aire del mar y la luz del trópico conquistaron a Eduardo y a Wallis, que siempre se hospedaron en el antiguo Apartamento de la República, la lujosa suite presidencial del Nacional, que contaba con entrada y comedor privado, además de estancias para recibir invitados.
“Los duques vinieron en varias ocasiones, la primera fue cuando lo declararon gobernador de Bahamas durante la Segunda Guerra Mundial (…). Regresan luego en 1948 y en los años 50 vienen en dos ocasiones: en 1954 y 1955. Ya en ese entonces el duque conocía lo que era Cuba. Le encantaba jugar golf”, explica Ortiz.
Sin embargo, el duque de Windsor no fue el primer monarca británico – su breve reinado solo duró 325 días- en animar la vida social de La Habana, parada obligada en las travesías marítimas entre América del Sur y Europa y punto de encuentro entre culturas.
Cuando desembarcó en el puerto habanero, en mayo de 1783, el futuro rey Guillermo IV (1765-1837) era un joven guardamarina de 18 años, tercero en la línea de sucesión sin aspiraciones al trono inglés, todavía no era duque de Clarence ni tenía un futuro claro en el Gobierno, pero sí muchas ganas de divertirse.
El “rey marinero” servía entonces en el Barfleur, la nave capitana de la flota inglesa destacada en Jamaica al mando del almirante Samuel Hood, quien autorizó el desembarco de Guillermo y varios oficiales, entre ellos el mítico Horacio Nelson, asegura el historiador cubano Gustavo Placer Cervera.
La visita real tomó por sorpresa a las autoridades españolas de La Habana, que se desvivieron por atender a Guillermo con fiestas y banquetes durante tres días, demasiados para el estricto almirante Hood, que le comunicó al príncipe que partiría sin él si no regresaba de inmediato.
Como su antepasado, el duque de Windsor se dejó querer por la sociedad habanera de la época, que mimó a la pareja con una serie de interminables recepciones, cenas, paseos en yate y bailes.
De esas celebraciones quedan testimonios curiosos como el de una fotografía que muestra a los duques, impecablemente vestidos, -el príncipe con la tradicional camisa guayabera blanca cubana- junto a un Ernest Hemingway informal y en pantalón corto.
A pesar de la agitada vida social, el matrimonio prefería la intimidad del Hotel Nacional.
Todavía no existían los paparazzis y el Nacional aún no tenía casino ni estaba abarrotado de visitantes como hoy, por lo que muchas veces Eduardo, considerado uno de los hombres más elegantes de su tiempo -el nudo de corbata Windsor se nombró en su honor-, vestía ropa casual mientras leía y se relajaba en la piscina.
“Según los trabajadores del hotel eran muy cálidos, no llamaban la atención y cuando hacían una solicitud, lo hacían con amabilidad, para nada con arrogancia”, cuenta Ortiz en la Sala de Historia del Hotel, que exhibe decenas de fotografías de huéspedes ilustres como Winston Churchill, Ava Gardner, Frank Sinatra y Rita Hayworth.
Entre ellas resalta una imagen de Eduardo y Wallis, caminando sonrientes, él de traje blanco y sombrero, y ella con vestido veraniego y un abanico en la mano.
Aunque ya el Apartamento de la República no funciona como tal desde 1992, el Nacional, considerado “un museo viviente”, conserva el mobiliario original en uno de los dos dormitorios de la actual suite presidencial, situada ahora en el histórico segundo piso del edificio.
Quien logre permitírselo puede, además de admirar las vistas que enamoraron al príncipe, colgar su ropa en la percha donde el duque de Windsor colgaba sus trajes de diario y dormir en las dos camas que usó la pareja, inmortalizada a su llegada al Nacional en la única fotografía que adorna la habitación.