Me leí casi sin parar una novela de Marvelis Marrero, El verde de las canicas. Más que leerla, me la bebí, como decía mi papá cuando se encontraba un libro que lo atrapaba. No voy a valorar la novela, no voy a decir está buena o está mala, no quiero escribir una crítica literaria. Solo diré que me sacudió. Me puso delante conflictos que he vislumbrado una y otra vez, pero que por suerte no viví en carne propia: el difícil devenir de muchos niños, marcado por las malas o regulares decisiones de los adultos. Muchos de los traumas de los mayores hay que buscarlos en la infancia. Andamos tan ocupados de nuestros asuntos, que a veces no nos damos cuenta del mal que les hacemos a los niños, a veces sin querer, a veces queriendo. Después el niño crece y él mismo le hace lo mismo a sus hijos, sin querer o queriendo… Lo peor es el círculo vicioso. ¡Cómo admiro a los que han roto! Tampoco voy a contar la novela. Eso sí, puedo decirles que leyéndola recordé a algunos de los niños que compartieron mi infancia. Es más, algunos de los personajes de la historia se parecen tanto a algunos de esos niños que en algún momento sentí un déjà vu. El abusador de la novela, por ejemplo, es la viva estampa de uno de esos niños abusadores de mi propio cuento. No voy a decir su nombre, a lo mejor puede leer esta columna y a lo mejor ahora es una buena persona. Alguien me dijo un día que el niño abusador no tiene conciencia de que está haciendo un mal; piensa, en última instancia, que abusar de los más débiles es una actitud necesaria para sobrevivir en el complejo mundo de las relaciones. Abuso para que no abusen de mí, es la lógica. No me queda claro. No soy psicólogo, pero me parece que hay muchas más cosas detrás. El niño de mi historia es un ejemplo claro: su madre era una mujer prepotente, que maltrataba a los niños del barrio. No es que los golpeara, pero los insultaba. Con semejante ejemplo…
El niño abusador era un año más viejo que yo. Estudiábamos en la misma escuela. El abusador era inteligente, pasaba a los ojos de los maestros como un buen alumno, pero a espalda de los mayores extorsionaba a sus compañeros. Escogía a sus víctimas. Los arrinconaba a la hora del receso y les quitaba la merienda. “¡Dame el pan si no quieres que te parta la boca! ¡Y cuidadito en decirle algo a la maestra o a tu mamá!” Y el pobre niño le daba la merienda. Aquello me hacía hervir la sangre, pero yo era un niño muy tranquilo, muy tímido… estoy tentado a decir que muy cobarde. Conmigo no se metían porque mi mamá era maestra en la escuela y tenía fama de estricta. Tenía amiguitos más valientes, que no se dejaban “agitar”. Pero en la escuela había una ley tácita: no te metas en los asuntos de los demás. Era la patente de corso de los niños abusadores. Un día el abusador le quitó la merienda a mi compañero de pupitre. Le di la mitad de mi pan, pero el abusador vino y se la quitó también. Fue demasiado. Pasé por encima de mi miedo: ¿Por qué haces eso? “Porque me da la gana, ¿quieres ver cómo te quito la tuya también?” —se envalentonó. Me empujó. Me volvió a empujar. No recuerdo muy bien qué nos dijimos, el caso fue que me citó para la salida de la escuela, “para arreglar esto”. Me asusté, pero algo me decía que tenía que acudir al duelo. Cuando sonó el último timbre tuve ganas de huir, pero no me quedó otra que salir por la puerta principal. ¿Y quién les dice que a la salida estaba mi hermano fajado con el chiquito? Alguien le había ido con el cuento y él había decidido tomar cartas en el asunto. Lo zurró de buena manera. El chiquillo se fue llorando. Por la noche su mamá fue a mi casa a darle las quejas a mi mamá: “¡Su hijo es un abusador!” —clamó insultada. “Mi hijo tiene tres años menos que el suyo. Esta historia está muy mal contada” —dijo mi madre. De todas maneras castigó a mi hermano.
La intimidacion, que mal éste de antes y de ahora. Ya no se ve solo en el horario de la merienda, ahora se extiende al FB. Aca en las escuela se han tenido que poner las pilas porque han habido hasta suicidios. Debe haber influido tambien el duro invierno porque yo nunca escuche en Cuba que esto llegara hasta ese punto. Un saludo.
¡Muy bueno, Yuris! Sin leer la novela de Marvelis, excelente narradora y buena amiga, solo por lo que cuentas también me hiciste transportar en el tiempo hacia mi infancia.
Siempre fui enemigo del abuso, y también debí enfrentar a algunos “equivocados”. Desde niño me enseñaron a respetar a los demás, y jamás, ni por mi condición de ser uno de los últimos en la fila de los varones por mi tamaño, abusé de otros.
Desde esta etapa, en las relaciones entre niños, siempre ha destacado la figura del “abusador”. Sin llegar a hacerme el antropólogo o el psicólogo, creo que esa actitud (de algunos) forma parte de la naturaleza humana, la cual en muchos casos es alimentada o exacerbada por los adultos.
Como en las manadas, en las cuales el macho alfa pone las cartas sobre la mesa y aclara las reglas de quién es el que manda, en la especie humana ocurre casi igual, lo que no a la altura de las especies inferiores. Los humanos tenemos el paliativo del raciocinio y la educación, que ayudan a mantener tranquilos o dormidos a esa fiera que llevamos dentro.
Es cierto también, que la educación de padres a hijos, o de adultos a menores, determina en gran medida el comportamiento del muchacho(a), aunque, como en tu historia, el “abusador” tiene alas de ángel delante de la profesora, y por detrás asoma la cola con punta de flecha.
En la adolescencia el rol del “abusador” es más despiadado. La ebullición de las hormonas, el lucirse delante de las muchachitas, y ser el cabeza de grupo, hace a algunos hasta perder la cabeza. Claro, nunca lo hacen solos, ya en la etapa de la secundaria y el pre, aparecen los grupitos, las pandillas, los “caciques” de la escuela, que por sí solos casi todos son cobardes.
Pero, para los demás “antibelicistas”, los “pasivos”, y los tildados como “puntos”, “cobardes” etc., esos abusadores son las primeras pruebas para prepararlos para un mundo que ya no se les pintará más de rosa ni con el calor y la protección materna de los primeros años.
Los abusadores son la primera señal de que vives en un mundo en el que tienes que sobreponerte al miedo y a los obstáculos, y así enfrentar la dura realidad de la vida.
Este artículo me retorna a mi etapa de Secundaria Básica. En esos tiempos – en los 80´s- no sólo el abuso era alumno – alumno. Recuerdo a Cabello 2, o a Heriberto Glez, ambos subdirectores en centros internos.
Las medidas para disciplinar a todos por igual iban desde una limpieza de pasillo que se extendía hasta las 3 am a recogidas de desechos o hasta de espigas, de 100 en 100 o vidriecillos, hasta más allá de la media noche o formaciones perdurables en que hasta te podías orinar en los pantalones sin que pudieras ni siquiera moverte del lugar en medio de plazoletas… Tiempos de abusos y abusadores, víctimas o victimarios, hijos y niños…Marcados muchos por una época la cual deseamos borrar de la existencia de nuestros descendientes. He dicho que para mis hijos no quiero ni becas ni escuelas internas, esa etapa dura que se la coma otro, por si las cosas aun se mantienen bajo los mismos estigmas de abuso…..
Me parece excelente tu narración, amigo mio. En la vida siempre hay situaciones que nos dejan huellas y eso nos hace comprender muchas cosas y aprender otras. Nada es fortuito, todo tiene un por que.
Yuri, es bueno saber que después de leerte la novela has rememorado el daño que nos (hicieron-hicimos) en la niñez. Esa es la intención, buscar un poco de reflexión, en los padres, en lo hijos, en fin, en esta sociedad cada vez más ¿diversa? ¿violenta?. Lo más triste de mi novela, es que algunos de estos niños son, lamentablemente, reales. Y nada, me alegro que la hayas difurtado.
Mis saludos.