Jorge Mañach es una figura ineludible de la cultura cubana. No es, sin dudas, la más complaciente ni la más cómoda de calificar, pero nadie puede pasar por alto su nombre ni su obra si se hace un justo repaso al movimiento intelectual cubano de la primera mitad del siglo XX.
Mañach (Sangua la Grande, 1898- San Juan, Puerto Rico, 1961) brilló como escritor y periodista, y tuvo también una activa vida política en la Cuba republicana. Residió parte de su infancia y adolescencia en España y luego estudió en prestigiosas universidades de Estados Unidos y Francia, pero una vez de lleno en la Isla se convirtió rápidamente en protagonista del telúrico momento que atravesaba el país.
Fue miembro del Grupo Minorista, junto a figuras de la estatura de Alejo Carpentier, Rubén Martínez Villena y Fernando Ortiz, y participó en llamada Protesta de los Trece contra la corrupción administrativa del gobierno de Alfredo Zayas, con el propio Villena, Juan Marinello y José Zacarías Tallet, entre otros.
Fue, además, un férreo opositor al presidente Gerardo Machado, al que enfrentó desde el ABC, la organización secreta de la que fue ideólogo y que derivó en partido político; apoyó la mediación estadounidense en 1933; fue Representante y Senador, secretario de Instrucción pública del gobierno de Carlos Mendieta y Ministro de Estado del primer mandato de Fulgencio Batista, a cuyo golpe de Estado de 1952 se opuso. Finalmente, dejaría Cuba después de la Revolución de 1959, para morir en Puerto Rico.
A la par de su actividad política, desarrolló una reconocida trayectoria académica e intelectual. Doctor en Derecho Civil y en Filosofía y Letras por la Universidad de La Habana, fue catedrático de esta casa de altos estudios y profesor de instuciones docentes extranjeras. Creó la Universidad del Aire, un instructivo proyecto radial, y estuvo vinculado a diferentes publicaciones de la época, como la Revista de Avance y Acción, que dirigió, como también dirigió el noticiero de la emisora musical CMBF y el programa televisivo Ante la Prensa.
Pensador profundo del carácter nacional, Mañach fue autor de obras ensayísticas y de ficción, de críticas de arte y de textos costumbristas, históricos y filosóficos. En su catálogo autoral resaltan títulos como Indagación del Choteo, Historia y Estilo y Martí el Apóstol, su revisitada biografía de José Martí; al tiempo que fueron sonadas sus polémicas con varios de sus notables contemporáneos como Martínez Villena, Lezama Lima, Raúl Roa y Cintio Vitier.
Como periodista mereció reconocimientos como los premios José Ignacio Rivero y Justo de Lara, y escribió crónicas, artículos, estampas y entrevistas a personalidades foráneas como los políticos Charles de Gaulle y Juan Domingo Perón, el filólogo e historiador Ramón Menéndez Pidal y el escritor Azorín.
Un sitio especial entre sus creaciones lo tienen las Estampas de San Cristóbal, de 1926, en las que se acerca a lugares y episodios cotidianos de la capital cubana a través de su óptica particular. No se trata solo de un vistazo de La Habana de su tiempo, sino también de una reflexión del modo de ser cubano, como apunta Laidi Fernández de Juan.
Para ello, se vale del personaje de Luján, alter ego del propio autor, a través del cual y con la excusa de mostrar La Habana a un amigo, Mañach diserta –según refiere De Juan– “de nuestra inconstancia temperamental de criollos, del acento dislocado y del exceso fonético que tiene nuestra conversación criolla, así como del común denominador de alegre tristeza que es muy de nosotros”.
Sus estampas habaneras son, entonces, un retrato doble, de la ciudad y su gente, del país y su carácter visto desde el universo capitalino, que no lo agota pero en muchos sentidos lo representa. Sirva entonces uno de estos textos como tributo a La Habana, justo cuando celebra sus cinco siglos de fundada. Un regalo de Tinta añeja desde el buen periodismo de entonces que es, también, el buen periodismo de siempre.
***
El Prado y lo fundamental
El domingo, a la suave hora del paseo vesperal, topéme, sin pensarlo, con mi viejo amigo, que venía caminando muy despacito — ¿Prado arriba? ¿Prado abajo? — hacia la retreta del Malecón. Según me dijo, acababa de abandonar una peña congestionada en el soportal de cierta sociedad adonde le invitara un su amigo “del tiempo de España”.
— Como San Antonio, hijo, traigo el espíritu. ¿Ves todas esas señoras guapas que circulan por ahí, en automóvil, solas, o bien con su perrito, o con su marido, dando vueltas y más vueltas?… Pues a todas he oído desnudarlas…
— ¿ Eh, Luján?…
— Sí, hijo; a cada vuelta las despojaban de una prenda… Parece que es el deporte de los domingos hoy día. ¿Vamos a la retreta?
Nos incorporamos a la heterogénea corriente humana que avanzaba con espesa lentitud, atraída por la melodía de la banda frente al mar. En abigarrada procesión, con cierto aire cansino de regustado ocio, discurrían junto a nosotros las gentes típicas del domingo habanero. Una señora muy gruesa –los brazos como perniles al aire, mostrando la marca infantil de la vacuna, los polvos de arroz “cortados” en el rostro por el sudor, la obesidad rebosando del amplio cerco del corsé– escoltaba a su hija, extrañamente flaca, de la cual pendía un vestido de encaje color crema y una banda azul celeste. A su lado, un galán se ahogaba locuazmente dentro de su camisa de seda estentórea y su terno de dril encartonado. Más atrás, el esposo beatífico se complicaba la vida comprándole globos al crío cetrinito. Ristras de jovencitas cogidas del brazo hacían arco iris con sus olanes y sus cintas multicolores. Seguíanlas, urdiendo chistes para hacerlas reír, otros tantos adolescentes, más empolvados que ellas. Algunos dependientes del comercio –saco azul, pantalón de franela– pasaban altivamente, arrastrando el bastón, con un aire de interesados en la casa. A veces se dignaban mirar a las criadas en asueto, anchas, con los tobillos descomunales y el pelo pajizo, rondadas más solícitamente por mocetones de tez quemada, que se ciscaban llevándose a la cara las toscas manos, honradamente fileteadas de negro. Algún bracero, recién llegado de la manigua, paseaba azoradamente su “apéame-uno” de color azul violeta y sus zapatos amarillo canario. El elemento llamado por antonomasia “de color” puntuaba adecuadamente la muchedumbre. Y el chino manisero con su repique. Y algún “regular” de caqui, bajo de talla, no obstante muy entallado, con el barboquejo del sombrero pelándole el cogote. Y pilluelos, que atravesaban a destiempo la multitudinaria corriente, irritando a los que llevaban zapatos blancos “de palas”… Aquí, una pareja de muchachas reidoras se desviaba, pisando el césped, y sonsacaba melosamente al policía de “tráfico” para que le diese paso a la acera de enfrente, en cuyo soportal se insinuaba un escaparate modernista de robes et chapeaux. Satisfecha su curiosidad, volvían las dos muchachas a interrumpir el tránsito algo más abajo para incorporarse al paseo…
Luján lo iba mirando y comentando todo con su extraña disposición habitual, entre mordaz y benévola. En llegando al extremo del Prado, allí donde se pasa de éste a la glorieta, como Luján perorase demasiado alto, algunos mocitos insolentes que estaban agrupados en un banco frente a la musa desnuda del monumento a Zenea, hicieron un ruido de trompetilla hacia Luján. Pero éste, que tiene una infinita capacidad de desprecio irónico, ni se inmutó.
— ¿Ves, hijo?… Eso por desentonar. Aquí no se le perdona a nadie que se destaque. El uniformismo y el conformismo son las exigencias cardinales de nuestro espíritu. Pero oigamos la música y miremos al crepúsculo, que son cosas fundamentales.
Nos sentamos en sendas sillas de hierro, al borde de la glorieta. Junto a nosotros pasaban las “máquinas” cargadas de belleza y de perfumes. La voluptuosidad algo dolorosa de un danzón se fundía con el murmullo del gentío, con el zumbido de los motores y el estridor lejano del globero… Allá lejos se acababa de abrasar el cielo. Entre vendas de azul levísimo y algodones de nubes, la gran llaga luminosa del crepúsculo dejaba resbalar lentamente la gota de sangre del sol hacia el enjuague del mar.
Y Luján repetía : “Esto, hijo, esto es lo fundamental.”
gran articuloi