No recuerdo exactamente el día en que fui por primera vez al Estadio Latinomericano, aunque conservo los flashazos de aquel deslumbramiento inicial. Debió ser alrededor del 1965, cuando mis once años quedaron gozosamente cegados por el resplandor de las luminarias y por el contraste intenso entre el verde de la grama y el naranja de la tierra arcillosa. Al impacto visual lo antecedía el clamor que se advertía desde la calle: una masa de ruido formada por miles de gritos, cornetas, cencerros, tumbadoras, sirenas… La sensación era como la de adentrarse en un denso mar caótico, en otra dimensión del aire, en una nueva estancia de la luz. Un mar en apariencia agresivo, pero definitivamente acogedor en su desmesura.
Industriales y Occidentales se medían (jerga beisbolera) sobre el campo. Por la primera vez vi desplazarse en el terreno a los que serían los ídolos de mi infancia: Pedro Chávez (primera base), Urbano González[1] (segunda base), Germán Águila (tercera base), Ricardo Lazo (cácher) y Manuel Hurtado[2] (pícher).
Fui con mi padre. Y en esa ocasión me dijo algo que entonces no comprendí: “¿Estás emocionado? Deja que tú veas el Yankee Stadium.” Esa frase, que para mí fue por mucho tiempo un enigma, devela la peculiar sicología del viejo: en medio de la turbulencia revolucionaria de aquellos días, cuando se había desempolvado la expresión martiana[3] que señala a los Estados Unidos como “el Norte revuelto y brutal”, a él se le ocurría, nada menos, que exaltar al coloso del Bronx por encima de nuestro coliseo, y, por si esto fuera poco, pensar que el menor de sus hijos alguna vez iría allí, como había hecho él en repetidas ocasiones en la década de los años cuarenta. Mi padre había sido un abnegado militante del Partido Socialista Popular que abrazó desde sus inicios el convulso movimiento liderado por Fidel Castro. Era, como sus camaradas, dogmático; pero en pelota, no. Creo que fue la única licencia que se permitió su ortodoxia.
Esa temporada la ganaron, por tercera vez consecutiva[4], los Industriales de Carneado, que dejaron para Occidentales y Granjeros, en ese orden, los otros dos escaños del podio.
Al igual que los templos se consagran a la veneración de tal o cual dios, los estadios son el sitio de adoración de un equipo. Desde entonces, y hasta hoy, peregrino al Latino año tras año sin importar el rendimiento de los Industriales en la campaña. Voy cuando el triunfo parece inminente y cuando no hay esperanza alguna de que el equipo quede en un sitio “honorable”. Igual que a los templos, un va al estadio, como parte del tumulto, a pedir un milagro o a agradecer, por una temporada más, la gracia concedida.
He asistido al latino solo, con amigos, con novias, con esposas, con los hijos. Y siempre es una experiencia memorable. La gente allí hace catarsis, grita lo que no le es permitido en otros ámbitos, se opone abiertamente a la autoridad –en este caso el ampaya– y va a “dirigir” desde las gradas la batalla que se dirime en el campo.
Aún puedo ver a mi hija más pequeña, a sus tres años, subida en una grada, gritando “cuchillero” al árbitro de home, junto a veinte mil aficionados más. Exaltada comunión, implacable espíritu de cuerpo ese que convocan los estadios.
Ir solo al Latino, es decir, solo con los “socios” del barrio, era un verdadero rito de pasaje. Mirando el juego nos atiborrábamos de croquetas y café –el elixir de la “gente grande”– por unas pocas monedas, al tiempo que nos instruíamos de forma empírica en las complejísimas reglas del béisbol, ese deporte insuperable que exige memoria erudita a sus aficionados, y que tiene como ideal máximo de belleza un duelo cerrado de pícheres, sin carreras, ni hits, ni errores: el anti espectáculo para los no iniciados en el juego de las bolas y los estráis.
Indistintamente se usan los términos “aficionados” y “fanáticos” para referirse a los seguidores del béisbol. Y no siempre se emplean bien. La pelota genera más aficionados que fanáticos. Difícilmente se puede defender “con pasión exagerada” el desempeño de un equipo al cual no lo respaldan las estadísticas. La simpatía, la fidelidad están bien; incluso creer en la suerte forma parte de la mística que mueve al espectador, pero si el contrario batea más, lanza mejor y comete menos errores en los lances, la pasión tiene que ceder ante la razón. Quizás eso explique que en los estadios de béisbol no exista un fenómeno similar a las barras bravas, que tantos disturbios y hasta muertes generan en los coliseos dedicados al fútbol.
El Latinoamericano se inauguró el 26 de octubre de 1946, en sus inicios se llamó Gran Stadium del Cerro, y sirvió de sede a los cuatro equipos profesionales del momento: Habana, Almendares, Marianao y Cienfuegos. Los rivales más encarnizados, hasta los tempranos años 60, fueron el Almendares y el Habana, que dividían a la afición capitalina en dos bandos irreconciliables; tanto, que en temporada hasta los matrimonios podían polarizarse en favor de alacranes o leones[5]. Además, sus instalaciones han acogido a espectáculos boxísticos y culturales, y ha sido sede de cuatro campeonatos mundiales: los correspondientes a 1952, 1971, 1973 y 1984.
Si las estrellas citadas arriba fueron los héroes de mi infancia, mi hijo subió a su altar a una nueva constelación: Juan Padilla (2da base), Javier Méndez (Jardinero), Lázaro Vargas (3era base) y Germán Mesa (short stop). Y juntos también vibramos con los desempeños virtuosos de Agustín Marquetti (1ra base), Armando Capiró (jardinero), Pedro Medina (cácher), El Duque Hernández (pícher), Alexander Malleta (1era base), Kendry Morales (bateador ambidiestro) y Carlos Tabares (jardinero), entre tantos citables.
Tenemos los cubanos varios sitios de peregrinaje obligatorio: el Santuario de la Caridad del Cobre, Guáimaro y… el Estadio Latinoamericano. No son todos. Sólo cito los que siento más cercanos, los que interrogan mi sentido de pertenencia a ese ámbito simbólico que hemos dado en llamar “lo cubano”, y a los que puedo interrogar, con total desenfado, siempre que siento flaquear aquellas convicciones más profundas.
En El Cobre está la virgen mambisa, madre por igual de creyentes y ateos, advocación cubana de María. En su veneración hay un fuerte elemento de identidad desde su aparición en la Bahía de Nipes a principios del Siglo XVII.
Guáimaro es la cuna de la República en Armas, allí nació, en 1869, la primera constitución de los cubanos, soporte legal para nuestras aspiraciones de erigirnos como país independiente de la metrópolis española.
Y el Coloso del Cerro es la meca de nuestro deporte nacional, la catedral para un culto que exalta la rapidez, la precisión, la fuerza; pero también la astucia, el pensamiento lógico, la agilidad mental, el acopio de información y el análisis objetivo.
En el 2002 pude cumplir la encomienda de mi padre. Con los escritores cubanos Antonio Benítez Rojo y Miguel Ángel Sánchez visité el Yankee Stadium en su emplazamiento original del Bronx. Jugaron los Orioles de Baltimore contra los New York Yankees; el marcador final favoreció al equipo de la casa. Noche espléndida esa de evocaciones y anhelos. Admiré el Yankee Stedium como después tuve ocasión de admirar el Angel Stadiun de Anamheim y el Marlins Park, cargado de historia, uno; suntuosos los otros.
Debo decir que con la mítica sede de los New York Yankees me pasó lo mismo que a Dulce María Loynaz con el Sena y con el Ganges, ríos inmensos prestigiados en el imaginario mundial desde hace siglos: no alcanzaron para ella las resonancias mágicas del modesto Almendares.
El Latinoamericano fue el escenario de una parte innegociable de nuestra educación sentimental. Lo vivido ahí en tardes y noches fragorosas –incluido el mítico jonrón que le dio Marquetti a Rogelio García en 1986– forma un alijo de sentimientos que se arraigan al alma, los que, no importa a donde hayamos ido a dar con nuestras historias personales, permanecen.
Notas:
[1] Probablemente el bateador de más tacto en la historia de la pelota cubana. En 2864 turnos oficiales al bate sólo recibió 67 ponches, para una frecuencia de uno cada 42.75 comparecencia al “home plate”. (Datos tomados de Rofes Pérez, Rafael: “Urbano González, el pelotero del tacto envidiable.”, en Café Fuerte, 27 de mayo de 2012.)
[2] En siete series nacionales ganó 57 juegos y perdió 23, con un envidiable promedio de 1. 75 carreras limpias permitidas. En la X Serie Nacional lanzó en 15 encuentros, y su PCL fue de solo 0.67.
[3] Carta a Manuel Mercado fechada en Dos Ríos el 18 de mayo de 1895, justo un día antes de su caída en combate.
[4] En total Industriales, con Carneado como mánayer, ganaron el campeonato nacional de béisbol cuatro temporadas seguidas, un récord vigente hasta hoy: 1963, 1964, 1965 y 1966. Luego este equipo volvería a hacerse con el título en 1986, 1992, 1996, 2003, 2004, 2006 y 2010.
[5] Los industriales heredaron del Almendares el color azul de sus trajes; y del Habana, el león como mascota. Esa conjunción feliz refuerza la identificación de los capitalinos con su equipo insignia.