En un reciente intercambio de videos que circuló en las redes sociales, dos hombres cubanos, uno en La Habana y el otro en el sur de la Florida, discutían si había o no cierta normalidad en Cuba. Según el escritor y realizador Eduardo del Llano, hablando desde La Habana, “en Cuba hay una normalidad. Hay una vida normal. Hay gente que investiga, hay eventos culturales, hay eventos deportivos, hay debates intensos, una cantidad de cosas a las que asistir, y hay una vida normal.” Para Eliecer Ávila, en cambio, activista residente en Miami, “hay cosas en Cuba que no han sido normales nunca… desde 1959 hasta ahora.”
Este artículo, sin embargo, no es exactamente sobre Cuba. No es sobre la presencia o no de la normalidad en la Isla –no estoy en condiciones de pronunciarme sobre ese tema–, sino sobre el concepto mismo de normalidad, una reflexión sobre y desde las “entrañas del monstruo”, desde la realidad cultural y política que ha sido la herencia de hijos y nietos de cubanos en los Estados Unidos.
En una carta a Manuel Mercado, José Martí escribió en 1895: “Viví en el monstruo y le conozco las entrañas”. Los años en Nueva York no le fueron suficientes al Apóstol para identificarse con la expansión imperial, para adoptar el espíritu del destino manifiesto, para cultivar una gratitud incondicional hacia el país adoptivo, sino para agudizar la mirada crítica y comprender lo que representaba Estados Unidos para la Isla.
Esta reflexión parte de la premisa de que la perspectiva “desde adentro” sigue siendo relevante para Cuba.
Los hijos y nietos de aquellos cubanos que llegaron poco después del triunfo de la Revolución cubana nos criamos lejos de aquella anormalidad, envueltos en el imaginario del éxodo. Muchos de nosotros, en plena Guerra Fría, nos nutrimos de un anticomunismo visceral.
Algunos albergábamos la curiosidad de viajar a conocer la Isla, de conocer a los familiares que se habían quedado —aunque también a veces aparecía uno que juraba “caerle a batazos” a los que viajaban a Cuba. Nos criamos, entonces, con un imaginario binarista en el que el nuestro era el mejor de los mundos posibles y el de allá, el de Cuba, era el peor.
En nuestra juventud la contienda mundial no se había resuelto aún, los comunistas soñaban con apoderarse de la Tierra, extendiéndose desde el 1959 por América Latina, y vivíamos aterrorizados por el próximo Armagedón nuclear, hasta que por fin, en 1989, tumbaron el Muro de Berlín (yo tenía en aquel entonces veintitrés años), y pocos años después anunciaron algunos filósofos el “fin de la historia”, (yo comenzaba a estudiar teoría crítica) y nos aseguraron, cual Doctor Pangloss, que la democracia liberal que vivíamos era lo mejor.
El pensamiento utópico de ayer, aseguraban amigos, colegas, profesores y filósofos franceses, conducía inevitablemente a la tiranía y la opresión. Muchos años antes nos lo había advertido Friedrich Hayek en The Road to Serfdom, y ya sus profecías se habían concretizado. En nuestro hemisferio, Cuba representaba el último reducto de la anormalidad.
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Nada valía señalar que la normalidad que vivíamos en la misma tierra prometida tenía elementos radicalmente antidemocráticos, evidentes rasgos plutocráticos, que la prosperidad y el confort primermundista —aun en el país más rico del mundo— dejaban atrás a millones, sin techo, sin medicamentos, sin comida suficiente para los hijos. De nada valía observar que los lujos que nos definían venían de otros lugares del mundo donde no había tales lujos.
Comentar estas realidades fácilmente comprobables nos convertía, aseguraron algunos, en “tontos útiles”, en cómplices ingenuos del enemigo.
De nada valía cuestionar esta normalidad excelsa que tanto les había costado crear a próceres y antepasados, normalidad a duras penas alcanzada por inmigrantes recientes, normalidad cuya única alternativa imaginable era ir a vivir bajo una dictadura tropical al sur o tal vez en el este, al otro lado del mundo.
Es natural asombrarse, entonces, cuando en 2020 aparece en las redes sociales un cubano que afirma que en Cuba existe cierta normalidad. ¿Qué normalidad puede haber en Cuba? Nada tendrá que ver, desde luego, con la normalidad que conocemos nosotros, con la normalidad de los que vivimos en el confort primermundista, en las democracias liberales del global north industrializado.
También es natural, entonces, que un cubano radicado en Estados Unidos con profundos conocimientos de la Cuba actual responda que “hay cosas en Cuba que no han sido normales nunca… desde el 1959 hasta ahora.”
“No es normal,” afirma Eliecer Ávila, “que el pueblo cubano no pueda elegir directamente a sus dirigentes políticos. No es normal que todo el poder en Cuba se haya concentrado en una o dos o tres familias. No es normal en Cuba, Eduardo, que al día de hoy, año dos mil veinte, se sigan expulsando a periodistas de su trabajo, estudiantes universitarios de las universidades, se sigan expulsando a trabajadores de sus trabajos por pensar diferente por pensar diferente al Partido Comunista. No es normal, Eduardo, que en Cuba existan más de 140 presos políticos”. Ávila continúa durante largos minutos, enumerando una serie de abusos y atropellos e injusticias, todos desgarradores, todos repugnantes.
Ávila tiene razón. Los abusos y atropellos e injusticias que enumera no tienen justificación, no cabe relativizarlos. Sería una afrenta, observa Ávila, la estrategia de la “anulación” (si es que alguien la emplea) que descubre abusos y atropellos e injusticias en otras partes del mundo para así restarle importancia a lo que ocurre en Cuba.
Todos los que abogamos por la democracia, las libertades, y los derechos humanos civiles y sociales debemos denunciar con Ávila aquel sistema político. Sumo mi voz a ese coro y denuncio a voz en cuello. Podríamos dejar el asunto por resuelto.
Pero aquí radica el problema. Aquí se complica la cosa. En el momento en el que se apela a la “normalidad” del país donde se ha buscado refugio, cuando se apela a esa normalidad que ya varias olas de inmigrantes cubanos han alcanzado y legado a futuras generaciones, en ese momento preciso también se “invita” a echar la mirada crítica sobre esa “normalidad” a la que se apela y en la que se encuentra refugio.
Tengamos en cuenta que Ávila mismo nos informa abiertamente que no sigue las noticias de New York, o de Boston, o de Alaska, ni siquiera las noticias de Miami. Está en su derecho. Lo que le importa a él, como cubano, es Cuba.
Pero no tiene por qué ser así. José Martí pudo en su época observar y reflexionar agudamente sobre la realidad de su país adoptivo. Cuando Ávila observa que la familia que vive en Estados Unidos con menos de $24,000 al año vive en una “extrema pobreza” nada comparable a la pobreza de los ancianos en Cuba, o cuando observa que en ningún país del mundo lo normal es noticia, que en las noticias de Miami nunca se escucha que “miles de cubanos comen la carne que les da la gana, o que llegó el yogurt a tal lado, o que llegó el picadillo a tal barrio, o que pusieron la corriente en Hialeah” porque estas cosas ahí son normales, nos invita a examinar esa normalidad.
Cuando se habla de la debacle venezolana, o cuando nos invita a que se le entregue “la lista de los muertos en democracia que los culpables, en caso de que los hubiese, de esas muertes, no están presos”, entonces sí nos está invitando a ubicar la normalidad añorada en un contexto internacional, en el eje norte-sur por ejemplo, a identificar los criterios universales relevantes, a producir la lista de los culpables de esas muertes, por ejemplo, que en las democracias actuales de México u Honduras o Guatemala o el Cono Sur aún no están presos. Yo, desde la capital misma de la normalidad, acepto esta invitación.
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Empecemos por la prensa, ya que se ha hablado del tema. Pocos días después de una tragedia en el barrio Jesús María de la Habana Vieja que resultó en la muerte de tres niñas, se comprende que Televisión Martí difunde las acusaciones al régimen castrista “por la alarmante situación de la vivienda en el país”, pero ¿no es lícito también preguntar si el embargo económico de Estados Unidos contra Cuba está agravando la situación económica en la Isla, contribuyendo al terrible deterioro urbano y las muertes por derrumbes de inmuebles?
¿Acaso ambas preguntas son válidas? Y si no es posible hacer la segunda pregunta sobre los efectos del embargo en la economía de Cuba, ¿los medios de comunicación en Miami están realmente libres de censura?
La intención no es “anular” unas injusticias aduciendo otras, “tachando niño por niño,” como sugiere Ávila, sino muy al contrario, insistir, sencillamente, que la mirada crítica que muy justificadamente se dirige hacia la Isla se dirija también hacia adentro, hacia la normalidad misma.
Con mucha razón se critica el periodismo oficialista cubano. Pero al mencionar la prensa en Miami, se obliga a uno mismo a extender la mirada crítica a los medios de comunicación en el país que nos brindó refugio, y a evitar a toda costa dar por entendido que el periodismo en Miami represente una especie de normalidad realizada, una especie de modelo logrado, una instancia de the freedom of the press.
El problema de la tesis de la excepcionalidad cubana, la tesis de Cuba como “último bastión del comunismo en el hemisferio” o último reducto de la anormalidad donde nada es normal desde el 1959 –año en el que, por cierto, una gran mayoría de cubanos, por un motivo u otro, rechazó la normalidad imperante hasta aquel momento–, es que nos impide comprender sistemas regionales, mundiales, sistemas aún más poderosos que el Partido Comunista Cubano: toda la dinámica norte-sur.
Nadie niega que el trabajador medio en Estados Unidos tiene mayor poder adquisitivo que el trabajador en Cuba, que en Hialeah se come más carne que en Holguín. O en México. O, últimamente, en la misma Argentina.
Pero en el momento que apelamos a la normalidad estadounidense, a su estándar de vida, o nos referimos a su prensa “normal”, o nos preguntamos públicamente si existen democracias donde los asesinos andan libres, entonces sí nos vemos obligados a pensar un poco más allá.
Nos obligamos en ese momento a preguntar en qué medida Cuba es excepcional, a preguntar por ejemplo si los salvadoreños o los hondureños que también llegan a Estados Unidos, huyendo de sus respectivas democracias representativas y multipartidistas, tienen tal vez tanto o más motivos para pedir asilo que los cubanos. Y si esos países tampoco son normales, ¿dónde está la normalidad? ¿cómo se identifica y cómo se logra?
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Se sobreentiende, desde luego, que la normalidad tiene su verdadera sede en las metrópolis, y nadie negaría que en Estados Unidos el poder adquisitivo es mayor que en el global south, y los derechos civiles más o menos sagrados, a pesar de las incontables violaciones de las mismas.
Quisiera concluir, entonces, con una breve reflexión sobre y desde la normalidad, desde “las entrañas del monstruo”, desde el confort primermundista al que no renuncio por nada en el mundo, aunque muchos insistirán que cualquier crítica del mejor de los mundos posibles justifica la expulsión a una dictadura isleña.
Quisiera dar rienda suelta a la razón aunque digan algunos, como dicen sus homólogos en Cuba, que toda crítica le brinda apoyo al enemigo. Ni aquí ni allá debemos cohibirnos ante esa advertencia.
Aquí en el American Heartland, en el estado de Indiana donde vivo, existe una normalidad de clase media. Hay eventos deportivos, universidades, eventos culturales. Compramos carne en los supermercados, hay dinero para pagar acceso a Internet. A veces hay dinero suficiente como para hacer alguna que otra renovación en la casa. A veces no. Tengo acceso a libros y ropa y electrodomésticos que mis homólgos en Cuba seguramente no tienen. Viajamos libremente a cualquier país del mundo—menos a Cuba, por supuesto, el último reducto de la anormalidad.
De presentarse la opción de cambiar de lugar con un homólogo en Cuba, de cambiar Madison, Indiana por el Cabaiguán de mi familia materna, no lo haría.
No por eso debemos concluir, sin embargo, que esta normalidad metropolitana represente un modelo a seguir, el end of history, la culminación de la Ilustración occidental. Y no considero que unas observaciones críticas de mi parte justifiquen mi expulsión del paraíso, aunque muchos insisten en que sí.
Yo me quedo, como dijo alguna vez una canción popular. Quiero dar a conocer, entonces, que aquí en el Ohio River Valley, en pleno Heartland, uno de cada cinco niños es food insecure. Más de la mitad de los compañeros de mi hija come gratis en la escuela porque sus padres, por su bajo nivel de ingreso, califican para el programa school lunch program, programa que los republicanos, enardecidos con la fiebre de la austeridad neoliberal, quieren recortar drásticamente. El año en que enseñé en la escuela primaria, venían a nuestra casa unos estudiantes vecinos y a veces llegaban los domingos por la tarde sin haber comido.
Aquí en un pueblo que se llama Madison, Indiana, diferentes grupos del Ku Klux Klan han venido cuatro veces en cuatro años para manifestarse en lugares públicos y reclutar nuevos seguidores. La supremacía blanca está en auge, y los hate crimes, actos de violencia motivados por odios raciales, étnicos, o religiosos, han subido precipitadamente tras la elección de Donald Trump.
Los estudios más rigurosos muestran que el trumpismo representa en gran medida una reacción a la presidencia del primer presidente afroamericano, Barack Obama. Cunde la xenofobia, el ánimo anti-inmigrante y algunos cubanos –hay unos diez a quince mil cubanos al otro lado del río, en Louisville, Kentucky– ni se dan por aludidos.
El año pasado, la escuela secundaria en la que estudia mi hija estuvo dos veces en lockdown, por haber recibido amenazas de violencia en una época en la que los tiroteos y las masacres en las escuelas se vuelven cada vez más comunes. En esas ocasiones las amigas de mi hija se envían textos instando a enviar mensajes a las madres por si fuera la última oportunidad de decir “I love you”.
Mientras tanto, los grupos antes extremistas y hoy más bien comunes claman por más derechos para los aficionados de las armas de fuego, y en Indiana pretenden crear santuarios para esos aficionados, desafiando las leyes federales que regulan su uso. Esto, supongo, constituye una especie de normalidad.
En esta región la esperanza de vida, por primera vez en la historia del país, comienza a declinar. Asola una epidemia de adicción y sobredosis por opioides. Un derrame cerebral a uno le puede costar la casa. El 42% de los individuos diagnosticados con cáncer pierden todos los ahorros. En el país más de medio millón de familias por año declaran la bancarrota por deudas médicas. Cada vez más los vecinos sucumben a los diseases of despair—el alcholismo, la obesidad, la depresión, el suicidio.
Las industrias abandonan la región para establecer fábricas en China o en México, la economía sufre, y se culpa a los “invasores” en la frontera con México. En esa frontera se van creando campos de concentración con condiciones infrahumanas, y entre los detenidos se encuentran muchos cubanos que optaron inmigrar por la vía terrestre.
Vivimos en un país responsable de guerras interminables en Medio Oriente que han ocasionado decenas de miles de muertes –un primo hermano mío peleó en Iraq–, un país que ha practicado la tortura —prohibida por la Convención de Génova— desde Medio Oriente hasta Guantánamo, donde la estabilidad política tambalea, y en el que se habla cada vez más de una posible violencia política entre regiones, entre grupos étnicos, entre diferentes campos políticos.
Los sondeos muestran que los estadounidenses sienten cada vez menos confianza en la democracia y en el mismo capitalismo.
A mi juicio, en pleno primer mundo, con un poder adquisitivo envidiable, estamos viviendo una especie de distopía —una distopía con menos hambre, menos represión, y más confort primermundista. Si me obligan a elegir entre las distopías del mundo moderno —entre esta distopía y la de Cuba, lo la de Honduras, o la del Brasil de Bolsonaro, elijo la de Indiana.
Pero en el contexto cubano y cubano-americano, donde la normalidad estadounidense constituye un refugio, y a veces un modelo implícito, quiero sugerir que si bien muchos inmigrantes consideran preferible la normalidad al norte del Río Grande, no por eso representa un modelo para América Latina, ni colma el horizonte de nuestras expectativas.
No existe motivo para pensar que el Washington consensus y la ortodoxia neoliberal introducirán en Cuba la libertad y la prosperidad que no han podido introducir ni en otros países en el global south ni en las mismas metrópolis.
Sigamos criticando la sociedad en la isla, su prensa estatal, su falta de elecciones libres, sus violaciones de derechos humanos, su sistema jurídico, la represión política, el bajo nivel de ingresos de la mayoría de los cubanos. Pero pongamos la mirada crítica también en la normalidad metropolitana que nos dio refugio, y en las dinámicas internacionales, la dinámica norte-sur en particular, el contexto material, histórico, geopolítico en el que hay que operar.
Y si concluimos que el proyecto neoliberal ha hecho estragos en las metrópolis –como aseguran también los indignados en España y les gilets jaunes en Francia–, cabe preguntar qué pretende el mismo proyecto en Cuba.
Quizás en vez de elegir entre los dos “polos”, entre los modelos políticos de Washington/Miami y La Habana, tendría más sentido hacer causa común, insistiendo en una crítica bidireccional.
Critiquemos el embargo, critiquemos la censura, critiquemos el deterioro urbano, critiquemos la represión política, la prensa propagandística, los campos de concentración y la tortura. Y preguntémonos también cómo enfrentar juntos el proyecto neoliberal y sus medidas de austeridad, el proyecto neoliberal con claras ambiciones globales.
Hablemos de colores, miremos a través de un lente: Yo veo a Estados Unidos como una inmensa nube blanca con puntos grises donde se puede hablar, criticar y proponer sobre cómo hacer lo gris blanco o como perfeccionar el blanco, en tanto Cuba es una inmensa nube negra con puntos grises, donde quieren que lo negro lo veas blanco, sin comentarios, sin cambios, sin lentes.
Pero esa blancura de la nube que flota sobre el gobal north, ¿no será la misma que se divisa desde Honduras y El Salvador, desde Haití o México? ¿No se trata, a fin de cuentas, de la blancura del confort primermundista y la relativa establidad política que los países del global south no alcanzarán con el simple cambio de un sistema gubernamental por otro, de una economía política por otra?
el problema es -sin haber visto la discusión entre eliécer y eduardo- que al primero le interesa insistir en la anormalidad para poder vivir de la cubanológía en miami y el segundo no necesita insistir en que cuba es normal, en que la vida en cuba es normal, porque vive acá y de sobra ha demostrado su irreverencia, lo que pasa es que eduardo del llano no alucina… cada país tiene sus problemas y tiene sus dinámicas que son normales y anormal es cuando pasa algo que es infuncional en esa sociedad determinada… pongo un ejemplo sobre estados unidos… allí las armas son un problema, mueren 30 mil personas por armas de fuego al año, pero eso es normal para los estadounidenses aunque los que estamos afuera lo vemos de otra manera… sin dudas, es un problema que tienen y muchos de ellos se preocupan al respecto, pero nunca te dirían que estados unidos no es normal por ello, eso es parte de la dinámica de la vida en estados unidos y así podemos ir a cada país y buscar problemas, pero lo normal es cuando una sociedad es funcional y cuba lo es… el problema es pensar que en cuba nadie es feliz, ni nadie está realizado, ese es el grandísimo problema de aquellos que ven una cuba negra con puntos grises, que son incapaces de ver un solo logro, una sola cosa positiva y por supuesto, para ellos, todo el mundo, absolutamente todo el mundo, es infeliz en este país y eso es un país irreal… decir que cuba no tiene una dinámica normal es hacer tonto análisis exclusivista…
O sea es algo asi como la Teoria de la Relatividad aplicada a la Percepcion de la Vida.
Eureka!!!!
lo mejor que he leido en este sitio (aunque difiera de algunos puntos, por supuesto) y excelente comentario de Camarero… ese si lo suscribo textual… chapó hermano