A dos días de su cumpleaños 103, el legendario Conrado Eugenio Marrero Ramos falleció y dejó vacante la plaza de jugador de Grandes Ligas más longevo del planeta.
“Respiraba, pero con los ojos en blanco”, confesó su nieto Rogelio Marrero a medios internacionales minutos después del fallecimiento del Guajiro de Laberinto, que sentó pautas en la primera mitad del siglo XX con un estilo de pitcheo exquisito, basado en el control y la variedad de lanzamientos.
Estos detalles convirtieron al “Premier” en un verdadero enigma para los contrarios, agonizantes ante las pronunciadas curvas que entontecían a los miles de aficionados apostados en las gradas solo para ver a un artista del montículo.
Por desgracia, jamás tuve en mis manos ni siquiera un fragmento de aquellas memorables obras, nunca nadie salvó un video gris y con lluvia de esos duelos antológicos, lo mismo con la camiseta del Almendares, los Senadores de Washington o el equipo Cuba.
Supe de Marrero, de sus hazañas, de su brazo de hierro, de su longevidad en los diamantes, por las referencias interminables de mi abuelo, que en mis primeras charlas beisboleras me contaba como estuvo a tres pasos de estrecharle la mano cuando vestía la casaca de los Alacranes azules.
Mi abuelo, punto fijo en el Gran Stadium del Cerro, observaba las disertaciones de Marrero domingo tras domingo, en célebres duelos y danzas de ceros, porque hizo de los juegos sin carreras su más cotidiana faena.
“No era grande, ni impresionaba. Al lado de los bateadores de aquellos tiempos parecía un niño flaco. Pero cuando se encaramaba a pitchar ardía Troya, una curva inmensa, con una rosca de las que ya no abundan, todo le rompía bien, y combinaba con una ‘rectica’ contrastante respecto al resto del repertorio”, me relata mi abuelo, que tiene muy claro en su memoria aquellas tardes de béisbol profesional en el Coloso del Cerro.
En su tiempo, Marrero fue simplemente un fenómeno sobrenatural. Dicen que jugaba en tercera base y el campo corto, hasta que un día el lanzador de su equipo fue apaleado y él entró a relevar. A partir de ese momento, hizo del box un santuario, donde protagonizó un sinfín de batallas épicas, la más recordada, quizá, aquella con el venezolano Daniel “Chino” Canónico en el Mundial de 1941.
Después, agrandó su figura en la Liga Amateur Cubana y en la Liga Profesional, con estadísticas de otra galaxia en victorias, juegos completos, entradas lanzadas y lechadas, parámetros muy elocuentes de su durabilidad y resistencia como lanzador.
Pero la máxima expresión de este detalle se encuentra en la década del 50, cuando logró imponerse, con casi 40 años, en el escenario más exigente del planeta, durante una época en la que se paseaban altaneros por las Grandes Ligas de Estados Unidos los míticos Willie Mays, Joe DiMaggio, Yogi Berra, Mickey Mantle o Ted Williams.
Precisamente, Williams lo retrató con unas inolvidables declaraciones: “Marrero es la excepción de la regla. No es muy frecuente para un pitcher saltar de una liga de clasificación inferior como la Liga Internacional de la Florida a las Mayores y triunfar de sopetón. Y no es frecuente tampoco esperar mucho de un lanzador que tenga solo cinco pies, siete pulgadas de estatura y pesar nada más que 158 libras. La tendencia es ignorar los lanzadores que no sean corpulentos y que no puedan tirar muy duro. Marrero desafía todas las reglas.”
Sin números de leyenda (39 triunfos, 40 derrotas, efectividad de 3,96 y 297 ponches) con los Senadores de Washington, “Connie”, como le conocían desde su llegada a las Ligas Mayores, también se ganó el calificativo de fabuloso en un béisbol donde abundaban las fieras, algunas que incluso lo acompañaron en el Juego de las Estrellas del 10 de julio de 1951.
Su muerte, no es más que un tiro de gracia a la historia de la pelota cubana, que pierde una de sus más prominentes leyendas justo en el peor momento desde los albores del deporte en la Isla.