Orlando camina despaciosamente por la calle Reina. A sus más de 70 años, las piernas no le permiten acelerar demasiado, pero, aunque ahora pudiera, me dice, prefiere andar sin prisa y guardar energías para el regreso, o para cuando necesite evadir alguna aglomeración o grupo de transeúntes que siguen como si nada pasara, a pesar de la pandemia de la Covid-19 que hace estragos en el mundo y tiene un número creciente de casos en la Isla.
Va rumbo a la panadería. Lleva puesto un nasobuco de tela y carga una jaba, también de tela, en una mano. “Los hizo mi mujer –me explica–, que sabe de costura y también le ha hecho nasobucos a varios vecinos y amistades, aunque no la hayan sacado por televisión”.
La jaba, por el momento, está vacía, pero Orlando confía en que pueda cambiar esa situación. Además de pan, tiene planeado comprar vegetales y viandas con un carretillero y algún cárnico en una tienda que le quede de camino. “Aunque sea picadillo o salchichas –afirma–, porque para el pollo hay que meterse en tremenda molotera y eso ahora mismo es un poco peligroso. A saber dónde y con quién ha estado toda esa gente que se te tira encima en la cola, por mucho que le digan que deben mantener la distancia, y ya yo estoy muy viejo para andar regalándome”.
Este jubilado de Centro Habana no es el único que piensa así por estos días. La calles, ciertamente, parecen menos concurridas que de costumbre y, de tanto en tanto, se ven policías en las arterias principales o intentando organizar una cola, no siempre con suerte. También hay autos parlantes que alertan a la población sobre el peligro que representa la enfermedad y piden, incluso por favor, que se cumplan las medidas establecidas por el gobierno.
Pero, no obstante, hay más personas de las que uno supondría, casi todas con nasobuco y jabas o mochilas, a pesar del continuo llamado de las autoridades a permanecer lo más posible en las casas para prevenir o, al menos, minimizar la transmisión del coronavirus.
“Si me quedo en mi casa cómo consigo la comida”, me interroga Belkis, 52 años, divorciada y luchadora de la vida, como se autocalifica. “Mis padres ya están viejos y no los puedo estar exponiendo por ahí, y a mi hijo le suspendieron las clases en la CUJAE y casi tengo que amarrarlo para que no salga, ¿cómo lo voy a mandar yo misma para la calle?”
Belkis está, como una veintena de personas más, en una cola en las afueras de una pequeña tienda. La gente, que se distribuye entre la acera y parte de la calle, trata de mantenerse separada, pero cuando el portero abre para dejar pasar a unos pocos –dos o tres, a los que religiosamente echa una solución de hipoclorito en las manos–, el orden se pierde hasta que la puerta se cierra y otra vez las personas intentan distanciarse mínimamente.
“Si esto del coronavirus sigue mucho tiempo –reflexiona la mujer–, la situación se va a poner peor. Y no sé cómo se las van a arreglar para mantener a la gente quieta en base si la comida se pierde. Tendrán que poner más cosas por la libreta (de abastecimiento normado) y ni así, porque por lo que han dicho por la televisión todo lo que hay no alcanza para todo el mundo.”
“Por eso, yo voy a estar saliendo mientras se pueda –remata a través de su nasobuco blanco–, porque de alguna forma tengo que resolver. Pero el plato de comida si no les puede faltar ni a mis padres ni a mi hijo.”
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Mientras los hasta hace poco muy concurridos sitios turísticos de La Habana, como las plazas de San Francisco, de Armas o de la Catedral, o la Bodeguita del Medio, lucen hoy desiertos, sin la sombra de los cientos y hasta miles de visitantes que recibían en cada jornada; otros lugares de la capital cubana mantienen en parte su trasiego.
La calle Obispo no tiene ya a sus sempiternos turistas, pero aun así no le faltan caminantes cubanos. Tampoco a San Rafael, Reina, Galiano, Monte y Carlos III, y a otras calles menos céntricas y populosas, en particular en el entorno de tiendas, mercados y bodegas. También en los alrededores de parques como los de la Fraternidad y el Curita pueden verse no pocas personas, la mayoría en las paradas de ómnibus, pero también otras sentadas en bancos, conversando, ajenos al peligro.
La escena se repite en otras partes de la urbe y del país –según publican algunos internautas alarmados en las redes sociales–, un paisaje en el que alternan los en apariencia despreocupados con los que están fuera de sus casas por necesidad, por trabajo, por algo imprescindible.
Hay más policías en las calles, con sus nasobucos mayormente negros o azules, y estudiantes de medicina y otros trabajadores de la salud, con sus nasobucos verdes, realizando pesquisaje en busca de posibles sospechosos, pero también vendedores ambulantes, parejas que caminan de la mano, bicitaxis, personas que pasean a sus perros, vecinos sentados fuera de sus casas, niños que juegan en las aceras, jóvenes que escuchan música con sus audífonos o la hacen escuchar a todo su entorno con una bocina. Incluso, los bebedores de siempre, botella en mano, y alguna que otra mesa de dominó.
“No saben el riesgo que están corriendo –comenta Ignacio, ingeniero, unos 50 años, visiblemente preocupado–, no tienen idea de lo terrible que es el coronavirus. Tengo una hija en España y las historias que cuenta son muy tristes: cientos de muertos todos los días, miles de infectados, los hospitales que no dan a abasto. Si eso se riega en Cuba, que Dios no lo quiera, mucha gente podría contagiarse y morir. Lo principal es cuidarse, prevenir, pero hay quien parece que piensa que es inmune, que no le va a pasar nada, y en la confianza, precisamente, está el peligro.”
Ignacio está en la entrada de su casa, en el Vedado. Salió a botar la basura y retornó lo más pronto que pudo. Aparte de esta obligación vespertina, apenas sale una o dos veces por semana a su oficina y a hacer algunas compras. Ahora, desde la seguridad de su verja, contempla a varios transeúntes que pasan, algunos evidentemente de regreso del trabajo que caminan a esa hora de la tarde –sobre las 6:30 pm–, ya sea porque vivan cerca o para no tentar la suerte en el transporte público. No todos, sin embargo, están en ese caso.
Varias casas más allá hay unas vecinas en la acera, con unos coloridos nasobucos, que saludan a Ignacio en la distancia cuando lo ven salir de su casa. Este les devuelve el saludo con resignación. Un vendedor de bocaditos de helado –de los que anuncian su pregón grabado en una bocina– pasa en su bicicleta y una de las mujeres le lanza un grito para que se detenga. De otra casa sale una niña con una jaba de nylon y unos billetes en la mano.
Ignacio no puede con la escena y decide entrar de una buena vez a su casa. El vendedor hace lo suyo y vuelve a dar pedales. La niña regresa sobre sus pasos con varios bocaditos de helado en la jaba y las mujeres siguen en la acera, ahora en plan merienda.
“La vida tiene que seguir”, me responde Carmen, una de las vecinas, 30 y tantos, con su nasobuco desarramado y su bocadito de chocolate a medio comer. “El propio Díaz-Canel dijo que había que preocuparse, pero sin entrar en pánico, y ya bastante dura que está la vida para ni siquiera comerse un helado cuando se puede. Si ponen la cuarentena, ya veremos.”
Sus compañeras la apoyan y siguen masticando. Luego, tras unos últimos comentarios, se despedirán hasta el otro día y regresarán a sus hogares. A las 9:00 de la noche, justo con el cañonazo de la fortaleza de La Cabaña, saldrán seguramente a sus puertas y balcones a aplaudir a los médicos que combaten la Covid-19, un homenaje iniciado en otros países que en Cuba se anuncia incluso por el noticiero oficial. Y, después de ello, volverán a su rutina nocturna, a su nueva normalidad.
Una (a)normalidad con nasobucos, pesquisajes, reportes diarios, escuelas cerradas, actividades suspendidas y otras medidas gubernamentales, que tras la alarma inicial de los primeros casos en la Isla y la preocupación por los fallecidos, se va instalando entre la gente, se va haciendo cada vez más normal. En algunos casos, para bien. En otros, no tanto. Peligrosamente.
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Por que los cubanos no se han enterado aún del peligro que nos acecha ,no es lo mismo llamar al demonio que verlo llegar ,decía mi abuelita ,dios nos proteja de todas esas personas irresponsables