El migrante ha devenido parte inseparable del paisaje cubano, y Cuba una auténtica sociedad transnacional. Sociedad insular y emigrada interactúan en los espacios familiares regidos por la intimidad cotidiana, se complementan en múltiples circuitos de intercambio y, por consiguiente, comparten creencias y expectativas. Son inexplicables una sin la otra. Pero a pesar de ello y del impacto que hoy tiene la emigración en la vida nacional —por ejemplo, como apoyos del consumo popular y sostenedores de la balanza de pago— el gobierno cubano muestra un desafortunado rezago en comparación con los avances que los países del continente han tenido en la relación con sus respectivas emigraciones. Ello se refleja en lo que sucede con las llamadas Conferencias de la Nación y la Emigración, que han tenido lugar tres veces (1994, 1995 y 2004) y de las cuales se convocó una cuarta edición para abril de 2020, que ha sido postergada hasta nuevo aviso por la crisis de salud provocada por coronavirus.
Ante todo, hay que reconocer que estas conferencias indican una transferencia positiva de la visión del gobierno cubano hacia la emigración. Desde antítesis hostiles de la nación virtuosa, los emigrados comenzaron a ser percibidos como proveedores de recursos económicos y, eventualmente, como lobbies políticos de bajo costo. Sin embargo, no como actores del escenario político; ni siquiera como poseedores de un capital social e intelectual que pudiera resultar vital en un proyecto de desarrollo nacional. Ello constituye el lastre principal de las conferencias aludidas.
El propio título (Conferencias de la Nación y la Emigración) denuncia su lógica: no es la nación transnacional, ni siquiera la nación y su emigración, sino dos cuerpos separados; la emigración resulta algo así como una emanación cooptada. Luego sufre de un efecto de sinécdoque retórica: por un lado, no es la nación, sino el gobierno quien convoca y fija agenda; por otro, no es la emigración la que participa, sino una parte minúscula de ella, organizada en asociaciones reconocidas oficialmente. De paso, anotamos un dato simbólico: la entidad que se encarga de los asuntos de la emigración es una dirección de la Cancillería, que al mismo tiempo asume los temas consulares.
Estas convocatorias no se han hecho para discutir los problemas nacionales, sino aquellos asuntos “gremiales” que atañen a la emigración: precios de pasaportes, tiempos de estadías, vigencia de los permisos, etc. Todo ello es importante para un mejor flujo de relaciones familiares y humanas en general, pero insuficiente de cara al problema crucial de la sociedad transnacional. De igual manera, les anima el propósito de movilizar cuanta emigración sea posible en línea con la agenda política del gobierno cubano. Las primeras dos convocatorias (1993 y 1994) fueron las más importantes, pues tuvieron lugar en un momento brutalmente crítico de la situación insular, en que se requería con urgencia la afluencia de remesas.
En ellas, la dirección de la Cancillería estableció las pautas que han seguido primando: dialogar con las personas que “…se pronuncian por el respeto a la soberanía nacional, auspician la normalización de las relaciones y son solidarias con nuestro pueblo”. En consecuencia, los participantes tenían que aceptar la agenda cubana en el diferendo con los Estados Unidos, lo que iba desde metas mayores —por ejemplo, el repudio al bloqueo/embargo— hasta cuestiones puntuales resaltadas coyunturalmente, como sucedió en 2004 cuando se incluyó en la agenda la salida de prisión de los cinco agentes cubanos encarcelados en Estados Unidos.
Ese alineamiento respecto al diferendo Cuba/Estados Unidos era un componente medular, toda vez que, según el discurso de los encuentros, el principal obstáculo para una normalización de relaciones entre “la nación y la emigración” residía en la política hostil de Estados Unidos respecto a Cuba. Al mismo tiempo, la Cancillería resaltaba que “no hay posibilidades para manipulaciones políticas ni espacio para las aspiraciones de intervenir en asuntos que, por naturaleza, conciernen únicamente a quienes viven, trabajan y luchan en la patria”.
En resumen, se ha tratado de una extraña calistenia, que otorga el status de interlocutor a quienes reconocieran que no tenían derecho cívico/político alguno en la Isla. Un acercamiento que, paradójicamente, solo podía realizarse en el extrañamiento. Pero también resultaba un mensaje binario, que seguía excluyendo las vivencias y experiencias de la mayoría de los migrantes y, por tanto, inaceptable para personas que habían sido expropiadas de derechos y de propiedades, en ocasiones maltratadas y discriminadas, y a las que ahora se les invitaba a entrar a un espacio del que habían sido expulsadas.
Afortunadamente, como antes decía, la normalización de relaciones entre las comunidades cubanas en la Isla y en la emigración ya está en marcha mediante un sinnúmero de intercambios que modela las vidas cotidianas de sus integrantes, a lo cual ha contribuido la modesta ampliación de los servicios de internet en la isla. Temo, sin embargo, que el relegamiento del tema político hace tenso y escabroso el itinerario hacia una normalización.
Lo que aquí llamo el tema político se refiere a la ciudadanía y sus derechos. Sin intenciones de emitir juicios históricos sobre un tema muy complejo para las mil palabras de este artículo, habría que decir que, desde 1959, el proceso político cubano ha significado una expropiación de derechos sin parangón en la historia continental, en lo que a la emigración se refiere. Los emigrados perdieron el derecho a la residencia, al tránsito, a la propiedad y a funcionar como sujetos civiles y políticos. Desde los 90 se han conseguido magros avances, que no afectan en lo esencial la expropiación de derechos.
La última constitución es un ejemplo de ello. El asunto de la ciudadanía se trama en seis artículos, y solo en uno se menciona de soslayo el asunto de los emigrados, al afirmar que en lo adelante será legal lo que antes sucedía en la penumbra: el Estado cubano tolera otras ciudadanías, pero obliga a todos los cubanos a funcionar como tales en cuanto a deberes dentro de la isla, sin derecho a la renuncia.
Habría que reconocer, sin embargo, que cualquier normalización es, en este sentido, muy compleja. Entre los emigrados y el gobierno cubano hay más cuotas de resentimiento que motivos de cariños. Si asumiéramos, muy hipotéticamente, que el gobierno de la Isla les decidiera restituir plenamente sus derechos, no pudiera hacerlo sin una cirugía mayor del sistema político insular. Para poner un ejemplo, no habría manera de hacer participar a los cubanos emigrados en la constitución del gobierno, pues este se configura desde un ejercicio electoral muy discreto y duramente territorial. Se puede pensar en diputados de ultramar, pero ello implicaría un escollo en cuanto a la nominación. Todavía imaginando, para el sistema sería intolerable que grupos de emigrados intentaran usar sus derechos de expresión para reconstituir la esfera pública sencillamente interpretando de manera laxa el contenido del capítulo II de la Constitución.
En consecuencia, por el momento, debemos esperar algunos breves cambios positivos como rebajas de tarifas, alargamientos de los permisos y autorizaciones mayores para captar recursos económicos. Pero no más. Cuba seguirá siendo, desafortunadamente, una sociedad transnacional coactada por políticas vetustas incompatibles con el siglo en que vivimos.
La emigración cubana ha sido una carta en el rejuego político de ambas partes. Me atrevería a afirmar que desde hace rato quien más la emplea son los centros de poder de Cuba aunque el uso que le da está repleto de manipulaciones mañosas y trampas, dada la propia naturaleza de un régimen autoritario. No habría necesidad de hurgar mucho en el pasado para encontrar los episodios de Camarioca, de Mariel y el de los llamados balseros. A los mandantes en Cuba les interesan bien poco las carencias de quienes vivimos aquí. Los emigrados son vistos solamente como fuente del otrora despreciativo dólar. Proveedores de dinero que fluye para sostener a sus familiares en Cuba porque aquí no pueden vivir de las miserias que les proveen los gobernantes que de paso nos tratan como basura. No existe ningún interés serio de atender las justas demandas de los emigrados. Solamente ver que les dan la dádiva de participar a aquellos que se pliegan a exigencias. Saludos.
Totalmente de acuerdo.
Excelente análisis de Haroldo Dilla. Efectivamente la política del gobierno cubano ha sido la exclusión de derechos hacia los emigrados como hacia la población cubana: ni derechos económicos, ni derechos sociales , ni derechos laborales, ni derechos culturales, jurídicos civiles, ni derechos políticos, ninguno reivindicable ni justiciable en la isla. La política de incentivos hacia la emigración no aparece, como tampoco desaparece la política de maltrato a los ciudadanos dentro y fuera de la isla.No hay voluntad política del gobierno para respetar los derechos ciudadanos.
Leí hasta el final deseoso de encontrar la comparación con los avances que los países del continente han tenido en la relación con sus respectivas emigraciones. Agradecería que se abundara en el tema.