El poemario Hojas de papel volando, de la escritora y dramaturga colombiana Patricia Ariza, inspiró al Estudio Teatral de Santa Clara, a Roxana Pineda, a crear una obra homónima, una suerte de revelación de su acercamiento a la vida de la suramericana no solo a través de sus versos, sino de su vida, que viene siendo lo mismo.
Viste de negro y al parecer llora a algún muerto. En realidad no llora, solo luce triste. Disimula con vino la mueca en su rostro y, cuando siente que las palabras se le amontonan demasiado rápido en la garganta, las canta altísimo con perfecta afinación. Se llama Patricia, pero bien pudiera llamarse Roxana, o Amanda, o Lucía, o tener simplemente cualquier nombre de mujer. Porque Hojas de papel volando es, definitivamente, un poema feminista, siempre apasionado, a ratos nostálgico y sin excesos. Es decir, el sentimiento a punto de desbordarse se contiene, la risa nunca alcanza a cortar el aliento, la canción no dice más allá de lo que ella, Patricia, necesita que diga. Hojas de papel volando no ha venido a Mayo Teatral a reflexionar, sino a provocar.
A Roxana le late la colombiana, sus penurias, el nadaísmo, la política. Lee el poemario y se dobla encima de una mesa. Un olor a sexo ahumado, casi sucio, envuelve a la platea, que se reconoce en un gesto, en una estrofa, y se reduce en su asiento cuando la mano lleva el cuchillo al cuello y lo desliza despacio, amenazante. A la mujer hay que cuidarla, dice Patricia, aunque no se deshaga de las limitaciones porque aún debe planchar las banderas de la libertad.
Y todo el poema –la obra– ha transcurrido de la mano de una dramaturgia, a mi juicio, resultado de la experimentación y la búsqueda constante que han caracterizado por más de veinte años al Estudio Teatral de Santa Clara, nacido, como escribiera la propia Roxana, como un gesto de rebeldía para rechazar la banalidad, la superficialidad, para rechazar el facilismo y las injusticias.
Y no dudo que la Ariza, (incapaz de desprenderse de la sensibilidad artística que se mezcla con su compromiso político), se haya reconocido en el rostro desesperado de Roxana, sudando a mares, evocando una vida sumida en la violencia, el partido Unión Patriótica, los posteriores asesinatos de muchísimos de sus miembros, el exilio de su hija en Cuba, las escoltas, el revólver en el bolso aún durante las funciones, la depresión, y el teatro como único oxígeno. “Yo soy como una mesa de tres patas que nunca está derecha: soy feminista, revolucionaria y artista. Con las mujeres aprendí cómo convertir en el teatro el dolor en fuerza”, diría hace poco en una entrevista para el sitio colombiano No habrá paz sin las mujeres.
Todavía la obra no termina y tenemos la certeza de haber asistido a todas las luchas que libra el personaje. Uno no sabe dónde termina Patricia y comienza Roxana. El discurso, aparentemente sin sentido, se mezcla con la historia de un movimiento, de un país y de una mujer, para finalmente tomar forma. Lo decía de la propia Roxana Pineda en notas al programa: “Todavía no conozco bien el rostro de este espectáculo. Todavía se me aparece como algo extraño. Lo que conozco bien es todo lo que está escondido en el subsuelo de su imagen visible, un nexo que me impulsa a sostenerlo con esa energía que quiero contener y se desborda”.