En enero de 2017, estaba en una cola en la Habana para darle a un funcionario de inmigración mi nombre, número de pasaporte, edad, estatura y, por supuesto, mi raza como parte del proceso de solicitud de mi carné de identidad.
Una mujer cubana de piel mulata y de unos treinta años de edad anotaba mi información; cuando me preguntó sobre mi raza, inmediatamente le dije “negra”. Denotó perplejidad en su rostro y me dijo: “No, tú no eres negra; eres mestiza o por lo menos mulata.”
La palabra mulato, al igual que su equivalente en inglés, describe en Cuba a la persona con ascendencia mezclada de negro y blanco, y puede tener otros matices como mulato claro para los cubanos de piel más clara cuyos rasgos “negros” son obvios (pelo espeso o labios y nariz gruesos). Mestizo denota en otros países latinoamericanos la mezcla de español con herencia indígena.
No obstante, las enfermedades y la violencia introducidas por los españoles cuando Cristóbal Colón llegó en 1492 casi exterminaron a la población taína que vivía en Cuba; por eso, según los paradigmas raciales en Cuba, mestizo describe a la persona racialmente mezclada, de piel más clara, que no tiene obviamente un linaje totalmente español o africano.
En el otro extremo del espectro de colores, los cubanos usan el término negro o prieto para describir a quienes son obviamente descendientes de africanos y tienen la piel más oscura.
He escuchado incluso la palabra trigueño para describir a alguien de pelo lacio negro, rasgos finos, pero de piel mulata clara; y chino es el cubano con rasgos asiáticos.
La historia cubana de mezclas raciales y la consiguiente terminología racial es la base del conflicto creado entre la funcionaria de inmigración y yo alrededor de mi carné de identidad.
Durante unos minutos, intercambiamos opiniones sobre si yo era negra, mulata o mestiza. Mis argumentos eran que mis padres eran negros, yo me auto-identificaba como negra y deseaba que mi carné reflejara esa identidad.
Incluso intenté participar en ese proceso de clasificación cubano cuando decía que estaba dispuesta a que se me considerara mulata porque así me llaman comúnmente en las calles de la Habana. Pero la denominación de mestiza llevaba las cosas demasiado lejos.
La funcionaria escuchaba, reía satíricamente y al final dijo; “Perfecto, “negra” está bien”.
Me quedé tranquila, ayudé a los estudiantes en mi grupo que hablaban menos español a completar sus respectivos formularios de solicitud y esperé para recoger los documentos terminados. Como pueden imaginarse, unas semanas más tarde me sorprendí y me molesté cuando me dieron mi carné con la palabra “Mestiza” en la casilla dedicada a la raza.
El sistema racial cubano no solo interpretó mi apariencia sino mi estatus de clase, o por lo menos también interpretó mi posición como estudiante de doctorado.
Otros me explicaron luego que probablemente la funcionaria me elevara la categoría de mulata a mestiza porque yo estaba al frente del grupo de estudiantes, era educada y estaba en el proceso de ser profesora.
Desde mi primer viaje a Cuba en 2003, cuando pasé 30 días de julio con un calor sofocante de verano en Yaguajay (un pequeño pueblo al norte de la provincia central de Santa Clara) hasta el momento de redacción de este libro, he realizado más de 20 viajes a la Isla.
El más largo fue una estancia de seis meses en la Habana durante la cual dirigí un programa de verano de estudios en el extranjero para estudiantes de pregrado ávidos de conocimientos. Cuba ha cambiado mucho en los diez años que llevo viajando a esa isla, una década que ha coincidido casi exactamente con el proceso de reconstrucción que sucedió al período especial.
Cada día hay más turistas extranjeros que arriban o salen de grandes hoteles administrados conjuntamente por empresas cubanas y europeas o canadienses. Los cubanos han abierto pequeños negocios para la venta de productos variados, desde manzanas o discos compactos hasta servicios como cuidado de uñas (manicure) u operaciones de contabilidad.
Abundan los debates públicos sobre el legado y el futuro del país a medida que envejece el liderazgo de la revolución y transfiere la autoridad a una generación de revolucionarios nuevos, más jóvenes, pero igualmente anti-imperialistas y socialistas.
Solo una cosa no ha cambiado en mis muchos viajes de investigación a La Habana, Trinidad, Santiago y Yaguajay. Siempre me preguntan “¿Tú eres cubana?” Cuando respondo “No, con una sonrisa entre labios, comienza el inevitable juego de adivinanzas: “Entonces tus padres son cubanos, ¿no?” “¿Tienes parientes latinos?”
En cada ocasión repito que soy una afroamericana de Carolina del Norte, cuyos padres, abuelos, y bisabuelos son de los Estados Unidos, descendientes de los esclavos. “Ah, pues pareces una cubana,” siempre me responden los curiosos para luego continuar con la conversación.
Las primeras veces que esto ocurrió, me sorprendió la insistencia en tratar de descubrir mi ciudadanía en otro lugar que no fuera en los Estados Unidos; y me asombró aún más la aparente insatisfacción de los cubanos cuando trababan de clasificarme sólo en la categoría de afroamericana o simplemente “negra”.
Soy una mujer de piel clara, de ojos pardos y casi siempre llevo mi cabello con un estilo Afro, natural y encrespado. No estoy ni más ni menos mezclada que cualquier otro afroamericano del sur de los Estados Unidos; o sea, no puedo identificar en mi linaje familiar ni siquiera un solo ancestro blanco en particular, solo un conjunto de otros “negros” cuyos matices de color de piel van desde súper claro o “amarillo/jabao” —como le dicen algunos miembros de mi familia— a muy oscuros.
A mí no me asombró ver personas con varios tonos de piel en una familia cubana, ni expresé resistencia a aceptar el predominio de parejas “interraciales” en la Isla o las variadas texturas del pelo de las mujeres cubanas.
Estas características parecen bastante normales. De hecho, con la excepción de los cubanos más claros con ojos azules o pelo rubio que conocí en las provincias menos integradas racialmente en las zonas rurales de Cuba, confiaba en que todos estos cubanos de pelo encrespado y con algún tono mulato en su piel eran “negros” al igual que mi familia.
No podía estar tan equivocada, o tener tanta razón. Después de todo, acepté mi carné de identidad con la clasificación de “mestiza” en 2007, y desde entonces me he adaptado a las disímiles formas en que los cubanos me juzgan y yo los juzgo; sin embargo, estas experiencias me han enseñado más que cualquier libro que haya leído sobre la raza como una construcción social.
No solo las clasificaciones raciales se construyen socialmente, sino que ese proceso cambia, se revierte y evoluciona basado en sistemas raciales nacionales, regionales y locales.
En los Estados Unidos, soy “negra” o afroamericana en cualquier formulario de solicitud que necesite llenar. Pero en mi ciudad, en Charlotte, Carolina del Norte, también muy frecuente me llaman “amarilla,” “negra clara,” o “jabá”1 para denotar mi color de piel en una comunidad negra. Y en Cuba puedo ser mulata o mestiza en dependencia de si el observador conoce mi educación o mi trabajo.
Al escribir este libro, tuve que decidir de qué manera interpretaba la racialidad en el tiempo y el especio para mis lectores angloparlantes. Preferí usar los términos “afrodescendiente”, persona “de color”, “negro” y “mulato” indistintamente para referirme a los descendientes de africanos que viven en Cuba.
Cuba nuestra: “Pensar políticas públicas específicas contra la desigualdad racial”
Este uso es similar a los términos utilizados en los documentos históricos primarios, donde las palabras y frases “negro”, “mulato”, “raza de color”, y “gente de color” son muy comunes. Mis términos preferidos para referirme a los grupos de afrodescendientes en la Isla son “negro” o “negros y mestizos”.
Conozco muy bien la diversidad de experiencias cubanas en dependencia de la localidad, la clase social y el color de la piel que se diluyen en términos tan generales como “afrocubano” o “negro”.
Sin embargo, comprender el legado de la racialidad y la Revolución en Cuba es analizar la “permanente lucha por recursos, riqueza y poder” que se asocia a las categorías raciales, en particular al color de la piel, en las Américas.2
En la actualidad, los activistas negros y mestizos en Cuba usan y reivindican términos como “afrodescendiente” y “afrocubano” o simplemente “negro” para exigir igualdad racial en el siglo XXI.3
Mi terminología pretende reflejar estos cambios contemporáneos. La mezcla de razas ha generado una larga lista de palabras para describir la cercanía o la distancia que una persona tenga con lo negro, pero ello nunca significó que se haya dejado de hablar de o aludir al tema de la raza.
Cuando en Cuba alguien quiere señalar la identidad grupal del negro, se prefiere rozar el antebrazo en un gesto sin palabras apuntando al color de la piel —una señal sutil y visible de la condición de ser negro— que decir algo.
A veces los gestos o las imágenes conllevan más que las palabras. En fin, los cubanos de ascendencia africana experimentaron la revolución individualmente o colectivamente, y este libro intenta sacar a relucir esas experiencias con los términos que se usaban o se usan al mismo tiempo que evita cualesquiera de las ideas universales sobre la condición social del negro.
Donde mis mejores esfuerzos en el uso de la lengua y en la traducción no bastaron, incluí citas de las historias orales (en inglés y español), fotografías y caricaturas políticas para que los lectores puedan apreciar con sus propios ojos las múltiples maneras en que los cubanos manifiestan la racialidad.
*Este texto es un epígrafe del libro de la Dra. Devyn Spence Benson Antiracism in Cuba. The Unfinished Revolution, University of North Carolina Press, 2016. El libro se encuentra traducido al castellano por Samuel Furé Davis, en proceso de ser editado en esta lengua.
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Notas
1 La autora utiliza el término “redbone”, muy común en el sur de los Estados Unidos. Se refiere literalmente a la persona negra de piel clara o con tonos rojizos en su piel y su pelo. Sin embargo, socialmente se refiere, en la cultura negra de los Estados Unidos, 1- a la mujer de piel clara o muy clara, de ascendencia africana (no de herencia cultural latina o hispana); 2- a la mestiza resultante de la mezcla de africano y europeo (negro y blanco, no negro y asiático); y 3- a la hija de padres negros, pero tiene su piel inexplicablemente clara. Según la autora, al hombre en el sur de los Estados Unidos también se le puede llamar “redbone”, pero el término tiene una carga semántico-descriptiva tan asociada a la mujer que no es correcto utilizarlo en el lenguaje coloquial cotidiano. Además, el término ha adquirido connotaciones sexuales referentes a las mujeres de piel clara. Cada cultura tiene su propio término para esta apariencia física y étnica; en Cuba, “jabao” o “colorao” son las palabras más usadas, aunque las connotaciones culturales descritas son propias del sur de los Estados Unidos solamente. (Notas del traductor, Samuel Furé Davis)
2 Sanders, Mark A. A Black Soldier’s Story: The Narrative of Ricardo Batrell and the Cuban War of Independence. Minneapolis: University of Minnesota Press, 2010. p. xi.
3 Rubiera Castillo, Daisy, and Ines Marfa Martiatu Terry, eds. Afrocubanas: Historia, pensamiento, y prácticas culturales. La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 2011.