A Queli le encantan los turrones de coco y de ajonjolí. Su sonrisa permanente anuncia buen carácter, tal vez por eso luce más joven, “sin edad -que esas cosas no se preguntan a una mujer”. Ella pertenece a la séptima generación descendiente de los Venet Danger, familia que ha mantenido viva la sociedad Tumba francesa La Caridad de Oriente, en Santiago de Cuba.
Todavía no sabe cocinar, en espera de que su madre algún día le revele secretos guardados por siglo y medio. Sin embargo, asume responsabilidades como “para decirle a usted”: es la Mayora de Plaza, o gobernadora de salón, y además toca el tambor catá, instrumento guía de la percusión. “Sin catá no hay tumba francesa”, dice con orgullo.
Estos de aquí son los mismos tambores desde que surgió la sociedad el 24 de febrero de 1862. Aun así se conservan en perfecto estado, cual reliquia viva, pues los propios tumberos los reparan y afinan. Cuentan que durante las guerras de independencia algunos de esos rústicos troncos ahuecados sirvieron para transportar armas.
Ya empieza la fiesta. Porque eso es lo que significa tumba: alegría, jolgorio. Lo de “francesa” viene por la emigración francohaitiana de finales del siglo XVIII, cuando estalla la revolución en Saint Domingue. Así, los esclavos combinaban el refinamiento de la corte de Versalles, practicado por sus amos, con las danzas y cantos africanos.
Influencias del minué y la contradanza le aportan suavidad y donaire a los movimientos, con pasos galantes, casi sin levantar los pies del piso. El roce de las amplias faldas se convierte en murmullo, mientras las marugas adornadas con cintas de colores acompañan el coro.
Luego, la percusión le pone intensidad y ritmo, en una mezcla al parecer imposible, pero que fluye sin más esfuerzo que el de disfrutar. Algunos especialistas consideran que esta manifestación centenaria es un antecedente del guaguancó y la rumba cubana, y tiene elementos comunes con el changüí y las comparsas.
Entre los bailadores hay uno que apenas llega a los hombros de su pareja, pero le sostiene la mano como un caballero. Es el hijo de Queli, se llama Kevin y tiene 8 años. Poco importa la edad si él ha nacido para esto, y lo demuestra en el frenté, “duelo” donde se enfrentan el bailador y el premier o tambor madre.
Ellos llaman “jerigonza” a la unión de créole, español y francés que se da en los cantos. El amor, la patria, la vida diaria, lamentos y desdichas, también sátira, eso expresan sus voces y rostros cada martes y jueves en la noche.
Hoy todo es alegre en el número 268 de la calle Carnicería, un caserón colonial donde los vecinos siempre se asoman a mirar la representación. “Quien venga aquí – afirma Queli- va a encontrar un ambiente de paz, armonía, espiritualidad”. Según la costumbre, una bandera cubana preside la sala, junto a la Virgen de la Caridad del Cobre, Patrona de la isla, y retratos de generales mambises.
Entonces viene la tajona, danza donde se tejen y destejen cintas rojas, azules y blancas alrededor de un mástil con una estrella en la punta. Puro símbolo, como si ahora mismo estuvieran haciendo el destino de la nación.
Para cerrar el público tiene que abandonar sus taburetes y sumarse al baile. “No es solo para que se sienten a mirar –explica la Mayora de Plaza- , sino también para que interactúen con nosotros, eso los motiva a conocer y hacer preguntas”.
En 2003 la UNESCO otorgó a la tumba francesa la condición de Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad. Sagua de Tánamo, en Holguín, y la ciudad de Guantánamo, acogen sendas instituciones similares a esta, las cuales mantienen contactos con determinada frecuencia. Sus primeros escenarios fueron los antiguos cafetales del Este cubano, mientras las culturas del Caribe insular devienen matriz por excelencia. “Es la misma raíz, aunque los hijos no sean iguales”.
Los 25 integrantes de La Caridad de Oriente heredan un largo proceso de transculturación que ha motivado varias investigaciones, documentales y libros. En su condición de protagonistas, se nutren de la savia de antiguos miembros, yendo a sus casas, conversando con ellos.
La familia trasciende los lazos de sangre, porque lo más importante es el amor. De esta forma, la sociedad crece con quienes conservan apellidos de ancestros esclavos: los Duvergel, los Bonne, Despaigne, Lescay; más aquellos que se acercan por afinidad. Cada mes abonan una cuota empleada para mantener los instrumentos, vestuario e instalaciones.
A Queli le gusta mucho conversar. “Si me dejan, estamos aquí hasta mañana”. Es que no puede disimular la pasión por la tumba, sus historias, el legado de la bisabuela Consuelo Venet Danger, o simplemente Tecla, como llamaban todos a la reina cantadora y voz prima.
En el saber popular los espejuelos son signo de inteligencia. Con Queli se confirma esa máxima, así que seguramente no le será difícil aprender el punto del congrí, la textura del arroz con leche, el amargor exacto del café. Carnes asadas, ajiaco, frituras de bacalao, empanadillas, harina de maíz, viandas aliñadas, ponche, el pru oriental y la horchata completan el patrimonio culinario de la familia.
Antes de partir el visitante es convidado a una bebida especial: infusión de menta, anís, limón, mejorana y hierbabuena, ligada con ron. Y se va contento, siguiendo el sube y baja infinito de las calles santiagueras.
Bravo Eileen!!!, gracias por develar algunos detalles de la Tumba que ignoraba. Saludos desde Santiago.