Di con él a mediados de los años 80, de la mano de un chileno que después se fue a vivir al Perú. Había formado un trío apropiándose de sonoridades diversas, sobre todo del reggae jamaicano, que hasta entonces suponíamos exclusivo de Bob Marley o, a lo sumo, de Eric Clapton. La apuesta por la música de la otredad fue como una marca indeleble que lo caracterizó desde que su grupo se presentaba ante un público alternativo en los brumosos clubes londinenses de la época.
En materia de textos, los suyos eran elaborados con equilibrio y linealidad, según corresponde a un conocedor de la literatura inglesa, esa que por su capacidad de síntesis hizo sucumbir a Borges: contaban historias de prostitutas (“Roxanne”), aventuras estrambóticas (“Walking on the Moon”) o lanzaban al mar mensajes más bien desesperados (”Message in a Bottle”) que nos atraían no solo por su sentido intrínseco, sino también porque vivir en una isla comporta siempre, de alguna manera, un imperativo antropófago que lleva a tratar de conectarse con el mundo, más en un contexto donde hacerlo no era precisamente un dato cotidiano.
Más tarde siguió solo. En su primer disco, The Dream of the Blue Turtles (1985), reincursionó en el mundo del jazz juntándose con músicos de la talla del afroamericano Branford Marsalis, un virtuoso del saxo quien también anduvo alguna vez por La Habana.
Y como en una suerte de tributo a la ciudad donde se habían fusionado musicalmente los negros y los blancos, compuso “Moon over Bourbon Street” —la mítica calle del Nueva Orleans de carnaval y francachela, allá en el Barrio Francés— que en su tragicidad es como un himno imposible de no evocar para todo aquel que alguna vez haya caminado por ella.
En Nothing like the Sun (1987), tal vez su mejor disco, incluyó “They Dance Alone”, una extraordinaria tonada que mezclaba la sencillez y el lirismo con la condena a los desaparecidos por la dictadura de Augusto Pinochet y a quienes entonces la apoyaban. No mencionó nombres, pero sí un “dinero externo” que equivalía, más o menos, a la bandera española que impidió a José Martí entrar en el local donde se presentaba una bailarina, evidencia de que compromiso y propuesta estética necesitan de buen maridaje para que la fórmula funcione de veras; de otro modo, cae.
Con “Fragile”, un madrigal a la vida, dejó clara una filosofía que le viene de los años 60, forjada al calor del movimiento proderechos civiles: no perdura lo que proviene de la violencia. En otra canción acudió a unos violines pellizcados para denotar sus pasos por las calles Nueva York, que recorría con la sensación de sentirse un caballero inglés defendiéndose de la alienación y la violencia mediante su sentido del humor, otra de sus cuerdas distintivas como artista.
Seis años después, en Ten Summoner´s Tales volvió al pop y siguió contando historias, esta vez a la usanza de un viejo trovador. Fue su homenaje a Canterbury Tales de Chaucer, uno de los monumentos de la literatura anglo. En el disco figuran dos canciones clásicas que sin dudas perdurarán: “It´s Probably Me” y “Fields of Gold”, escoltadas entre otras por una historia lúdico-cómica acerca de la rivalidad entre dos pretendientes (”Seven Days”) y por la trágica narración sobre un jugador de naipes (“Shape of my Heart”) donde la poesía vuelve a campear.
En Brand New Day (1999) fue más lejos al asumir la música del Magreb en “Desert Rose” y enrolar al argelino Cheb Mami, uno de los mejores vocalistas del mundo árabe. Y también la de Brasil en “Big Lie, Small World”. Se trataba de dos maneras de profundizar su antietnocentrismo y de reconocer la validez de las tradiciones musicales del Tercer Mundo sin la más mínima dosis de paternalismo, algo que iniciaron los Beatles y Led Zeppelin con los instrumentos y las sonoridades hindúes y árabes, respectivamente, y después Paul Simon con los coros sudafricanos que tanto reverberaron en The Lion King.
Entrado el nuevo milenio, su ecumenismo pareció no tener límites, primero al incorporar justamente la tradición musical de la India (Sacred Love, 2003) mediante Anoushka Shankar, la hija del mítico citarista que entrenó a George Harrison, y más tarde, al laudista bosnio Edin Karamazov en su Songs from the Labyrinth, un homenaje al compositor y músico isabelino John Dowland (1563-1626).
Un artista redondo, si los hay. Estos son solo hitos de una trayectoria que, por derecho propio, merece un ensayo mayor. Este hombre se llama Gordon Matthews Thomas Sumner, acaba de cumplir 69 octubres, pero se le conoce como Sting o el Aguijón desde los días en que cantaba y tocaba el bajo en The Police en aquellos clubes londinenses donde (también) aquel chileno y yo hubiéramos querido estar.