Que tres millones de niños queden excluidos del sistema educativo de su país es una verdadera tragedia. Y eso está pasando hoy en Filipinas donde, por la pandemia de COVID-19, se ha impuesto un sistema de enseñanza exclusivamente a distancia al que no pueden acceder los más pobres de los pobres.
El presidente Rodrigo Duterte lo dijo bien claro, no habría clases presenciales hasta que no se pudiera vacunar a la población contra la COVID-19. El curso escolar 2020-2021 comenzó en octubre con cuatro meses de retraso y un sistema de enseñanza a distancia en el que se han matriculado 24,6 millones de estudiantes, pero que margina a otros muchos.
Clases por internet, distribución de folletos en las escuelas, “calls centers” atendidos por profesores para que los alumnos puedan consultar sus dudas, son algunas de las iniciativas que intentan compensar el cierre indefinido de las escuelas.
Para los ricos, que sí son muchos, la cosa está bien. Tienen buen acceso a Internet, dispositivos electrónicos de última generación para que sus hijos estudien y pueden contratar maestros que vivan junto a ellos, en sus exclusivos barrios totalmente aislados, a salvo todos del muy temido coronavirus.
Pero los pobres, más de un 16% de la población filipina, son los más perjudicados, como siempre. Aquí hay gente que ni radio tiene, que malamente consigue un poco de arroz para la única comida del día. Esos no pueden ni permitirse soñar con internet ni con que sus hijos estudien. Ellos, los de más abajo, sencillamente tienen prohibido soñar con una vida mejor.
Buscando facilitar un poco las cosas, las escuelas públicas han distribuido material impreso a sus alumnos para que aprendan desde casa con la ayuda de sus familiares. Pero hay un problema: muchos de los padres de esos niños son analfabetos, o casi, que poco o nada podrán hacer por la superación de sus hijos.
Pero ideas nobles y generosas nunca faltan. En mis andanzas por Metro Manila conocí a Nida Iliena quien, con mil esfuerzos, juntó 6.000 pesos (unos 120 dólares) y compró un celular para que su hijo pudiera estudiar. Ese lujo pocos se lo pueden dar en su barrio de Soldiers Hills, así que esta ama de casa comparte el telefonito con los hijos de sus vecinos, que son muchos. El resultado es un despelote total, más de 30 niños apiñados en su diminuta sala que joden más de lo que estudian, pero como están las cosas algo es mejor que nada.
También hay buenas ideas a nivel de los gobiernos locales. En Tondo, el distrito más pobre y densamente poblado de Metro Manila, el alcalde consiguió los recursos suficientes para que todos los niños matriculados en las escuelas reciban además de los folletos, una tablet y tarjetas de acceso a Internet. En el caso de los profesores se les ha asignado una laptop para que puedan impartir las clases desde su hogar. Otra de las medidas implementadas en este populoso lugar ha sido prohibir el uso de karaokes (que los filipinos aman y usan a todo volumen) en horario diurno para que los estudiantes puedan concentrarse.
En Taguig, otra de las ciudades que conforman Metro Manila, funciona el programa Tele-Aral, un enorme “call center” atendido por profesores que, vía internet o teléfono, responden a dudas y consultas de alumnos de todo el país. Estos jóvenes maestros realizan su labor durante doce horas en puestos de trabajo separados por plásticos.
El curso avanza y van surgiendo ideas por aquí y por allá. Pero desgraciadamente la pobreza también aumenta día a día y habrá niños, tres millones de niños, que tal vez ni sepan que ya empezaron las clases.