La Habana vivía la mañana de este lunes una tensa calma. La conmoción por lo sucedido este domingo, por las inéditas protestas callejeras que congregaron a miles de personas en distintos puntos de la ciudad y también en otras localidades de la Isla desfiguraba la aparente normalidad que intentaba mostrar la capital cubana. Se notaba en los rostros, en el paso apurado de la gente, en las conversaciones.
Mientras una parte de los habaneros estaba frente al televisor, siguiendo la intervención televisiva del presidente Díaz-Canel y otros miembros de su gobierno, intentado hallar en sus palabras respuestas sobre lo ocurrido y la difícil situación actual del país, otra parte salió a las calles como cada día, a sus trabajos, a sus gestiones personales, a las colas, a la vida. Pero este lunes no era como cada día.
No se pasa página, así como así, a las tremendas imágenes vistas en vivo, como participantes o como espectadores desde aceras y balcones, o a través de las redes sociales, cuando la conexión a internet —casi inexistente en Cuba desde el inicio de las protestas y aún este lunes— lo ha permitido.
Hay prácticamente de todo en esas imágenes. Multitudes que avanzan por las calles gritando contra el gobierno; otras gritando consignas a favor del gobierno; personas, sobre todo jóvenes, que filman y narran lo que va sucediendo; roces que se convierten en enfrentamientos con las fuerzas del orden y grupos de apoyo al gobierno que les salen al paso; personas que se lían a golpes, a palazos, a pedradas; autos volcados y vidrieras rotas; rostros ensangrentados de los dos bandos y hasta de un fotógrafo extranjero que cubría los hechos; arrestos violentos; disparos producidos por policías; gente lanzando piedras a policías, a carros de policías, de bomberos; gente que corre y luego se vira y ofende a sus perseguidores con todo el vocabulario que provoca el momento; grupos de civil que les responden con iguales insultos; banderas cubanas que se agitan al aire por unos y otros.
No son estas las imágenes que transmite el noticiero estatal, que repite únicamente la versión del gobierno —según el cual todo lo ocurrido el domingo forma parte de una estrategia coordinada desde Estados Unidos para generar estallidos sociales en la Isla y derrocar al sistema socialista— y muestra solo las manifestaciones de apoyo a las autoridades, con declaraciones y vítores revolucionarios, y no las protestas, ni los enfrentamientos, ni los arrestos.
En las redes, en cambio, y en las televisoras internacionales, son estas últimas las imágenes que proliferan, las que corren como la pólvora y calan en los espectadores foráneos, en los cubanos que, desde el exterior, unos preocupados y otros entusiasmados con las protestas, siguen minuto a minuto los acontecimientos. Circulan imágenes reales y otras fakes. Las otras que promueve el gobierno no existen para muchos de ellos; no tienen crédito o cabida en una lucha simbólica en la que cada parte se aferra a su versión, a su verdad, y deja incompleto, conscientemente o no, el tristísimo fresco de lo sucedido.
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“Yo estoy muy asustada”, me dice una señora que carga una jaba y me pide ayuda para cruzar la Calzada de Infanta, cerca del mediodía, cuando todavía Díaz-Canel y varios ministros comparecían en cadena televisiva. “Desde ayer soy un manojo de nervios —añade—, y eso que yo no vi nada por mí misma. Solo unos videos que me enseñó mi nieto en su celular, de la gente en las calles, gritando y corriendo, y la policía cogiendo presos a unos muchachos, y hasta un policía tirando. Eso no parecía Cuba, la verdad. En mi vida yo nunca había visto nada igual aquí. Qué terrible. Anoche apenas pude dormir y todavía hoy no se me ha quitado el nerviosismo. Me parece que en cualquier momento puede pasar algo”.
Como ella, mucha gente se veía asustada o preocupada este lunes, aunque se esforzara en disimularlo. Otros parecían en guardia, o expectantes, o ansiosos, o tristes. Las calles, ya con una animación parecida a la habitual, con sus transeúntes y algún que otro vendedor ambulante, sus autos y ómnibus urbanos, sus tiendas del Estado y establecimientos particulares abiertos, lucían la mar de emociones diversas, contenidas, encontradas.
Muchos protestando por la ausencia de conectividad en sus móviles, por la imposibilidad de conocer de primera mano lo que a esa hora se publicaba en las redes sociales, las últimas noticias sobre las protestas del domingo o de posibles nuevos conatos que, según algunos rumores, se estaban produciendo ya el lunes.
“La verdad que esta gente (el gobierno) está a la cara. Te tumban internet todo el día para que nadie aquí pueda enterarse de lo que está pasando y luego te meten el cuento que a ellos más les conviene”, se quejaba un hombre en un pequeño debate grupal en una cola en la calle Ayestarán. “A ver, si las cosas de verdad son como dice el noticiero, ¿por qué no dejan que la gente revise Facebook sin tanto lío? ¿Cuál es el miedo?”, se preguntaba en medio de la aprobación colectiva.
“A mí todo esto lo que me da es mucha tristeza”, me comenta, por su parte, otro hombre que espera una guagua un poco más allá, cerca de la avenida Carlos III. “Ver cubanos fajados con cubanos, dándose golpes, diciéndose horrores, es algo muy triste y muy duro. Yo estaba cerca del Capitolio cuando se armó la tángana ayer y lo que le cuente es poco: las historias de la gente que salía de ahí, lo que se veía desde donde yo estaba… y dentro del tumulto debía ser mucho peor.”
“Los que estaban protestando no eran cuatro gatos, era mucha gente, jóvenes, personas de ahí de la zona —sigue—. Yo no digo que algo de eso no lo hayan organizado desde fuera, o que no se estén aprovechando de lo que ha pasado para criticar al gobierno, pero el gobierno no puede decir que toda esa gente son contrarrevolucionarios o están pagados desde Estados Unidos, porque tampoco lo creo. Todo esto de la pandemia y de las carencias y necesidades, de las colas y los apagones, tiene a la gente muy alterada, uno mismo lo está y con razón. Y mucha gente ya está cansada de que le digan que la culpa es del bloqueo, aunque lo sea. Lo que quieren es que las cosas mejoren, pero lejos de eso, lo que han hecho es empeorar. Y eso es una combinación explosiva, la verdad.”
A muchos otros, además, les preocupan las consecuencias que lo ocurrido pueda tener para la evolución de la pandemia en el país. Ni los manifestantes ni quienes los enfrentaron, ya fuesen fuerzas del orden o civiles convocados por el gobierno, guardaban distanciamiento físico en sus concentraciones ni, mucho menos, en sus enfrentamientos. Y para agredir verbalmente a la otra parte, o gritar en contra o a favor del gobierno, por lo visto en las calles y los videos de las redes sociales, no pocos se bajaban las mascarillas o las llevaban mal puestas. Y todo ello, con la COVID-19 en plena expansión a lo largo del país, luce como un coctel letal que podría multiplicar aún más las ya de por sí nefastas cifras que ha venido dejando la enfermedad en la Isla en las últimas semanas.
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La tarde del lunes va cayendo en La Habana y mi teléfono se niega a conectarse. No ha podido hacerlo en todo el día. Algunos amigos me llaman y me cuentan de nuevas protestas en diferentes lugares o al menos de rumores sobre ellas. Uno, incluso, pudo acceder a internet por VPN, pero yo ni eso. A estas alturas, sin internet y con tantas corrientes en juego, no puedo ni negar ni confirmar nada que no sea capaz de ver con mis propios ojos, así que salgo a la calle otra vez.
Son sobre las 6:00 de la tarde y las calles de mi barrio, en los límites entre los municipios Cerro y Plaza, a pocas cuadras de la Plaza de la Revolución José Martí, parecen tranquilas. Vecinos en los portales, personas que caminan de regreso a sus casas, algún que otro vehículo que pasa, balcones con banderas cubanas, un auto de policía en la distancia. Nada que ver con lo que 24 horas antes sucedió en esta misma zona y pude ver con mis propios ojos.
Entonces, cientos de personas que marchaban en dirección a la plaza chocaron con grupos de apoyo al gobierno y fuerzas policiales que les cerraban el paso antes de la calle Ayestarán. Intenté acercarme como periodista, pero escuché un disparo y no dudé correr en dirección contraria y atrincherarme en el pasillo de mi edificio. Luego alguien dijo que ese y otros tiros habían sido al aire, en señal de advertencia, pero no me quedé allí para comprobarlo.
Detrás de mí, o en realidad, a mi lado, corrieron varios de los que protestaban. Cargaban piedras y pedazos de bloques que rompían contra el piso en pedazos más pequeños y lanzaban a sus contrincantes. Estos les respondían de igual forma mientras avanzaban hacia ellos. Ambos grupos se insultaban sin contemplaciones. Finalmente, con las piedras volando de un lado a otro, los protestantes doblaron la esquina y se perdieron de mi vista. Sus perseguidores llegaron hasta donde yo estaba y siguieron detrás de sus perseguidos. Vestían de civil y muchos llevaban palos en las manos. Algunos vecinos miraban y filmaban.
Terminada la batalla, al menos frente a mi edificio, volví hasta la esquina de donde minutos antes había salido corriendo. La calle lucía los vestigios del combate, con piedras regadas por doquier. Policías custodiaban el acceso a Ayestarán con perros pastores. Uniformados y civiles pro-gobierno corrían de un lado a otro, en grupo, algunos gritaban consignas revolucionarias, otros cargaban con personas que habían arrestado unas calles más arriba. No eran arrestos precisamente amables. Pasaban también algunos autos y camiones, con personas hablando por walkie-talkie en su interior. Una vecina vino hasta la esquina del frente y aplaudió. Otros dos dieron vivas a la Revolución. Dos jóvenes le dijeron a un policía que no era necesario apretarle tanto las manos a uno de los detenidos y el policía les preguntó si ellos querían probar las esposas. Los jóvenes optaron por no responder, al menos en voz alta. Uno de ellos me dijo luego que las piedras no las habían traído los manifestantes, sino que las habían cogido de una pila de escombros que había cerca de donde estaba la policía cuando vieron que los estaban esperando con palos. Ninguno sabía quién había tirado la primera.
Por horas me mantuve en la calle, caminando, mirando, oyendo. No presencié ningún otro enfrentamiento, aunque sí más personas que traían arrestadas, desde donde las habían perseguido. También policías que seguían moviéndose de un lado a otro, y grupos a favor del gobierno, apostados en diferentes puntos de la zona, expectantes, y vecinos reunidos en las esquinas, con sus móviles listos para filmar la próxima oleada, que no llegó. Ya para entonces apenas había conexión. De tanto en tanto, volvía a escucharse alguna consigna o algún murmullo lejano, mientras la noche comenzaba a caer.
De vuelta a mi edificio, me encontré con una vecina, ya mayor, que iba en busca de cigarros a casa de un vendedor particular. Para calmarse, me dijo, y le recomendé que no se demorara, que las cosas podían volver a alterarse. Se encogió de hombros. Este lunes volví a verla a mi regreso, más calmada. “Parece que hoy vamos a poder dormir más tranquilos”, le dije tras reparar en el cigarro encendido entre sus dedos. “Vamos a ver —me respondió—, vamos a ver”.
* Esta crónica fue escrita el lunes 12 de julio, podemos publicarla hoy porque nuestro Corresponsal en La Habana no tiene acceso a internet.