Por: Camila Valdés León
Siempre que llego a Trinidad busco a Luis Martínez. Hace 11 años conversamos por primera vez. Tras un aguacero torrencial de agosto, del que nos resguardamos bajo el amplio portal del Museo Romántico, Luis compuso una décima por mis años y por nuestro encuentro que bendijo la lluvia. Desde entonces, toda vez que regreso, lo busco.
En esta última visita, indagando por él, me acerqué a un músico de la banda Pistoia que tocaba trova tradicional en la plaza. El tresero, sin interrumpir lo que tan bien tocaba, me dijo que era su vecino y me dio un itinerario muy preciso de los rumbos cotidianos de Luis, que toda Trinidad parece conocer.
Sentados luego junto a la terminal (piqueteada nuestra conversación por los motores de los camiones, las guaguas Astro y Viazul, los taxis y carros rentados, los vendedores de mamoncillo y los tractores), Luis corrobora sonriente el dato: “Yo vengo por el mediodía, de mi casa a casi 2 km y pico de aquí, vengo por la calle Santa Ana, bajo a la Plaza Mayor y de ahí a la terminal. Antes me sentaba un rato en la esquina frente al Museo Romántico”. (De esta última estancia no quiere hablar más, pero en un segundo encuentro me especificará que ya las autoridades no se lo permiten.)
A eso de las seis, cuando han llegado las últimas guaguas del día, se regresa a casa, come, se baña y descansa. Los domingos trabaja solo en la mañana, pues en la tarde se dedica a su fe, y a su familia, dos expresiones de un mismo sentimiento. Luis es Testigo de Jehová hace ya 45 años, y dice con humildad que cree en “un ser supremo que creó y sostiene el universo”. Esa fe le ha dado respuesta a muchas de sus interrogantes. Como también lo ha hecho la “geografía poética” con que carga a sus espaldas en esos recorridos de “turista imaginario”.
Al encontrarlo, al filo del mediodía doloroso de Trinidad, Luis le lee a un muchacho hindú de Nueva Gales del Sur un poema sobre su tierra. Ante el sorprendido estudiante de Antropología, el señor de 68 años, sentado en una carretilla cubierta con nylon negro, le comenta sobre las avispas marinas de las playas de Queensland y pareciera que en sus ojos se extienden las aguas coralinas de esa tierra austral que solo ha visto en su imaginación. Me explica luego que esos versos forman parte de su recorrido por Australia. “Yo busco los datos, me asomo a las imágenes, a lo que dice la geografía (…) Tomo imágenes, un río, una montaña, un volcán, algo que identifique el lugar, y ya por ahí me inspiro, es una manera de identificarme”.
Para probarlo, abre su mochila y me muestra el interior. Luis acumula ya 3000 poemas (décimas, en su mayoría) escritos en decenas de libretas-libros, encuadernadas con cartones de cualquier procedencia y con las páginas numeradas. Albania, Lichtenstein, Luxemburgo, Irlanda… se lee en el índice explicativo con que el propio Luis se ordena para no perderse entre sus muchos versos que son la traducción poética de años de viaje inmóvil por el mundo. A mi pedido, Luis hurga entre los papeles de su “biblioteca personal”. (Sus manos son recias, de cargar peso, o trabajar en el campo; son manos de trabajo duro, como las de mi abuelo.) “Este es mi librero, es un recorrido por toda Europa, América y Cuba”, dice. Entre las páginas aparecen aisladas palabras de sitios, palabras destinadas a invocar espacios por los que la poesía lo ha de llevar (Támesis decía en la última página de una de tantas libretas). Cerca de estas, se acumulan definiciones etimológicas, para hacer más preciso el sentido o el salto poético al que se lanza (en otra se lee atleta).
Su carretilla, en la que me siento junto a él para conversar, le ha valido el sobrenombre de “poeta carretillero”; pero esta nominación es la indicación de una forma de trabajo: la carretilla la usa para vivir, “yo tiro equipaje en la terminal, hace 13 años”. En la Trinidad de empinadas calles y cantos que masajean los pies, la carretilla artesanal de Luis sirve de taxi para maletines, y de motivación para el encuentro con los nuevos que llegan a esta ciudad, con los ojos aun deslumbrados del Escambray a lo largo de la carretera. Algunos de sus coterráneos le enjuician que su patente es para tirar equipaje, no para hablar con los turistas. Esta villa de quinientos años es sitio de una batalla constante y sangrienta entre lobos por ciervos que no saben que son presa. Luis no participa, aunque la sufre, en esa lucha diaria; pero, para algunos, su presencia, que es constancia de una forma diferente de diálogo entre pueblos, incomoda. “Es triste, muy triste”, dice Luis con contención, “que algunos criminalicen la cultura”.
A Luis le gusta que los visitantes se emocionen cuando, habiéndoles preguntado de dónde son, abre la mochila, encuentra la libreta-libro y les lee el preciso poema que le hable a ese otro de su tierra, sus ríos y su gente. De esta forma, ha logrado amigos por todo el mundo y en toda Cuba. Amigos que le envían cartas y libros que él atesora casi tanto como sus libretas. Amigos que lo buscan toda vez que regresan y que le cuentan de él a otros. Fue así como en el 2007 recibió una postal desde Europa en la que se leía “Mil gracias por el precioso poema, que me encantó”. Se la enviaba Marie Therese, la Duquesa de Luxemburgo, nacida en La Habana en 1956. Luis, a insistencia de unos amigos, había poetizado su vida en cinco estrofas. La duquesa “cubana, española, suiza, más tarde luxemburguesa” sonríe junto a la familia real en esa postal que el poeta me muestra con orgullo.
Luis elude hablar de su vida más personal. Solo con insistencia, y gracias a la confianza que dan los muchos años de conversar en amistad, conozco de sus trabajos y sus carencias, de sus primeras lecturas y de su familia. Luis se ha desplazado poco en su vida. Hace treinta años se enamoró de una trinitaria, se casó, y se mudó de Guao, su pueblo natal en Cienfuegos, a la tercera villa. Tiene un hijo en Estados Unidos, otro en Cumanayagua. Este último fue por él a La Habana en 2013, para recoger el primer premio que su padre ganó en el concurso ¿Qué sabes de China?
En este 2014 Trinidad cumple quinientos años y son 121 las décimas que Luis ya le ha compuesto. Las tiene en libreta aparte. Aunque dice que no es su meta igualar con textos el número de años, hay un impulso que allí lo conduce. Así como recoge con cuidado las cáscaras de mamoncillo, que el azar y la negligencia dejan entre los cantos irregulares de las calles; así recoge las historias y las imágenes que como capas se depositan una sobre otra en la ciudad que le pertenece.
Todo en la tarde aguanta su sustancia a la tierra; permanece, como a la espera; se sostiene en su propia temporalidad. Otra tarde más de verano en que se forma lluvia. A lo lejos se ve como ya cae espesa sobre Topes de Collante. En su carretilla, apoyada la libreta en las rodillas, Luis escribe incansable la ciudad que observa:
Cinco siglos navegando
por la corriente del tiempo
Trinidad al contratiempo
atrás has ido dejando.
Tus jardines siguen dando
un exquisito perfume.
El visitante consume
aun tu colonial fragancia,
a pesar de la distancia
el ocaso no te asume.
(décima 121 dedicada a Trinidad)
Conoci a este Hombre hace casi 9 años y me compuso un poema relacionado con Franvia, Valencia y Cuba… a ver si lo vuelvo a ver este año
me gusto mucho conocer a esta persona a traves de tu escrito… gracias a los dos…
Me dan ganas de ir a Trinidad!!
Tuve la suerte de entrevistar a este personaje de pueblo, alejado de todo reconocimiento social, pero dueño de una sensibilidad que estremece. Luis es de esas personas que uno agradece conocer y, en mi caso, torparme a diario por las calles de Trinidad, la villa de mis amores. Verlo con su carretilla y su geografía poetica me hacen recordar los días en que lo plasmé en las páginas del semanario Escambray y luego lo llevé a mi blog. Luis lo merece.
http://islanuestradecadadia.wordpress.com/2013/10/22/decimas-a-bordo-de-una-carretilla