Mi conciencia está muy tranquila y espera el fallo de la historia.
Carlos Manuel de Céspedes. Carta a Ana de Quesada, 1873.
Carlos Manuel Perfecto del Carmen de Céspedes y López del Castillo (1819-1874) tenía todo el abolengo del mundo para morir en sábanas de hilo, pero terminó su vida en un barranco de las serranías orientales abandonándolo todo, incluso su condición de poeta y escritor.
Nacido en 1819 en Bayamo, a los 19 años se graduó de Bachiller en Derecho Civil en la Universidad de La Habana. Al cabo de un tiempo estudiando el exterior, a su regreso a la Isla entró en contacto con varios coterráneos, entre ellos Bartolomé Masó y Pedro “Perucho” Figueredo, quienes ya conspiraban en esas logias que desde el inicio están como cosidas al ideal de independencia nacional.
Céspedes tuvo una vida personal bastante accidentada y movida, en el fondo no muy distinta a la de otros hacendados de la época. Se casó dos veces y tiró sus canas al aire. Su primer matrimonio fue con una prima. Se llamaba María del Carmen de Céspedes y del Castillo. Tuvieron tres hijos: María del Carmen, Oscar y Carlos Manuel de Céspedes y Céspedes. Muerta la esposa de tuberculosis, en 1867 se casó con otra dama de abolengo: Ana María de Quesada y Loynaz, con la que tuvo tres hijos: Oscar y los mellizos Gloria y Carlos Manuel de Céspedes y Quesada.
Y “por la izquierda ” estuvo Candelaria Acosta, la jovencísima “Cambula”, la hija de su mayoral, la misma que cosió la primera bandera. De esa relación salió Carmen de Céspedes y Acosta. Y otro Carlos Manuel. En San Lorenzo, poco antes de caer barranco abajo, conoció a una joven viuda, Francisca “Panchita” Rodríguez, con la que tuvo dos hijos: Manuel Francisco de Céspedes y Rodríguez y Oscar, bautizado así por el primer Oscar que le fusilaron los españoles.
Céspedes fue hombre de extraordinaria cultura. Y uno de los fundadores de la trova cubana, junto a José Fornaris y Francisco Castillo, por “La Bayamesa”, tonada de reconciliación cantada frente a la ventana de Luz Vázquez y Moreno y convertida después en grito de insurgencia:
¿No recuerdas gentil bayamesa
que tú fuiste mi sol refulgente,
y risueño en tu lánguida frente
blando beso imprimí con ardor?
¿No recuerdas que un tiempo dichoso
me extasié con tu pura belleza,
y en tu seno doblé la cabeza,
moribundo de dicha y amor?
Ven, asoma a tu reja sonriendo;
ven, y escucha, amorosa, mi canto;
ven, no duermas, acude a mi llanto,
pon alivio a mi negro dolor.
Recordando las glorias pasadas,
disipemos, mi bien, la tristeza,
y doblemos los dos la cabeza
moribundos de dicha y amor!
En 1872, dos años antes de morir a manos de un Congreso leguleyo, le escribió a su segunda esposa:
Por las mañanas el monte de Cuabas, que entreveo a espaldas de mi morada, a través de una arboleda, toma en su base un color ceniciento muy oscuro; mas besan su cumbre los rayos del sol naciente y se percibe el brillo diáfano y tembloroso de la esmeralda. Luce en la cima una diadema elíptica de niebla blanquecina por sobre la cual se lanza el inmenso espacio azul del cielo. Un ruiseñor se posa entonces en algún árbol a la orilla del río y me envía sus armoniosos trinos, que, a pesar de la distancia, recojo bastante bien en las alas de las brisas. No contento, sin embargo, con oírlo de lejos, deseoso de asistir a un concierto de esos músicos de los bosques, que me aseguraron cantaban en bandadas al son de las aguas en que refrescan sus piquillos, me trasladé a la margen del río en ocasión en que dejaban jugar en libertad sus gargantas flautadas; pero, ay, semejantes a los niños melindrosos, se negaron a dejarme saborear sus melodías…
Y antes pudo escribir: “Cuba ha contraído, en el acto de empeñar la lucha contra el opresor, el solemne compromiso de consumar su independencia o perecer en la demanda: en el acto de darse un gobierno democrático, el de ser republicana”.
Sobre su vida personal y política se ha venido configurando un discurso como de picazón y hormigueo, de mucho más ruido que nueces, que empieza por negarle sustancia y suficiencia históricas a los cubanos para declararlos, sin ton ni son, graciosamente, “españoles de ultramar”, como si nada hubiera pasado en más de siglo y medio, como si sobre el puente no hubiera aguas turbulentas, y polvareda, y sudor, y vidas cegadas, como si se estuviera, en fin, ante un mal chiste.
Es también, por extensión, una manera de negarle cuerpo a mexicanos, colombianos, peruanos, chilenos, dominicanos…, propia de lo que Martí considerara alguna vez la mentalidad sietemesina. Y que, desde luego, termina queriendo sacar a Céspedes de los libros y la memoria bajo acusaciones de oportunista, de afán de protagonismo y hasta de baladí.
Pero esos dardos envenenados quedan demasiado lejos del blanco: el intento de matar a un gigante casi nunca tiene nada de original. En un muro parecido han tratado de cementar a otro de su misma estirpe, inalcanzable: José Martí. Pero el pensamiento y la obra de Céspedes están ahí para quienes quieran conocerlo y estudiarlo sin cortapisas ni exégesis apresuradas y livianas. Ello no implica, desde luego, idealizarlo o colocarlo en un pedestal, despojándolo de su humanidad toda, incluso en su conservadurismo ante aquellos camagüeyanos radicales, sino, como principio, honrándolo por la gesta emancipadora que inició en La Demajagua, en sus logros, dudas, dificultades y contradicciones.
Organizando aquella (otra) guerra necesaria, el mismo José Martí escribió:
De Céspedes el ímpetu, y de Agramonte la virtud. El uno es como el volcán, que viene, tremendo e imperfecto, de las entrañas de la tierra; y el otro es como el espacio azul que lo corona. De Céspedes el arrebato, y de Agramonte la purificación. El uno desafía con autoridad como de rey; y con fuerza como de la luz, el otro vence. Vendrá la historia, con sus pasiones y justicias; y cuando los haya mordido y recortado a su sabor, aún quedará en el arranque del uno y en la dignidad del otro, asunto para la epopeya.
Eso es o debería ser el 10 de Octubre para todos los cubanos. El día de lo imposible. El día de Carlos Manuel.