No pretendo convertir esta reseña y recomendación literaria en una consulta espiritual con parlamentos metafísicos, hedonistas o de autoayuda. Pero sí quiero, antes de hablarles sobre el “librazo” que constituye para mí la novela Aura, de ese grande de las letras latinoamericanas que fue y es Carlos Fuentes, comentarles que, como bien dicen los creyentes del Karma, hay que hacer las cosas lo mejor posible, no dejar cuentas pendientes, tratar de llegar a la cumbre de realización de las cosas, evolucionar espiritualmente, no dañar ni dañarse, en fin, andar y hablar claro —algo que es tan fácil y la gente, no sé por qué, vuelve tan difícil.
He aquí una novela que se monta sobre un asunto pendiente, sobre una relación que no culminó su ciclo kármico, busca llenar los vacíos pasados y construir la relación dhármica; o sea, esa relación ideal en la que los estándares coinciden, se crece y los miembros se apoyan mutuamente, se busca el bien común, lo opuesto a lo tóxico, ¡vamos! Solo que, paradójicamente, esta historia se plasma desde la oscuridad, lo terrorífico, lo intrigante, lo misterioso.
Le comentaba a mi amiga Denisse que el género de terror suele disfrazar, contener, parodiar, utilizar, basarse y ser justificado por situaciones reales, y constituir una crítica, ya sea social, política, económica, —humana en general—, solo que muchas veces nos quedamos con la mirada superficial, esa que se acomoda haragana y tranquila sobre la etiqueta y el envoltorio, cuando en verdad el género, como la ciencia ficción y la fantasía, se sostiene sobre pilares bastante filosóficos.
Pero bueno, vamos a la novela…
Aura de Carlos Fuentes es una novela corta, casi como un relato —esos límites a veces confunden—, que usa la ficción gótica, el realismo mágico y el terror para contarnos bajo toda esa cubierta enigmática, una historia de amor que desafía al tiempo.
¿Han escuchado la canción Inmortality de Celine Dion con los Bee Gees? ¿Han visto el video? A mí me la recordó en varias ocasiones, no sé, a veces me da por ponerle banda sonora a lo que leo. Melómano que soy, en fin…
Narrada en segunda persona, ¡y en futuro!, fue la primera narración que leí con ese estilo, cuando era aún adolescente, y quedé fascinado desde entonces.
Debo confesar, a pesar de que pudiera ir en detrimento de mi imagen, que llegué a esta novela por su título antes que otra cosa. Como Santiaguero que soy, crecí en un contexto en el cual se le llama “aura” a una persona cuando se le quiere ofender, de hecho, en el oriente del país esa es una de las peores ofensas. En aquel entonces, cuando la leí por vez primera, habían sacado en las librerías unos libritos de bolsillo con muchos clásicos, y al ver que uno se llamaba igual que la ofensa que más gritaban las bocas de los más vulgares del barrio —esos mismos que tanto interrumpían mis lecturas con sus escándalos y bocinas a todo meter—, no pude resistir la tentación y me lo leí.
El primer librazo ocurrió al constatar la forma en que se cuenta la historia, como ya les dije, y aquí pongo un ejemplo del inicio: «Lees ese anuncio: una oferta de esa naturaleza no se hace todos los días. Lees y relees el aviso. Parece dirigido a ti, a nadie más…» Esta forma de narrar me marcó como lector y como escritor, y esta reseña se monta sobre la cuarta lectura de este breve y profundo libro, al cual he regresado en varios momentos de mi vida.
La historia inicia con Felipe Montero sentado en un café de Ciudad de México, mientras lee un anuncio en el periódico: «Se solicita historiador joven. Ordenado. Escrupuloso. Conocedor de la lengua francesa (…) Juventud (…) Tres mil pesos mensuales, comida y recámara cómoda…» Corren los años sesenta, y motivado por un trabajo alejado de los ajetreos del transporte público y el trato con mucha gente, Felipe Montero accede a quedarse en la casona antigua y lúgubre en la que vive su anfitriona, la señora Consuelo Llorente, acompañada por su sobrina Aura, una joven por la cual Felipe se siente atraído al instante —Karma, ¡hola!, de lo que hablaba al principio—y que constituye el mayor motivo de su impulso a la hora de decidir dormir en esa casa oscura y tenebrosa — a la que yo no entraría ni de juego.
Desde que Felipe llega a la casa se respira un misterio en plan novela victoriana; dígase puerta abierta que chirría, una voz que guía por donde ir sin que se vea al que habla, penumbras, habitaciones iluminadas con velas, un conejo de ojos rosados que salta por la casa, gatos que maúllan, apariciones silenciosas y/o repentinas de personajes desde las sombras, imágenes religiosas en las paredes, vajilla vieja, olor a moho, un criado que hace las cosas pero nunca se le ve, movimientos mecánicos y misteriosos por parte de Aura y de su tía, como si vivieran una sintonía tétrica o más bien, como si la joven estuviera hipnotizada por la anciana, lo cual provoca en él un ímpetu de héroe salvador.
Inevitable creer que la señora de la casa es una especie de bruja, y por momentos al lector lo inunda la sospecha de si Aura está o no bajo algún influjo de la vieja, pálida y de ojos enigmáticos.
El tratamiento de lo onírico ayuda a generar más tensión; esa es la energía más predominante en este thriller que convierte a México en una especie de Londres nublado con parlamentos en francés. Esos petit esnobismos aquí se agradecen.
Esta es también una historia sobre la obstinación, Consuelo es una mujer aferrada a su casa, a su pasado, a la memoria de su marido, a la memoria de sus años mozos, al trauma de la infertilidad, al amor eterno como una promesa… ¿imposible?
¿Por qué es Aura una novela de amor, después de todo?
Como en el Drácula en versión de Coppola, cuando el vampiro reconoce en Wilhelmina a su gran amor del pasado, aquí Consuelo, —que es la vieja en plan bruja—, y Aura, —que es el pasado vigente que busca resarcir daños, cumplir metas pendientes, llenar vacíos que quedaron— encuentran en Felipe al admirado militar que fuera el esposo, el general Llorente cuyas memorias no pudo concluir, cuya muerte dejó en suspenso y en penumbras una promesa de amor.
Como en El Resplandor, de pronto el protagonista y guía de la intrincada historia se encuentra en las fotos del pasado, se asusta al saber que es, quizás, la reencarnación, o la “casual imitación física” de otro hombre anterior, y comprende su encomienda mejor que nunca —perdón por el spoiler.
La historia, que es redonda, se conecta con el inicio casi al final, pues cuando Felipe se reconoce en las fotos del general, cuando reconoce a la vieja en la imagen de Aura, el lector entiende ese impulso que tuvo el personaje en los primeros párrafos de la novela, cuando sentía que el anuncio del periódico estaba como escrito para él, que solo faltaba que tuviera su nombre.
Aura, como espectro hermoso, Aura, como presencia, camina por la casa anunciando los horarios de comida con una campana, ¿qué más anuncia esa campana? ¿Acaso no son como las del reloj que marca y acusa el paso del tiempo? ¿Acaso no son los llamados de atención para convocar? Al final, Felipe tiene un deber, Consuelo tiene un anhelo, Aura tiene un objetivo definido por ese mismo paso del tiempo.
Esta es una novela de amor, sin duda, vestida de sombras, cundida de espectros, confusa y vigente, pues habla de un amor que se estira desde el pasado y busca, colgado de las cosas que quedaron pendientes, estirarse por esa promesa de eternidad que sabemos, como buenos mortales y víctimas constantes de la finitud, que no es posible.
El amor siempre será tema, y lo que lo hará grande será el qué se dice sobre él, el cómo se cuenta, más que la historia en sí. Aquí radica la grandeza de esta novela, en la forma en la que está contada semejante historia de amor, ausencia, falta y obstinación.
Hay que saber jugar con los símbolos que se asoman en toda la trama. Hablo de los gatos y los conejos, por ejemplo, dos animales que son escurridizos y muy fértiles, vigorosos y rápidos, justo como no lo es, muy a su pesar, Consuelo Llorente, y he aquí otro símbolo, el nombre de la vieja: Consuelo, ¿no es eso lo que busca? Llorente: ¿no llora por una ausencia, por una falta? Las ratas que se comen las cosas, roen las fotos y persisten a pesar de la presencia de los gatos, ¿no son como el tiempo, que lo devora todo y siempre pasa, notable o no, hagamos lo que hagamos? El nombre de Aura, por ejemplo, que aparte de no ser un nombre común como Rosa o Margarita, también hace alusión a ese halo espiritual, a esa energía que poseemos, y ella es… ¡Ya!, lo siento, por poco se me sale… Las campanas también son un símbolo, ¿para qué se toca una campana? Para anunciar, para empezar, para concluir, para advertir; una campana es siempre un símbolo de finitud.
Esta es una novela de advertencia si el lector es avispado, de varias capas, de varias lecturas y disecciones, con un vuelo poético exquisito, a veces, el uso de ciertos adjetivos y símiles, de la mano con la economía del lenguaje y el nivel de síntesis que logra Fuentes al usar las palabras justas, hacen que por momentos suene a prosa poética: «Aura, encerrada por un espejo, como un icono más de ese muro religioso, cuajado de milagros, corazones preservados, demonios y santos imaginados.»
Como bien dice la novela; «También el demonio fue un ángel, antes…», y aquí me atrevo a soltarles una pequeña moraleja, así, como el que no quiere las cosas: ¡Hazte el favor y acepta tu realidad! Lidia con ella, abrázala, y si te es imposible cambiarla, en caso de no ser agradable, supérate, no te vuelvas el demonio, no atentes contra lo que te hace bien. De eso también va esta novela. Aunque, como tiene varias lecturas, pudiera añadir que trata, de igual modo, sobre el miedo al paso del tiempo, a la vejez, a la soledad, a las pérdidas y renuncias que constituye el cúmulo del tiempo en la carne, no importa lo de enérgicos y juveniles que se nos queden ciertos impulsos mentales.
Busquemos, hagámonos el favor, esa relación dhármica —Googlea— que nos haga crecer, que realce nuestras virtudes, que no recrimine nuestras carencias, que vaya al compás de nuestros estándares, para que no nos queden historias de terror, malos auras o auras tiñosas espirituales que nos ensucien el karma y nos dejen como a la Llorente-llorona de esta novela, que siguiendo su gentilicio y mi melomanía, parece encarnar la parte de la letra de El Rey, esa ranchera tan famosa, que dice: «Una piedra en el camino, me dijo que mi destino era llorar y llorar…», perdonen, pero no hay necesidad de pasarse la existencia colgados de un trauma, y sí, al final, Aura no es más que la historia de un amor horrorizado por los asuntos pendientes.
Sobre Carlos Fuentes
Ya que estamos tan esotéricos, empiezo diciendo que fue de signo Escorpio, y los que hemos leído un poco de esos temas sabemos que ese signo es bien espiritual, de hecho, miren esta novela que hoy nos ocupa.
Fuentes nació en Panamá pero se le reconoce como mexicano, fue uno de los exponentes del boom latinoamericano, escritor, diplomático, ganador de premios importantes como el “Rómulo Gallegos”, el “Cervantes”, el “Príncipe de Asturias”, así como distinguido con honores del tipo Gran Oficial de La Legión de Honor, Caballero Gran Cruz de la Orden de Isabel La Católica, Miembro Honorario de la Academia Mexicana de la Lengua, honoris causa… Solo le faltó el Nobel, aunque fue un favorito para esa distinción, y ante lo cual dijo: «Cuando se lo dieron a García Márquez me lo dieron a mí, a mi generación, a la novela latinoamericana que nosotros representamos en un momento dado. De manera que yo me doy por premiado.»
Por lo pronto dejo el “copia y pega” —que igual se pega en la mente—, para exhortarlos a buscar más obras de este gran literato, este artista de las letras que no por gusto es un clásico de la lengua en nuestro idioma, que es una maravilla.