Durante el mes de enero de este año el programa “De nuestra América” de la televisión cubana proyectó el filme No soy tu mami (2019). La cinta argentina, protagonizada por la conocida actriz Julieta Díaz, quien interpreta el papel de Paula, trata acerca de la maternidad1 e intenta derribar una serie de mitos románticos acerca de ser madre.
Enmarcada en una comedia romántica, la película aborda con suspicacia y entre escenas que parecieran pasajeras, los conflictos de la crianza materna, entre ellos, la sobrecarga de tareas, lo demandante y agotador que significa atender las necesidades de niñas y niños, la falta de tiempo y la prisa constante, el poco espacio disponible para las actividades de ocio y la falta de descanso.
Cuenta, de manera ligera, la otra cara de la moneda de la ilusión materna, la que no está presente en los relatos hegemónicos donde, casi siempre, la maternidad es una fuente interminable de buenas experiencias, de amor infinito y permanente, sin tensiones, sin cortapisas ni lados escabrosos.
Por otro lado, la protagonista lucha para que le respeten su derecho a no ser mamá. Es invocada durante todo el largometraje a que lo sea, le dicen que “le llegó su hora” o que después se va a arrepentir. Y, por otro lado, en su ejercicio como periodista, se da cuenta de que, si bien todo el relato sobre la maternidad no es el sueño de hadas, tampoco es lo nefasto que le dictaban sus conocimientos irreverentes y, también parcializados.
Paula nota que la crianza y la maternidad, como vínculo, se construyen, con todas las contradicciones implícitas en una relación en la que otro sujeto es dependiente y está en formación. Paula también percibe los duros enjuiciamientos que otras mujeres le lanzan a una madre que está ausente debido a una oferta de trabajo en el exterior. En efecto, estos juicios nunca pesarían con tanta impiedad sobre un padre que decidiera ausentarse por la misma causa. A ellos generalmente se les justifica.
Y sobre abandonos o ausencias maternas trata también el filme La hija perdida o La hija oscura (2021) de la plataforma digital Netflix, esta vez el género cinematográfico elegido para hablar sobre maternidades es el drama psicológico y el personaje protagónico que lo hilvana se llama Leda.
Contada mediante escenas perturbadoras, la cinta descarna lo difícil de ser mamá las 24 horas de los 365 días del año. Ese trabajo a tiempo completo, en el que muchas veces pierdes la autonomía sobre tu cuerpo y donde tu voluntad se desplaza en favor de esas personitas que son nuestros hijos, hijas, hijes. El filme nos provoca reiteradamente al emplazamiento del “instinto materno”, al “egoísmo de la madre”, entre otros tótems del mito de la maternidad.
Los recursos del suspenso y de una narrativa atroz nos repiten de forma cuestionadora si las mujeres nacemos con el instinto biológico y natural de ser madres, acerca de ese destino predeterminado que pareciera indefectible en nuestras vidas. El largometraje logra incomodarnos como espectadores con esa madre que niega un beso a su hija, que rompe vidrios y azota puertas, que no encuentra condiciones para trabajar en casa, que se enfada, que es constantemente interrumpida y abordada, que desea y no puede saciar su apetito sexual, y logra también que la sometamos a un juicio de luchas entre lo moral y lo (no) humano desde una preconcepción de lo que es una buena o mala madre.
Lo más inquietante de la historia es, sin lugar a dudas, el abandono y la ausencia materna, ya no por cuestiones de trabajo, sino por deseo, por querer ser feliz, por pasarla increíble2. Esto sentencia el filme, los hijos y las hijas no son sinónimos de felicidad automática, pensarlo así es, incluso, muy opresivo y demandante para esas personitas pequeñas que no pidieron que se les asignaran tamaña responsabilidad. No son cosas ni metas que nos tienen que reportar alegrías mecánicas.
Y lo más recurrente, pero esta es solo mi lectura, es la culpa. Ese otro dispositivo de control sobre nuestras maternidades, una de las piezas claves en el juego de los celadores de las buenas madres. Si alguna se sale del papel de madre intachable, siempre habrá quien señale que está muy mal hacer tu propio guión de mamá, sembrándote la culpa. Otras veces una sola se siente culpable cuando grita, cuando da un pan con leche antes de dormir porque no da más, cuando cede ante un berrinche, cuando inventa una excusa para estar sola y después le dicen que fue extrañada con lágrimas en los ojos; ciertamente los moldes/modelos inflexibles en los que fuimos construidas no dan más opciones que el bien y el mal, como si los intersticios y caminos entre lo uno y lo otro no estuvieran llenísimos de matices, como si no pudiéramos librarnos de la culpa, como si no nos dejaran solas criando.
En efecto, la protagonista, tras años de ausencia regresa con sus hijas. A la pregunta de por qué regresó, responde que extrañaba. A la pregunta de cómo es capaz de hacerle daño a una niña, responde que es una madre antinatural. En esas encrucijadas nos colocan los mitos y los mandatos. Leda amaba a sus hijas, pero la maternidad es una “responsabilidad aplastante” (dice ella misma en un pasaje). La dualidad entre amor y asfixia, amor y miedo, es infinita.
El filme aborda también el mundo de deseos eróticos de las mujeres que somos madres, y hago énfasis en la frase porque, ciertamente, entre otros relatos falaces está el de la maternidad como fin de nuestra sexualidad e inicio de una nueva era sin libido. La mujer paridora que se queda en casa cuidando a las crías y al hogar es opuesta a la femme fatal de cama apasionada (y viceversa). Estas imágenes que intentan contraponerse están imbuidas incluso de la noción de lo pecaminoso, del pecado judeo-cristiano; las mujeres, cuando parimos, nos purificamos y alcanzamos nuestra realización natural convertidas en ternura y amor incondicional. Son mitos profundamente adheridos a los patrones culturales patriarcales, a la educación tradicional y a la formación de nuestras sociedades que reproducen estereotipos de género e impiden la emancipación de las mujeres.
Maternidad, papeles de género y valores sociales
Existen enjundiosos estudios feministas que explican las tensiones que pesan sobre la maternidad en su sentido tradicional, y las causas que provocan que se necesiten filmes como los comentados como productos contraculturales. Uno de los más icónicos de estos estudios es La creación del patriarcado de Gerda Lerner. En él, la autora hace un recorrido histórico mediante los distintos presupuestos que hicieron posible la dominación androcéntrica y masculina sobre las interpretaciones sociales y sobre la sociedad misma.
En este sentido, las ideas religiosas han jugado un rol fundamental, han sostenido que las mujeres somos seres subordinados por mandato divino o por creación de Dios. A la asimetría sexual se le atribuyeron roles y tareas muy diferenciadas en las que la “capacidad” reproductiva de las mujeres y la maternidad son el principal objetivo en la vida de la mujer, de ahí que se cataloguen como “desviadas” a aquellas que no son madres.
Luego, la ciencia también vino a apuntalar estas ideas, pero sobre postulados biológicos. La mayor fuerza física de los hombres y la capacidad de gestación de las mujeres reforzaron el esquema de la división sexual del trabajo basada en la superioridad natural del hombre y la inferioridad, también natural, de la mujer por su constitución biológica “frágil” destinada a parir, a ser madre y a reproducir la vida.
Incluso, la psicología moderna construyó una hembra psicológica determinada por su sexo biológico. Las teorías de Sigmund Freud alentaron también esta explicación, aludiendo que “el humano corriente era un varón; la mujer era, según su definición, un ser humano anormal que no tenía pene y cuya estructura psicológica supuestamente se centraba en la lucha por compensar dicha deficiencia”.3
Estas nociones históricas, concatenadas y entrelazadas, han cristalizado hoy la forma en que nos relacionamos con la maternidad: bajo el imperativo biológico de serlo, sobre la base del instinto materno, mediante el mandato social de ser buenas madres en la medida en que estemos siempre subordinadas a-los-otros y por-los-otros, nunca con nuestros propios parámetros y necesidades.
Las madres adoptivas los son sin serlo biológicamente; las mujeres que deciden no maternar lo son aún sin parir; los hombres trans gestan y lactan y no se consideran mujeres; hay padres que crían en soledad y no son más ni menos hombres. Y en todas esas tramas de relaciones, los lazos afectivos que se construyen son totalmente genuinos y capaces de crear algún instinto, será de sobrevivencia, o de interdependencia, quizás de responsabilidades afectivas.
No hay malas ni buenas madres, somos madres como podemos, esto, más allá de la responsabilidad que tenemos frente a las personas que dependen de nosotras, pero ahí también hay una corresponsabilidad social (no solo como celadores) y otra de carácter estatal, macro.
Y menciono “como podemos” porque la crianza y los cuidados siempre se han visto como un asunto menor para la sociedad, perteneciente a lo que llamamos el ámbito privado, es decir, lo que le compete solamente a la familia y, en ella, específicamente a la madre. Nunca ha sido tarea obligada y constituida de los varones el hecho de criar y cuidar, aunque sea también su responsabilidad.
Somos madres como podemos porque los cuidados no han sido priorizados como temas de interés público y colectivo ni con el carácter sistemático y central que ello conlleva, por tanto, hablamos hoy de cuidados feminizados, triple jornada laboral, sobrecarga mental y de trabajo para las mujeres, cadenas globales de cuidado, precarización del tiempo y más.
Somos madres como podemos porque nuestro mundo adultocéntrico desplaza a las infancias, las desprecia incluso. Si un niño llora es culpa de su madre, molesta el llanto, si la madre lo calla enfadada o desesperada es una abusadora, si lo acompaña en su llanto es una malcriadora; nunca quedamos bien. Se les pide a las infancias que se comporten como adultos en los espacios públicos, y esas exigencias rebotan directamente sobre las madres. Esa incomodidad es resultado de la erradísima concepción excluyente de las infancias en los asuntos de adultos.
Y los estereotipos no solo los reproducen los grupos sociales que traen arraigadas nociones tradicionales y machistas de la maternidad. Son varias las compañeras feministas que hacen conjeturas sobre la maternidad sin que guarde relación con la conversación. Es común que salten comentarios feminista-y-políticamente-correctos como “debe ser muy difícil ser mamá, yo no me lo puedo imaginar, por eso no soy madre, ni lo seré, ni me arrepentiré, aunque también debe ser muy bonito”. Ser feministas no nos quita lo juzgadoras. Si bien nos asiste rotundamente el derecho a no ser madres sin que nadie nos pregunte; también tenemos enfáticamente el derecho y la necesidad de que guarden silencio con sus comentarios cuestionadores subliminales respecto a nuestra elección y a cómo construimos nuestra maternidad. Para sostener esto no necesitamos recaer en lógicas cancelatorias. Se tiene el derecho porque lo elegimos y lo defendemos, pero no como proyección contraria a la elección de las otras. Mi maternidad no es tarima de razones para no ser madres.
Dicho esto, hasta qué punto la maternidad es el problema per se. Ciertamente las dinámicas, por ejemplo, sexuales se complican según tiempos disponibles, horas de descanso y deseo; pero existe algo que se llama la brecha orgásmica, que nos puede dar pistas acerca del placer sexual en mujeres cisgénero heterosexuales. Un estudio publicado en el Archives of Sexual Behavior demostró que, mientras el 95% de los hombres heterosexuales alcanzan orgasmos en sus encuentros sexuales, las mujeres de la misma condición lo hacen en un 65%. Además, existen tabúes respecto a la masturbación de la mujer, brechas científicas en los estudios acerca del placer de las mujeres, patologización, una cultura sexual centrada en el placer del hombre, subordinada a él, falocéntrica, a pesar de que solamente una de cada cinco mujeres alcanza el orgasmo por penetración.
La precarización del tiempo y la sobrecarga de tareas no son consecuencias exclusivas de la maternidad. En todos los países de América Latina y el Caribe en donde se ha medido el uso del tiempo, las mujeres dedican bastante más del doble de horas semanales al trabajo no remunerado que los hombres. En Cuba, las mujeres ocupan 14 horas semanales más de tiempo que los hombres a las tareas domésticas y de cuidados. También se evidenció una diferencia de más de tres horas semanales a favor de los hombres para la realización de actividades de convivencia social y recreativa. Si bien para las madres es probable que estas diferencias se acentúen, lo mismo pudiera ocurrir con las personas que tienen bajo su responsabilidad el cuidado de personas adultas mayores, convalecientes, discapacitadas y cualquier otra situación de dependencia.
No hay que olvidar que las cadenas globales de cuidado son aquellas que resultan de las transferencias trasnacionales de los cuidados, determinadas por la migración fundamentalmente, y estas por desigualdades sociales como el género, la clase, la raza, el origen territorial, etc. Es decir, entre unos hogares y otros, en diferentes países y territorios, se van transfiriendo o contratando las tareas de cuidado; las que son remuneradas emplean la mayor parte de esos ingresos para mantener a sus familias lejanas. Este fenómeno feminizado es producto de la globalización y de la profundización de las desigualdades de género en el sur global. En estas dinámicas también se incluye Cuba.
De estos cruces de desigualdades no habla ninguno de los dos filmes porque, efectivamente, son narrados desde la perspectiva de mujeres blancas de ciudad, profesionales, de clases medias en occidente.
Lo que está en crisis, son los cuidados y, también, los moldes patriarcales y clasistas de la maternidad. Por eso la responsabilidad se ha hecho “aplastante”. Las madres, en tiempos de crisis, no cargamos solas con las responsabilidades ni con las expectativas que de nosotras hacen. Hacen falta, a su vez, más productos audiovisuales que, con el mismo dramatismo visceral, relaten los abandonos paternos y los daños que causan. En definitiva, abundan más, y afectan de manera más sistemática a las infancias. La poca recurrencia de este tipo de argumentos cinematográficos no es casual, responde también a un filtro machista.
Todas las cargas negativas que se han explicado en este texto respecto a la maternidad no niegan en un ápice el amor, la interdependencia, y esa especie de devoción por los hijos, hijas e hijes. Sin embargo, esa relación no puede ser impuesta porque está absolutamente determinada por las condiciones en que tuvo lugar la gestación, si fue deseada o no y por las condiciones de vida. De alguna manera, y quizás la mayoría de las veces, se vive en la eterna contradicción entre el agotamiento y la maravilla. No quiero edulcorar estas últimas líneas con mi experiencia, finalmente, cada madre puede contar su propia película.
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Notas:
1 En el texto me referiré a la maternidad practicada por mujeres cis heterosexuales, sobre ellas tratan los dos filmes que refiero.
2 Es una frase reiterada en la traducción al castellano del filme
3 Cita de la autora del libro. Este señalamiento se hace al margen de otras teorías que aportaron a su vez a la teoría feminista.