A comienzos de marzo, grandes cantidades de pescado se perdieron en la presa Muñoz, en el municipio camagüeyano de Florida. Probablemente nadie sepa cuántas toneladas fueron. Durante días, los peces muertos formaron una “nata” en los puntos más bajos del embalse, que veía disminuir a marchas forzadas sus reservas debido a la falta de lluvias y el uso agrícola.
La presa Muñoz tiene capacidad para 116 millones de metros cúbicos de agua (m³), pero suele almacenar volúmenes muy inferiores. En mayo de 2018 fue noticia que había alcanzado sus “mayores acumulados de agua de este siglo”, cuando se acercó a la cota de los 88 millones de m³. Sus aguas están destinadas, sobre todo, al riego de arroz, por lo que suelen consumirse por grandes volúmenes en dos períodos específicos del año, coincidiendo con las campañas de siembra de ese cereal.
“Se sabía que con la ‘seca’ la presa iba a bajar, es lo que pasa todos los años. Solo que esta vez ocurrió más rápido”, asegura Michel, un floridano que por aquellos días viajó dos veces a Muñoz para buscar pescado. Los trabajadores de la empresa pesquera de la provincia, Pescacam, no daban abasto para capturar las clarias, tencas y tilapias en riesgo de morir debido a la falta de oxígeno. Parte del pescado se perdió al no contarse con el transporte y la refrigeración oportunos.
En otras presas camagüeyanas se esperaban episodios similares, que Pescacam apenas tenía cómo afrontar. La falta de recursos le impedía aprovechar esa suerte de “zafra pesquera” que cada año acontece entre febrero y abril, los últimos meses del período seco. En pocas semanas las presas desembalsan cientos de millones de m³ de agua que no reponen hasta las lluvias de junio a octubre.
El dilema del agua y el arroz
En 2020, el 49,6 por ciento del “agua dulce utilizada en Cuba” se empleó en el riego agrícola. Fueron alrededor de 2 771 millones de m³, 110 millones más que en 2016. Para poner en contexto esas cifras vale señalar que en el mismo período el consumo de los hogares se movió entre 460 y 507 millones de m³, y los de rubros como la industria, la construcción y la producción de energía no superaron —en conjunto— los 200 millones de m³. Solo la estadística correspondiente a “otras actividades económicas” (entre las que se incluye el turismo) alcanzó dígitos de cierta relevancia frente a la partida agropecuaria, al totalizar un gasto de 1 637 millones de m³ (29,3 por ciento del total).
Esa distribución del consumo se ajusta a las tendencias internacionales. De acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), la mayoría de los países destinan entre el 60 y el 80 por ciento de sus recursos hídricos al sector agropecuario, especialmente a la producción de alimentos. En 2020, el último año sobre el que Cuba ha publicado estadísticas definitivas, la rama de la “agricultura, ganadería, silvicultura y pesca” empleó el 59,5 por ciento del agua servida por el Instituto Nacional de Recursos Hidráulicos (INRH); cuatro quintas partes se destinaron a riego.
Lo significativo del caso es que ese volumen de líquido no se tradujo en aumentos de la producción, o que al menos igualaran los volúmenes registrados en la primera mitad de la década de 2010. Entre 2016 y 2020 la producción de viandas, de cítricos, y de leche y carne vacunas, cayó en un 25 por ciento; la de frutas, un 10 por ciento; y la cañera, que venía del desplome de los tiempos de la Tarea Álvaro Reinoso, se redujo un 5 por ciento adicional.
No son los peores resultados, sin embargo. En los últimos años los mayores descensos en las cosechas correspondieron a las de frijoles y arroz, que se contrajeron en torno al 50 por ciento entre 2018 y 2020. En 2021 la “tormenta” de precios derivada del Ordenamiento profundizó aún más la crisis.
La parábola decreciente de ambos cultivos tuvo como detonante la falta de plaguicidas, fertilizantes y combustible. Los rendimientos arroceros fueron un 40 por ciento más bajos en 2020, pasando de 4,38 a 2,62 toneladas por hectárea (ha). En las nuevas circunstancias, la única alternativa que encontró el Ministerio de la Agricultura (Minag) fue seguir plantando grandes áreas, aun a costa de que el elevado consumo de agua (entre 1 500 y 2000 millones de m³ de al año) no reportara mayores producciones.
“Tú puedes sembrar dos caballerías en vez de una para compensar el ‘producto’ que no le echaste al arroz cuando tocaba, pero al final la cuenta no te saldrá como antes. La preparación de la tierra y el agua también cuestan; ahora mucho más. Por eso, tanta gente se ha quitado del arroz o está sembrando menos”, comentó Israel, un agricultor del municipio de Florida.
Las decisiones del Estado cubano se guían por una lógica difícil de entender. El dinero que no se emplea en la producción arrocera nacional luego se gasta en importar el grano a un precio mayor. Citando a Lázaro Díaz Rodríguez, el director de la División Tecnológica del Arroz en el Minag, en junio de 2020 el diario Granma tradujo en números concretos el ahorro que reportaba cosechar el cereal en la Isla. Mientras el precio internacional de una tonelada rondaba los 520 dólares, en cultivarla aquí se invertían 319. Durante la pandemia la tonelada, que llegó a cotizarse en 650 dólares, nunca bajó de los 550 dólares. Según la FAO, en marzo su valor era de 600 dólares.
El costo de no buscar mayores rendimientos es también ecológico. En 2015 el Instituto de Investigaciones de Ingeniería Agrícola propuso actualizar las normas de riego agropecuario, que el INRH había establecido en 1999. La nueva escala reservó para el arroz las asignaciones más altas, solo antecedidas por las correspondientes a la malanga. Pero a diferencia de los sembrados de ese tubérculo, que en muy pequeña proporción cuentan con sistemas de irrigación, prácticamente todos los arrozales de Cuba se plantan bajo la modalidad de anegamiento. En primavera una hectárea del cereal cultivada en las provincias occidentales —donde la evaporación es menor y las precipitaciones mucho mayores— requiere de 10 415 metros cúbicos por hectárea (m³/ha); y en seca, de 11 286.
La cantidad de agua que se gasta sigue siendo inmensa, sin que los resultados estén a la altura de lo que se lograba pocos años atrás. Los especialistas llevan tiempo alertando contra la tendencia a compensar con extensionismo la falta de insumos importados. Un estudio publicado en 2018, de la autoría del profesor José Antonio Díaz Duque, de la Universidad Tecnológica de La Habana “José Antonio Echeverría” (CUJAE), ponía como antecedente un dato de peso: en 2004 la producción agrícola de Cuba fue de 33,8 millones de toneladas y para el riego se emplearon 1 597 millones de m³ de agua. Cuatro años después el consumo hídrico se había elevado hasta los 3 281 millones de m³ y la producción agrícola era 10 millones de toneladas menor.
Ocho de los “alimentos que normalmente se importan, manifiestan la imposibilidad de su realización al menos a causa de los requerimientos de agua”, señalaba Díaz Duque. Por eso, recomendaba elaborar una “estrategia de seguridad alimentaria similar a la de muchos países que se caracterizan por una limitada disponibilidad en sus recursos hídricos”. Una de las principales premisas debería ser rebajar los consumos de agua.
“El aumento de las áreas de siembra no es la estrategia más adecuada, pero constituye una forma de paliar los bajos rendimientos”, contrapuso en junio de 2020 el vicepresidente de la República, Salvador Valdés Mesa. Su razonamiento obviaba que la extensión de las plantaciones demanda más trabajo, mayor cantidad de semillas y, en muchos casos, riego.
“Cuando no se pueden nivelar bien los terrenos por falta de combustible, termina utilizándose más agua. Y ahí está también el gasto adicional de semilla y de las combinadas, que tienen que moverse más para cortar el campo. El ahorro que algunos piensan que se hace no poniendo el combustible o el fertilizante, al final se lo ‘comen’ los gastos adicionales que hay que hacer”, explicó Israel.
Al límite
Ni siquiera en su mejor momento, los rendimientos arroceros de Cuba se acercaron a la media mundial respecto a consumo de agua, que la FAO calcula entre 1 000 y 3 000 litros por kilo del cereal listo para consumo. En 2018, solo en la fase agrícola de la producción la Isla empleaba más de 5 000 litros por kilo, como promedio.
La caída de los rendimientos ha profundizado esa diferencia, y no queda siquiera el recurso de ampliar las zonas de siembra. Desde hace tiempo los recursos hídricos de la Isla son explotados al límite de sus posibilidades. Un buen ejemplo es el río Cauto, que deja el 90 por ciento de su caudal medio (estimado en 63 metros cúbicos por segundo) en las 19 presas y nueve estaciones establecidas a lo largo de su curso.
Son, en números redondos, unos 1 300 millones de m³ que cada año tienen como destino preferente los arrozales de Granma, la principal productora del cereal en Cuba. 150 kilómetros al oeste el río San Pedro llega al mar con menos del 15 por ciento de sus aguas; el resto (260 millones de m³) queda en los embalses que sostienen las grandes plantaciones del sur de Camagüey.
En 2016 el Grupo de Vigilancia del Clima, adscrito al Instituto de Meteorología, estimó que cada cubano podía disponer de hasta 1 214 m³ de agua al año. Apenas en 1995 —con aproximadamente la misma población— el per cápita superaba los 5 000; para 2025 los pronósticos apuntan a que la disponibilidad se acercará definitivamente a 1 000 m³, uno de índices más bajos en América Latina y el Caribe.
Son datos que marcan una tendencia tan preocupante como difícil de revertir, debido a los efectos del cambio climático. Quien los ponga en duda, solo tiene que llegarse hasta algunas de las cientos de presas existentes en Cuba, muchas de las cuales hacia el final de las temporadas secas parecieran condenadas a desaparecer. De no encontrar fórmulas más efectivas para el consumo de agua, algunas pudieran hacerlo.