Si me entusiasma este espacio es porque dentro de algún tiempo miraremos atrás y veremos lo mal que estuvimos. O lo bien que estábamos, eso nunca se sabe. No me sorprendería —si hacemos caso a las evidencias— que aún estemos lejos de tocar fondo.
Sensación que llega cuando miramos nuestro parloteo iconográfico desde lejos y sin apuntar a ejemplos específicos. No hemos inventado nada. Se dan casos peores en la periferia del ancho mundo. De algo nos sirvió levantar el estandarte de la educación gratuita y casi obligatoria para todos. Algo queda de cordura en la alacena. Sin embargo, a medida que las sucesivas generaciones se convierten en los nuevos actores económicos, y conquistan espacios de interacción simbólica, empezamos a ver modos cercanos a los que proliferan donde la educación sólo está al alcance de las élites blancas y de determinadas clases sociales. Tendencias que encontramos en los mercados “marginales” o secundarios del tercer mundo. Concebidas por sujetos poco instruidos y para consumidores semianalfabetos.
Esto no quiere decir que ya no se encuentren referencias con sentido —o con alguno, en el peor de los casos. Aquellas que, aunque no ayudan a conformar un discurso propio, una manera singular de abordar estrategias de proyección, sí nos permiten sortear las propias de la miseria global.
Pollo Bell puede ser un ejemplo. Parece ser, porque nunca estuve, un restaurante de comida rápida del municipio Playa. Tiene una página en Facebook con muy buena aceptación. Así que nada… asumo que la gente sale de allí contenta. Tengo idea de haberlo visto hace bastante tiempo.
Más allá de su nombre, de su logo, la posibilidad de disfrutar de un pollo frito, al estilo del KFC de toda la vida, me pareció entonces fascinante. Para casi todo el mundo el pollo frito es delicioso. Da igual que sea vulgarote y poco sano. Su grasa y textura crujiente son manjares para cualquier goloso. Hoy, cuando repasamos la carta y las fotos promocionales, nos damos cuenta de que no es un sitio demasiado orientado al pollo como tal. Más bien a las pizzas, a las croquetas y a los tacos, aunque, por supuesto, mantiene su discreta “especialidad” en un espacio central del menú.
Pollo Bell, tal y como retumba en la consciencia, es una manera de vendernos de todo un poco, como lo haría cualquier otro hijo de vecino. Publicidad algo engañosa. Es probable que su nombre sea una adaptación involutiva a una cruda realidad. Porque centrar hoy la oferta en el pollo frito, en medio de esta crisis brutal, es apuntar al fracaso. Aún así leo pollo y veo un pollo y leo Bell y veo tacos.
Taco Bell es, por su parte, una cadena estadounidense de comida rápida. De inspiración mexicana, comida tex mex, exactamente. Y es muy popular, atiende a más de dos mil millones de clientes cada año, en más de 7000 restaurantes, casi todos propiedad y operados por franquiciados independientes y licenciatarios. Bell no tuvo mucho que ver con campanitas sino con Glen Bell, un veterano de guerra emprendedor que en 1946 abrió un puesto de perritos calientes en San Bernardino (California). Pasaron muchos años y muchos acontecimientos hasta que PepsiCo compró la marca y el modelo de negocios en 1978 por 125 millones de dólares. El resto es conocido y nada más hay que darse algunas vueltas por cualquier ciudad de los Estados Unidos para saber de lo que estamos hablando. Y ahora sí, Pepsi añadió la campanita para desvincularse de un grupo étnico específico. Unos bichos.
Taco Bell, Pollo Bell, Cerdo Bell, Ana Bell, Bonna Bell… combinaciones ganadoras. También engañosas. A pesar de todo es muy superior al chistecito de Jurassic Pan… que por cierto, se ha viralizado por todo el continente. Nunca en barrios de bien, ciertamente. Sí, donde pulula el tipo de cliente que no se entera por donde le da el aire. Porque suena graciosito y tiene comidita rica. Y porque es fácil montarse sobre las colosales estrategias de marketing del “primer mundo” que han abierto surcos en el encéfalo de las multitudes. No sólo como los muchachitos de barrio adentro que se cuelgan en sus patines y ciclos de los camiones como si fuera la Gracia vaticana, sino como los surfistas que se suben a las grandes olas y las gaviotas que aprovechan las corrientes de aire para superar cientos de millas sin un pestañazo.
No es que sea una mala idea, sencillamente no aporta. La realidad es que son estos tiempos de remo, no de poesía.