La Santísima y Metropolitana Iglesia Catedral es un sitio único de La Habana. Un edificio emblemático, inigualable, cautivador; símbolo de una ciudad en la que las reminiscencias del pasado se abrazan con los claroscuros del presente.
La Catedral no necesita explicaciones, aunque las tenga. Aunque se erija como la iglesia principal de la Arquidiócesis habanera desde siglos atrás y posea por ello un significado propio para la comunidad católica. O aunque por su singular arquitectura, con su imponente fachada y sus dos torres asimétricas, sea considerada la más icónica edificación del barroco cubano.
Su rica historia desde que fuese planeada por los jesuitas, su dedicatoria a la Virgen María de la Inmaculada Concepción, el hecho de que albergara las cenizas de Cristóbal Colón, el Gran Almirante, sus apreciadas pinturas y esculturas, sus deslumbrantes altares y capillas, sus sólidos pilares, sus arcos y su cúpula; todo ello y más nutre el simbolismo de este lugar, pero no es necesario conocerlo para experimentar su solemnidad.
Aun cuando afuera, en su concurrida plaza, reinen la animación y la ligereza del turismo, la Catedral conserva la contención y la señoría, impone el espíritu de su magnificencia, el peso de su belleza y monumentalidad.
Tiene, como solo tienen los sitios extraordinarios, su propio sentido del tiempo, su propio contraste de luces y emociones. Sombras y claridades emergen y se esconden entre sus muros, rebotan en sus lámparas y en su piso de mármol, envuelven a los visitantes difuminando los colores y descubriendo sus matices, sus claroscuros.
A esa atmósfera particular nos propone acercarnos nuestro fotorreportero Otmaro Rodríguez. Como meses atrás ya hizo con la plaza, sus imágenes nos descubren no el espacio manido, contaminado por la cotidianidad, sino su esencia más atemporal, el espíritu que la define más allá de épocas y convenciones.