Después de tantos años viviendo en latitudes donde las estaciones, bien definidas, se suceden puntualmente —hoy sin embargo alteradas por nuestro insistente abuso del planeta— callejeo muerta de risa por dentro mientras me pregunto: Cuba, ¿un eterno verano? Más bien un mito, pues tenemos todavía estaciones.
Caminando una tarde de mayo con cuidado de no torcerme un pie en las reventadas aceras de El Vedado, las flores nuevas de un flamboyán lo confirmaban: la primavera también existe en La Habana. Y de paso me aseguraban que, a pesar de todo, hay que abrigar esperanzas. Si queremos ver el desastre, sin falta lo hallaremos. Si, en cambio, deseamos encontrar amor, ternura, la paz, un atisbo, aunque mínimo, de futuro, eso es lo que ahí estará para nosotros.
En este viaje en que al fin he podido detenerme un poco más en la ciudad, a cada paso, debajo del fastidio y el cansancio cotidianos, descubro inesperados gestos de ternura en los habaneros.
No sé cómo lo hacen, porque la vida cubana parece cada día más difícil, pero ahí está. Descansa en las palabras de dos viejas flacas que, jabita en mano, en una esquina se consuelan mutuamente —duele la soledad y demasiado pesa la ausencia, pues todos se han ido: los hijos, los nietos, los vecinos. La ternura está en la madre, cuando se detiene a devolver al cochecito enclenque el pie del hijo dormido; y la de los estudiantes besándose sobre los maltrechos bancos de los parques —los sabios amantes que a pesar de su juventud ya saben que ese beso de ahora no se repetirá jamás y por eso se saborean de ida y vuelta, hasta llegar al punto del total desconocimiento, cuando no les quede dentro ya nada más de sí mismos, porque hasta el fluido más recóndito ha sido succionado por el otro.
Treinta años atrás así podía permanecer yo, por horas, doliéndome las tablas flojas en las nalgas, mientras me besaba con los amantes de entonces. El parque de H y 21 siempre fue mi preferido, y por ahí todavía atravieso cada vez que puedo, recordando, sonriendo. Como también se me ilumina la memoria al pasar junto a los laureles de la calle 27, entre la Universidad y el Hospital “Calixto García”, contra cuyos troncos tanto amé, saltando de uno en otro. Tal vez es de entonces que viene esa adicción mía por recorrer las calles de las ciudades en que habito de la mano de mis amantes, aprovechando cada semáforo para el beso y la caricia. Las calles de El Vedado las conozco todas por la textura de su oscuridad y la calidad de la brisa que puedan o no hacer circular. El olor de la tierra húmeda de sus parques tras las lluvias de mayo viaja siempre pegado a los pelitos de la nariz.
Regreso, y la ciudad me cuenta mi propia historia. Me la devuelven, más que los silenciosos parques y los cansados árboles, su gente, los actuales habitantes —no importa en qué provincia hayan nacido ni cuándo ni de qué manera han venido a parar a esta ciudad. Los habaneros de hoy, aun si la ciudad en que despiertan cada día no se parece mucho a la que conocí de niña y adolescente, la viven con la misma intensidad con que antes lo hacía yo.
Agradecida entonces recojo mi historia personal que esta Habana tiene a bien ofrecerme; y descubro que, incluso habiendo pasado más tiempo de mi vida lejos que estando en ella, la ciudad conoce más de mí de lo que yo misma creo saber. Ni ella ni yo nos hemos completamente perdido de vista la una a la otra en tantos años de ausencia. Es La Habana la que responde las preguntas que siempre lanzo al horizonte en tantos otros puertos del mundo. Por eso será tal vez —conjeturo también por estos días— que los habaneros prefieren sentarse de espaldas al mar en el malecón. En su incesante parloteo, alguna teoría esgrimían al respecto los tres tristes tigres de Cabrera Infante, pero sólo ahora se me vuelve menos misteriosa esa costumbre habanera. Y es que en la ciudad están contenidas todas las respuestas y también las preguntas: esparramadas sobre el pavimento, al mediodía, secas aguardan nuestra atención, o van colgando del andar de la gente apresurada, camufladas tras sus muecas de fatiga, agazapadas en el gesto al secarse el sudor de la frente y esperar resignados la llegada de una guagua, un camión, una moto, una bicicleta; en la mirada aprehensiva lanzada al balcón que puede caerles encima en cualquier momento, en el rostro que se voltea ante la vista de un manojo de plátanos enlazados por una tira roja, depositados al pie de una palma —ebbó para Changó. Es La Habana la que descifra mis misterios: por qué me rebelo o intento reconciliarme, por qué huyo o continúo en peregrinaje, buscando el hogar, por qué abandoné a un hombre y todavía espero a otro, qué es lo que, de veras, deseo yo.
Soy aún un barco a la deriva en los mares de mí misma; y careno en el puerto de mi ciudad.
El amor puede cambiarlo todo: el planeta, un país y esta ciudad, el hogar, nuestras vidas, una misma. Lo cantan los boleros. Lo proclaman sacerdotes y poetas. El amor puede cambiar el curso de la guerra y el destino de continentes enteros. El amor que recibes. El amor que ofreces. Ahora. Aquí. Estoy. En La Habana. Amándome a mí.
Pero ¿cómo, en una ciudad en estos tiempos tan afligida, encuentro yo la fuerza para amarme a mí misma?
¿Cómo practicar eso que llaman “mindfulness” en una ciudad acribillada por la carestía y la pérdida, la desesperanza y el éxodo? Dicen los que saben de estas cosas de la conciencia abierta, la relajación y la mente positiva que es precisamente en las situaciones más incómodas cuando debemos practicar el mindfulness. Si es así, en La Habana actual deberíamos ponernos todos a practicarlo —y en particular los habaneros, que constantemente y sin posibilidad de escape viven en la ciudad. Inspira, expira, cuenta hasta diez, vuelve a contar hasta diez, una vez y otra; no pienses en el pasado ni en el futuro, sobre todo, nunca debe pensarse en el futuro, porque de pensar en el futuro lo veríamos todo insistentemente gris —o mucho peor. No pensar. No pensar. No pensar. Permanecer en el presente. Pero, si el presente es la cola del pollo, el aceite o los huevos que hay que comprar a como dé lugar, porque con ellos se alimentarán mañana los hijos; si el presente es la espera de la guagua que nunca se sabe ni cuándo ni cómo ni si llegará; ¿quién tendrá ganas de quedarse en él? Por eso, y a pesar de cuanto aseguran los gurús del mindfulness, y aunque en principio concuerdo en que cuanto más difícil se nos vuelve la experiencia cotidiana es cuando más precisamos hallar y aferrarnos a nuestra paz interior, en la práctica no me atrevería a acercarme a los habaneros en la calle e invitarlos a unírseme a una sesión de meditación.
Inspira, expira, les digo en silencio, sólo con la mirada.
Inspiro, expiro, me digo en voz alta. Y me voy ya, Rampa abajo, rumbo al malecón, a buscar yo solita mi paz interior. Yo, que desde hace muchos años sé muy bien lo que hay detrás de la línea del horizonte, y por eso ya no miro hacia allí, ansiosa, deseando que el primer barco me lleve a lo desconocido. Yo, que tiempo atrás estuve ante ese mismo muro como muchos habaneros que entonces y ahora también se recostaban y se recuestan a él, anhelando y temiendo a la vez la partida al más allá. Yo, que todavía recuerdo la indescifrable mezcla de esperanza y duda y terror y desespero de quien se siente atrapado y quiere salir y no sabe ni hacia dónde se quiere ir ni cómo lo va a lograr, sólo que en su presente no quiere permanecer. Yo sé, yo recuerdo, y en el malecón a los habaneros de hoy los miro de reojo ahora mismo, con respeto. Inspira. Expira. Inspiro. Expiro. Y rezo con ellos. Que adonde quiera que consigan marcharse los acoja el futuro, un buen futuro.