Las relaciones de EEUU con sus países fronterizos han respondido históricamente a una lógica geopolítica. Atrapada en esa lógica, para bien y para mal, se halla la cuestión del medio ambiente.
Como se sabe, EEUU y México comparten un programa oficial que abarca a 14 ciudades hermanas de cada lado. El gobierno estadunidense asocia este programa a un plan de contigencia con esas 28 ciudades, previendo que pudieran ser afectadas por “una importante liberación de sustancias peligrosas” (a major hazardous substance release). Entre esas sustancias peligrosas está, naturalmente, el petróleo. Algo parecido mantiene con Canadá.
La frontera canadiense tiene 8891 km; la mexicana, 3 145 km. Aunque la del norte es casi el triple, todo indica que los problemas relacionados con el medio ambiente, junto a otras cuestiones relativas a la seguridad nacional, se acumulan bastante más del lado mexicano que del canadiense.
¿Alguna otra frontera que cuidar? Hay una con Cuba, que no es terrestre, sino marítima, y que tiene solo 580 km. A pesar de su menor tamaño, esas equivalentes 313 millas náuticas no están sujetas al mismo control ni pueden sellarse físicamente en el mismo grado que las fronteras terrestres. Acordada mediante un tratado el 16 de diciembre de 1977, esta frontera marítima cubana, a diferencia de las terrestres mencionadas, está rodeada por un mar común, y está atravesada por innumerables rutas navales, así como lo hace una corriente que sube desde el sur hacia la costa de Florida, bordeando la isla, conocida como Corriente del Golfo.
La importancia geopolítica de esta frontera marítima determinó que el único tratado surgido del diálogo y la negociación entre los dos lados durante el corto verano de Obama fuera precisamente el que prevé la zona de explotación submarina en el este del Golfo de México, entre los tres países. Explotación marina que tiene un primer denominador común en términos de medio ambiente y recursos naturales: el petróleo.
Cuando EEUU reaccionó ante la catástrofe de Matanzas, reconoció la existencia de un antecedente que autoriza la colaboración en materia de asistencia a amenazas medioambientales relacionadas con derrames de petróleo: “la ley de Estados Unidos autoriza a las entidades y organizaciones estadounidenses a proporcionar ayuda y respuesta ante desastres en Cuba.”
El antecedente de entendimiento mutuo más inmediato de esta declaración fue uno de los últimos firmados entre ambos países, menos de dos semanas antes de que Barack Obama dejara la presidencia: el Acuerdo de Cooperación sobre la preparación y la respuesta a la contaminación causada por derrames de hidrocarburos y otras sustancias nocivas y potencialmente peligrosas en el Golfo de México y el Estrecho de la Florida, con fecha 9 de enero de 2017.
La valoración oficial de aquel acuerdo de parte de EEUU no se limitaba a aspectos puntuales o técnicos. Aunque su alcance se dirigía a “prevenir, contener y limpiar derrames de petróleo y otras sustancias contaminantes en el mar,” se trataba de “minimizar sus efectos adversos a la salud pública, la seguridad y el medioambiente,” de manera que su significado iba más allá: “Este acuerdo bilateral es un reconocimiento a la importancia de la protección de nuestros ecosistemas marinos y comunidades costeras…Establecer un marco mutuo –incluyendo aspectos diplomáticos, legales y técnicos– para prevenir, prepararnos y responder ante derrames de petróleo en el ambiente marino es particularmente importante para vecinos separados por 90 millas. El Servicio de Guardacostas de los Estados Unidos y el Departamento de Estado han desarrollado una fuerte relación profesional con sus contrapartes cubanas.”
Aunque el lado cubano ha reconocido que aquel acuerdo era específico sobre los derrames de petróleo en el mar, la cuestión de fondo en ese entendimiento, en términos del interés nacional de cada uno, sigue siendo la protección del medio ambiente de los dos, no solo del agua.
A fin de cuentas, la política ambiental de EEUU no hace una diferencia de fondo entre derrames marítimos y terrestres. Según precisa el Servicio Geológico de EEUU (USGS): “un derrame de petróleo se refiere a cualquier liberación incontrolada de petróleo crudo, gasolina, combustibles u otros derivados del petróleo en el medio ambiente. Los derrames de petróleo pueden contaminar la tierra, el aire o el agua. Aunque el término derrame de petróleo a menudo hace que se piense en derrames en el océano y las aguas costeras, como en 2010 durante el derrame de petróleo de Deepwater Horizon en el Golfo de México o el derrame de petróleo de Exxon Valdez en 1989 en Alaska, también se refiere a derrames en tierra. Los derrames son increíblemente dañinos para aquellas especies que entran en contacto directo con las áreas contaminadas. Y dependiendo del tamaño y la escala de un derrame de petróleo, el tiempo de recuperación puede llevar de días a décadas.”
Según esta definición, EEUU y todas sus agencias especializadas, que cuentan con un increíble caudal de recursos técnicos y equipos especializados, además de la incomparable cercanía a la zona del desastre, deberían haber amanecido el sábado en cuya madrugada se incendió el tanque, en la boca de la bahía de Matanzas, respondiendo a sus propios intereses: evitar la contaminación de la tierra, el agua y el aire en una zona aledaña, preservar la vida de las especies, y además, la de los cubanos directamente involucrados en el desastre.
Una vez que el incendio terminó, no es posible imaginar de modo realista lo que podría ocurrir a partir de ahora entre las dos partes, sin antes explicarse lo que pasó. El obstáculo que impidió esa asistencia unilateral e instantánea no puede atribuirse, como antaño, a las regulaciones del embargo o de ninguna otra ley, ni a los límites técnicos de un acuerdo, sino a la acostumbrada falta de voluntad política. Contra ese impedimento, ninguna teoría de lobby étnico ni de diplomacia de desastres puede proveer una interpretación alternativa, con mayor poder explicativo que lo que ya sabiamos: unas relaciones caracterizadas por la hostilidad y la desconfianza, donde difícilmente pueda desarrollarse ninguna diplomacia humanitaria, porque más bien carecen de humanidad.
La pregunta sobre el futuro de las relaciones no depende, naturalmente, de cuántas misiones humanitarias pueden entrelazar a los dos países. Ya eso también lo sabemos, desde que los dos lados cooperaron para enfrentar el terremoto en Haití y la epidemia de ébola en el occidente de África. Claro que sí se puede. ¿Y?
Ciudades hermanas
Para pensar el futuro, en términos de alternativa, podría resultar útil volver a mirar la geopolítica de la Cuenca y en particular, a la lógica de la frontera entre EEUU y Cuba, regresando, digamos, al tópico de las ciudades hermanas, entre otros interlocutores.
¿Por qué será que, a pesar de que existen ciudades hermanables de los dos lados, no existen planes de contingencia fronteriza, que EEUU pueda reconocer y considerar en sus programas ambientales? Al sur de esa frontera se hallan La Habana, Santa Cruz del Norte, Matanzas, Cárdenas; Cayo Hueso, Naples, Sarasota, Saint Petersburgh, Tampa, junto a la zona protegida de los Everglades, y urbes como Miami y Fort Lauderdale, al norte. Si miramos más allá, en el arco interior del Golfo, están los considerables puertos de New Orleans, Mobile, Houston, con los que Cuba ha tenido relaciones históricas muy estrechas, basadas en la misma lógica geoeconómica tejida por la vecindad.
Ya sabemos lo que pasa cuando un huracán o un derrame petrolero multiplica catástrofes en la cuenca del Caribe, sea por tierra, mar o aire. También conocemos su impacto sobre los flujos migratorios y otros problemas de seguridad nacional que repercuten sobre todas las fronteras de EEUU, terrestres o marítimas.
Revisando el tema, sin embargo, resulta que sí tenemos “ciudades hermanas,” bautizadas así de los dos lados, aun sin la consagración de la Agencia de Protección del Medio Ambiente o el gobierno federal. Las Vegas y Santa Fe (en Nuevo México) están hermanadas con Banes y Holguín; Brunswick (en Maine) con Trinidad; Sancti Spiritus con Philadelphia; La Habana con Mobile; Pittsburgh con Matanzas. Esas relaciones subnacionales, reconocidas como una dimensión importante de las relaciones exteriores en los actuales estudios académicos de nuestra región, no han sido insignificantes entre Cuba y EEUU, incluida la cooperación en la recuperación frente a desastres naturales.
El ejemplo clásico es el de la oferta cubana de ayuda a New Orleans, a raíz del huracán Katrina, en 2005. Cuba estuvo, junto con Australia, Alemania, UK, entre los primeros países en ofrecerla, y entre los poquísimos (Venezuela, Pakistán) que no eran aliados de EEUU. Aunque EEUU fue bastante renuente a aceptarla en general, lo que tuvo resultados desastrosos para los damnificados, esta no impidió que las ciudades de La Habana y New Orleans crearan su propio canal de cooperación, y una misión de médicos y personal de salud cubanos ayudaran en la recuperación. Catorce años después, este intercambio se actualizó, y se hizo extensivo a cultura, salud, educación, economía, turismo, agricultura, comercio y desarrollo científico, así como a manejo de desastres, cambio climático y preparación para emergencias, además de gestión e infraestructura urbanística.
¿Es el sistema cubano un obstáculo para que ese intercambio que involucra a actores subnacionales de ambas partes se pueda desarrollar como alternativa mayor? ¿Resulta ese sistema antagónico con expandir el espacio de relaciones entre actores no gubernamentales, como emprendedores, artistas, académicos, científicos, representantes de iglesias, deportistas, activistas del medio ambiente, de ambos lados?
Atendiendo a la experiencia histórica de los últimos diez años, y en ausencia de una iniciativa del gobierno federal como la de 2014-2016, ¿es más realista apostarle al humanitarismo de las agencias estadunidenses, con todas las ataduras que a menudo las acompañan, o más bien a una metadiplomacia que en el pasado ha rendido frutos, y que no excluye a las instituciones públicas cubanas, sino más bien las convierte en facilitadoras?
A no ser que empiecen a pasar cosas muy inesperadas en los próximos días, cuando se apague la última llama en Matanzas, las esperanzas de quienes hace dos años ponían sus ojos en la victoria de los demócratas como la salvación nacional también se habrán hecho cenizas. Y esa también será una lección.
Entonces ,Profesor,seria responsabilidad de los EEUU cuidar por los desastres que la incapacidad cubana produzca ?? Y darles alimentos ? y darle residencia en los EEUU ?? Por que no nos anexamos ??