En la bodega de mi zona hay una lista que organiza la cola para adquirir tiques con los cuales, si alcanza, se comprarán cinco libras de carne de puerco, a 250 pesos cada una. El rostro de agotamiento y la ansiedad como conducta son los signos más visibles de las personas que esperan, al menos, poder anotarse en esa suerte de puerta a la esperanza.
Esta imagen puede ser recreada en colas de muchos formatos y contenidos para acceder a cualquier producto o servicio. Colas con asombrosa capacidad de metamorfosis. Hoy son de un tipo y mañana de otro: por lista o por orden de llegada; la organiza la gente o la garantiza la institución; es una lista fija o hay que rectificar cada equis tiempo; se hace a través de una llamada por teléfono; etc.
La cola es una suerte de lugar social donde se dan relaciones de poder disímiles, donde se disputan por lo general la rigidez institucional y el caos creativo de la gente. Es un punto donde concurren a diario todas las tensiones del país que somos, donde pulsean los diseños que intentan equidad en la distribución de la carencia y el egoísmo que acapara sin piedad. Espacio donde, en alguna ocasión, se pierde todo orden posible y prima la ley del más fuerte, controlable solo con la llegada de la policía.
Comandan el espacio, por lo general, negras y mestizas, que autogestionan la cola para garantizar su acceso a los bienes o servicios que se oferten. Mujeres que, como tendencia, cuentan con poca o nula posibilidad de adquirir productos de primera necesidad que no sea por esta vía. Mujeres que, además y esencialmente, viven en situación de pobreza.
En esa policromía que genera, la cola puede ser, potencialmente, una fuente de empleo informal (precario), para las personas que venden los turnos. Una hendija para el poder popular, de base, a la autogestión y control del espacio. Una suerte de asamblea permanente donde se intercambia opinión, donde se proponen maneras para que funcione mejor la distribución de lo que llega. Digo potencialidades porque no es estable, sistematizada. Es una respuesta espontánea y coyuntural. Pero, reitero, potencialidad al fin y al cabo.
Abundan las narrativas sobre ese escenario, casi institución, de la realidad cubana. Incluso hay estudios de ingeniería industrial que buscan soluciones para hacerlas más eficientes: tablas, flujos, tendencias, modelos, de todo hay en materia de colas. En días recientes se desmontó el modelo llamado LCC, implementado durante la pandemia para garantizar el orden y la equidad, de lo cual resultó una serpiente que mordió su propia cola.
Ahora funciona un modelo más organizado que, al menos para el consumo de alimentos y aseo, centra en días concretos, para cada consumidor o consumidora, la angustia e incertidumbre que representa esperar a que te toque, con un poco más de posibilidad de alcanzar algo. Intenta resolver un problema del anterior modelo, el acceso de las personas que trabajan a los productos, lo cual era punto menos que imposible. Puedo dar fe de ello pues, en mi experiencia, desde junio no logré adquirir ningún producto por esa vía, y ahora accedí a un módulo que, sin dudas, me da un respiro momentáneo.
Lo cierto es que la cola es el lugar del que todas y todos queremos salir. No me refiero al día invertido, a veces con fe y otras con incertidumbre, para adquirir un bien o un servicio equis. Hablo de la cola como síntoma, no como enfermedad. Este es el rostro visible, permanentemente visible, de una carencia crónica, de una crisis estructural que alcanza todas las zonas de la realidad cubana. El antídoto para la cola crónica es el abastecimiento y la eficiencia, no hay de otra.
En el mes de diciembre del año pasado, en una entrevista en la televisión (que, por cierto, fue censurada) pedí que el 2022 fuera el año donde las colas nos abandonaran, al menos en la intensidad de entonces. Es más que evidente que fue un deseo trunco. Aún más complejo (incluso triste) es que para el 2023 podemos pedir solo que las colas sean más eficientes y garanticen más equidad, pero no podemos ilusionarnos con que desaparezcan; al menos que no pierdan su función de regulación y distribución de las carencias.
La cola, como institución del modelo cubano, revela que somos un país organizado, un sistema aceitado en la pretensión de distribuir bienes y servicios de manera justa. Cada persona sabe dónde debe comprar, dónde debe acceder a determinado servicio. Eso pasa a lo largo y ancho del país. No obstante, no es lo mismo distribuir en el reparto La Coronela, que distribuir en Zamora-Coco Solo. El orden no alcanza por igual a zonas que son desiguales, sobre todo en densidad poblacional. No es lo mismo, y aquí otro déficit del actual esquema, que el día que corresponde a tu número haya toallitas húmedas y desodorante, o que haya salchichas, pollo y detergente. La incertidumbre también habita en esta fórmula.
Las condiciones que tenemos delante no transmiten buenos augurios para el plan de colas del 2023. Las condiciones económicas no muestran datos que sugieran más pollo, pan, sellos, gas licuado, medicamentos, aceite, carnes diversas con precios accesibles, transporte, servicios hospitalarios estables y de calidad y un largo etcétera. No parece que disminuirán las también largas colas para pasaportes, pasajes, certificación de documentos, con miras a otros horizontes.
La cola manifiesta, aquí y ahora, nuestros dolores como pueblo. Es un lugar imprescindible para entender lo que somos, nuestra moral, nuestras contradicciones y alcances. Es un medio infalible para saber cuánto avanzamos o cuánto retrocedemos.
La cola es un medidor de la calidad de la política nacional y sus resultados. La agenda práctica y contextualizada de cualquier programa político debe encabezarse con la lucha por erradicar las colas, no a los coleros y a las coleras como si fueran la esencia del problema. Se debe luchar contra las condiciones que las generan, y no solo contra la corrupción e indignación cotidiana que generan.