Mauricio Vicent conoció Cuba antes de hacerse periodista y quizá por eso disfrutaba, sobre todo, contar la realidad cotidiana, con esa mezcla de cultura popular y golpes de la vida. Muy joven viajó a la isla, donde estudió Psicología, y ahí se quedó, sin remedio.
Desde La Habana fue corresponsal de El Independiente, un diario madrileño de vida efímera, a principios de los 90. Luego se enganchó con El País, donde se mantuvo hasta el final.
En Cuba vivió la etapa final del socialismo, el colapso de la Unión Soviética y aliados, la crisis siguiente, el Período Especial; los ires y venires de reformas, ajustes, estancamientos y vueltas atrás de la política económica. Contó el final de Fidel Castro, la época de Raúl Castro y todavía seguía reseñando la trágica situación de los últimos años.
Con el empeño que puso en entender el país desde la calle y los rincones de los barrios, al paso del tiempo hizo acopio de fuentes entre generaciones de dirigentes políticos y relaciones y amistades en el mundo de la cultura. Ese trabajo, que en Cuba requiere tiempo y paciencia, se refleja en su registro en las hemerotecas.
De todo lo que pudo haber reunido en un libro, escogió su primera época en la isla, el final de los 80. Y de tanto que pudo haber escrito, prefirió disparar retazos, flashes de momentos que hilvanan la historia.
Esas frases cortas, apenas indicios del momento, sirvieron para que el historietista Juan Padrón ilustrara el relato con sus dibujos tan conocidos en Cuba.
Eso es Crónicas de La Habana (Astiberri, 2016), una obra que tiene como subtítulo “Un gallego en la Cuba socialista”. Porque, aun un madrileño se convertía en la isla en “gallego”.
Su recuento no fue el de casi cuatro décadas que vivió en Cuba, sino el de cinco años que estuvo alojado en la residencia estudiantil del barrio del Vedado, un edificio destartalado frente al Malecón de La Habana.
Reconstruyó la falta de elevador en una torre, la picaresca del cambio de moneda, las cuotas de abastecimiento para los becados, la comida racionada, el trapicheo con la pasta de dientes, las aventuras amorosas en las posadas (hoteles de paso), los manuales soviéticos y las clases de marxismo-leninismo…
No fue casual que en su última etapa hiciera un blog en El País cuyo título ya era una síntesis del humor negro que destilaba Vicent: “Más se perdió en La Habana”, una frase que quita dramatismo a los hechos y recuerda que peores cosas puede haber.
Pero este domingo sí que hubo algo peor. La triste noticia de su muerte repentina me sacudió muy temprano. Varios amigos se apresuraron a contarme y a diseminar el amplio y detallado obituario que publicó su periódico. En ráfaga recordé las numerosas coberturas que compartimos, las incontables discusiones sobre “la cosa” en Cuba y aun los recientes intercambios de opiniones que manteníamos a la distancia.
Imposible creerlo. Buen viaje, maestro…
Adiós maestro, extrañaremos tus letras.