Cualquier calle de la capital cubana puede sorprender con un flashazo de creatividad. Sea en Centro Habana o La Habana Vieja, en el Vedado o Marianao, el caminante puede dar de pronto con pequeños grafitis o impresionantes murales, que hasta hace poco no estaban allí. O con uno, que de tanto estar, se ha convertido en parte indisoluble del paisaje y el imaginario habanero, en una marca de identidad, aun cuando el tiempo le haya hecho perder parte de sus colores.
Muchos son obra de artistas populares y autodidactas, de jóvenes irreverentes o veteranos que suelen dejar su huella en los muros de La Habana.
Pueden ser creaciones clandestinas, fugaces, o hechas a la vista de todos, incluso con la anuencia oficial. O ser más sencillas o elaboradas, más básicas en sus formas y acabados o más grandilocuentes, más atractivas por sus diseños y figuras.
Pero todas, de una manera u otra, marcan con su sello el sitio en que han sido plasmadas.
Sus imágenes, sus mensajes, son reflejo de un contexto, de una inspiración permanente o momentánea o de una tradición reelaborada a la luz del momento en que quedaron sobre las paredes.
No pocas de estas creaciones ya no están. Se perdieron, como se perdieron los muros que las sostenían, las edificaciones en que se asentaban; y como, seguramente, en medio del deterioro que padece la ciudad, otras también se perderán.
Pero, al mismo tiempo, nuevos grafritis y murales siguen naciendo. Cada mes, cada semana, cada día, y La Habana, con sus dolores y carencias, con sus partidas y reconstrucciones, los sigue recibiendo.