Al comenzar el siglo XIX era común el tráfico de volantas y calesas en La Habana. Estas últimas, casi siempre tiradas por mulas, “(…) tenían la forma de un cajón vasto, con pilares y ventanas montadas sobre un pliego igual al de las volantas”, nos dice el erudito José María de La Torre.
La volanta, describe el artista de la plástica y viajero estadounidense Samuel Hazard, quien arribó a La Habana en 1868:
(…) es un carruaje de dos ruedas, con largas varas, cuyo peso soporta el caballo o mula, sobre cuyo lomo monta el conductor en una gran silla toscamente hecha. Las varas se apoyan en el eje de las ruedas por un extremo y en el caballo por el otro de la misma manera que la antigua litera; y el cuerpo de la volanta, como aquélla, descansando sobre sus grandes resortes de cuero, está en constante moción de un lado a otro.
Las ruedas, a primera vista excesivamente grandes, daban mayor impulso al vehículo y evitaban que se volcara cuando transitaba por terrenos fangosos o pedregosos.
Debido a una ordenanza fechada en 1807, cuando gobernaba el Marqués de Someruelos, La Habana de intramuros tenía 16 barrios. Veinte años más tarde eran recorridos por 2 651 carruajes, particulares y de alquileres; en 1846 existían 2 830 carruajes, el per cápita era de 1 por cada 20 habitantes blancos, según el investigador Juan Pérez de la Riva. Para tener una idea del panorama, sumemos los carretones y carretas usadas para el transporte de mercancías.
Había que regular el tráfico. Por eso en 1838 el Capitán General dispuso que estos últimos medios no podían transitar por el paseo del centro de la Calzada de San Luis Gonzaga (posteriormente de la Reina). A quien violara la norma le impondrían 4 ducados de multa, y el doble si reincidía.
El diplomático inglés Robert Jamenson viajó con frecuencia en las volantas. Recordaba en un libro publicado en 1821, que después del desayuno, casi siempre una taza de café o de chocolate, los habaneros pudientes ordenaban preparar el carruaje, conducido por un “negro revestido de una librea sencilla, con grandes polainas de cuero y con una espuelas tan grandes que más bien servirían para espolear a un elefante que a un caballo”.
Desde 1820 se hizo común el quitrín. Los primeros fueron empleados por el Capitán General y para las visitas de enfermos en la Catedral. Decía Hazard que “la principal diferencia entre los dos vehículos es que la vieja volanta no baja su fuelle, que es fijo, en tanto que la volanta o quitrín actual permite que el fuelle se levante o baje a voluntad, una mejora muy cómoda”.
Al principio, lo importaban de Inglaterra y Estados Unidos, pero luego era fabricado en La Habana. Para las mujeres, confinadas al hogar por las costumbres de la época, tener un quitrín era una bendición, un medio para liberarse del tedio y poder socializar, disfrutar del aire libre. Teodoro Guerrero contaba, en 1847, a los lectores del Semanario pintoresco español:
(…) rara es la familia de medianos posibles que no tiene un quitrín, o una volanta; sin este mueble, ninguna señora sale de día, pues se tacha sobremanera; es una preocupación necia, pero por otra parte, es indispensable para ellas pues el calor es extremado, y cuando llueve, las calles quedan intransitables, con el fango, por el mucho tráfico de carruajes (…)
La competencia contribuyó a que bajaran los precios del pasaje. José María de La Torre precisa:
El alquiler de una volanta de La Habana al Cerro o a Jesús del Monte, era a principios del siglo, de 2 pesos; más tarde, 1 peso; y 6 reales, después del establecimiento de los ómnibus [a tracción animal] (que llevan a real por persona). Desde intramuros hasta los extra muros era medio peso hasta el año de 1835, en que bajó a peseta fuerte (hoy sencilla).
El calesero
El personaje del calesero, plasmado en las obras de literatos y pintores, se convirtió en un tipo popular. Hubo algunos famosos por su destreza y elegancia. En una de sus crónicas constumbristas, publicadas en El Fígaro, Felipe López de Briñas recordaba a Juan papa, esclavo de la señora Santibáñez, Juan chiquito, de Urbana Calcaño, José de la Cruz, de Rufino Pachero “vendidos y recuperados, varias veces, por sus amos, en cantidades más exageradas y fabulosas”.
Desde la adolescencia era educado el calesero para acometer el oficio. Acerca de sus deberes, Idelfonso Estrada Zenea en su libro El quitrín costumbres cubanas, escenas de otros tiempos, editado en 1880, nos cuenta que:
El calesero además de saber montar en silla y en pelo y de guiar el carruaje, sin tropezar, ni aun en el más enredado laberinto de quitrines, coches, carretas y carretones, que era el espectáculo diario de las calles de La Habana; tenía también que saber forrar el eje y dar sebo a las ruedas; limpiar los arreos, así en su parte de cuero como de plata; lavar el quitrín y dar lustre al fuelle; colocar los sotrozos y otros actos indispensables, como recoger el tapacete, tusar los caballos, trenzarles la cola; para lo cual tenía que estar provisto de los avíos necesarios tales como esponja, sebo, grasa y gamuza para el quitrín, humo de pez, naranjas agrias y escobillas para limpiar los arreos, cascarilla o blanco de España, para la plata, una tina pequeña y un gato para levantar las ruedas.
La Condesa de Merlín, en una crónica que publicó en el periódico Monitor, de París, en 1840, ofrecía más detalles:
Los quitrines eran todos de los particulares. Lo primero que se vía de estos carruajes, era un negro y dos grandes ruedas que sostenían una especie de cabriolé de caja muy baja. El negro iba magníficamente vestido y montado en una mula. Llevaba unas botas perfectamente charoladas que solo le llegaban hasta la clavija, y le dejaban ver la caña de la pierna negra y lustrosa; un zapato perfectamente charolado y adornado con un lazo completaba este singular calzado compuesto en dos partes. Su pantalón de lienzo blanco y los escudos de armas bordados en los galones de su casaca, hacían resaltar más y más el ébano de su tez y los diferentes matices negros de su calzado y de su sombrero galoneado.
Cuando comienzan las guerras de independencia, en 1868, ya el reinado de las volantas había terminado hacía tiempo. Aunque todavía se usaban algunas por empresarios en las ciudades; y en las haciendas los propietarios gustaban pasear en ellas.
Predominaban los coches del modelo Victoria, con capacidad para dos pasajeros. Era habitual que los propietarios los arrendaran por 6 pesos y 25 centavos al mes. Los dueños tenían que alimentar a los animales y mantener en buen estado el vehículo. Para los cocheros resultaba un buen negocio porque podían ganar hasta cuatro pesos diariamente.
Agregaba en sus notas Hazard que si alguien se paraba frente a un hotel o en cualquier esquina; antes de transcurrir 3 minutos podía escoger entre una docena de vehículos, que pasaban constantemente hacia diferentes lugares y cobraban 20 centavos la carrera.
Para evitar indisciplinas en el cobro del pasaje, las autoridades de La Habana aprobaron un reglamento que establecía:
Los propietarios de carruajes de alquiler deberán proveer a sus conductores con el suficiente número de tíquets para entregar uno a cada persona que alquile el vehículo, a fin de que si sobreviene alguna disputa pueda arreglarse acudiendo a la Jefatura de Policía, situada en la calle de Empedrado, esquina a Monserrate. Se recomienda a los pasajeros que paguen cualquier sobreprecio pedirlo, puesto que al hacer la reclamación en la citada jefatura, le será devuelta la cantidad y multado el cochero.
Completaba el transporte de tracción animal los llamados tranvías de sangre, tema del que me ocuparé en otro trabajo. Por ahora adelanto que, debido al Real Decreto del 5 de febrero de 1859, la Empresa del Ferrocarril Urbano de La Habana, bajo la administración del español José Domingo Trigo, fue autorizada a establecer cuatro itinerarios de tranvías en la ciudad.
Así se trasladaban los habaneros en el siglo XIX hasta que concluyó, en 1898, la última guerra independentista, cesó el dominio hispano y las inversiones de capitalistas extranjeros fomentaron líneas de tranvías eléctricos.
Fuentes
José María de La Torre: “Lo que fuimos y los que somos o La Habana antigua y moderna”, Revista Bimestre Cubana, Volumen VIII, 1913.
Frank Carman Ewart: Cuba y las costumbres cubanas, Ginn and Company, Nueva York, 1919.
Samuel Hazard: Cuba a pluma y lápiz, tomo 1, La Habana, Cultural S.A, 1928.
Idelfonso Estrada Zenea: El quitrín costumbres cubanas, escenas de otros tiempos, Imprenta Industrial, La Habana, 1880.
Cesar Ojeda: Grabados y artículos sobre Cuba del siglo XIX, Las Palmas de Gran Canaria, 2008.
Justo Zaragoza: Cuadro estadístico de la siempre fiel isla de Cuba correspondiente al año de 1827, La Habana, Impresoras del Gobiernos y la Capitanía General, 1829.
Diario de la Marina
El Fígaro
Maestra descripción q invita a la imaginación tan real. He utilizado ese medio de transporte Gracias!
Le temo a los coches desde la última vez q monte uno en Ciego de Ávila y el caballo se desbocó Jjjjj por ello los evito mientras se pueda.