En la conferencia “A través de mi espejo”, que mi padre leyó en la Biblioteca Nacional en 1970, al hablar de su niñez, afirmó: “El Paraíso de mi infancia tiene un nombre: Arroyo Naranjo”.
Eliseo Diego nació en 1920. Sus padres, la criolla Berta Fernández-Cuervo y Giberga y el asturiano Constante de Diego González, se habían casado en 1917 y vivían en una casa-quinta, Villa Berta, en las afueras de la ciudad, en lo que entonces se llamaba Arroyo Naranjo, hoy día un municipio muy extenso que abarca muchos barrios y repartos.
El terreno en el que se encontraban la casa y el jardín se lo habían regalado a mis abuelos unos tíos de mi abuela, Eliseo Giberga y su esposa, María del Calvo, que vivían al fondo, frente a la línea del tren. Mi abuelo, con la ayuda de los empleados de su mueblería, La Casa Borbolla, construyó el inmueble, de dos plantas, pequeño, y un garaje de dos puertas, separado de la casa, también de dos plantas. En los altos, muchos años después, tendría mi padre su estudio.
Fue mi abuelo Constante (o Constantino, usaba los dos nombres) quien sembró los árboles del jardín, colocó estatuillas y fuentes, lo dividió en recintos, construyó caminitos, una escalera semicircular de piedras de cuatro o cinco peldaños que comunicaba dos niveles del jardín (“En medio de una rugiente avalancha de luz está mi padre…”, comienza el poema que escribió sobre la construcción de esta escalera). Así que, cuando llegó Eliseo Diego a este mundo, ya estaba creado su Paraíso: un espléndido y maravilloso bosquecillo en el que jugar e imaginar aventuras.
Allí vivió hasta 1929, fecha en que tuvieron que alquilar la finca y mudarse a la ciudad. Mi abuelo, que era un hombre muy bueno y generoso —quizá por esa razón, pésimo comerciante—, quebró durante la crisis económica de ese año. Según contaban en mi casa, si alguien no podía pagarle, él le decía que lo hiciera cuando pudiera. Durante la crisis, cumplió con todas sus obligaciones financieras; pero ya no le alcanzó para el cuidado y mantenimiento del jardín y de la casa.
Mi padre nunca olvidó aquel jardincillo encantado y llevaba allí a sus amigos para que lo vieran. Alrededor de 1939, aproximadamente, él y mi madre, Bella García Marruz Badía, se hicieron novios. Y una tarde quiso llevarla para que conociera el jardín. Fueron con su gran amigo de la infancia, Cintio Vitier y con Fina, hermana de mi madre y novia de Cintio, a visitar la quinta.
Se hicieron tres fotos y una de ellas estuvo siempre en un pequeño marco en el buró de mi padre. Cuando mis hermanos y yo preguntábamos por la foto, nos respondía: “Esa es la foto del arbolito, la primera vez que Bella estuvo en Arroyo Naranjo”. Y es que esa tarde mi madre se quedó enamorada del lugar y le dijo a mi padre, con mucha solemnidad, que cuando ellos se casaran y tuvieran hijos, ella quería que sus hijos crecieran en ese jardín en el que él había sido tan feliz.
Y así fue. En 1953, Lichi y yo con 2 años y Rapi con 4, nos mudamos para Villa Berta, donde también fuimos muy felices. Vivimos allí hasta 1968.
Mi padre era muy meticuloso con todo lo que hacía. Cuando era joven y visitaba junto con Cintio la casa de “las hermanitas Marruz”, como las llamaban, el cuarteto de enamorados hacía ediciones caseras de poemas, cosidas a mano por ellos, y se regalaban esos tesoros en fechas señaladas.
Cuando mi madre cumplió 70 años, papá le hizo un pequeño cuadernillo, con un poema muy sencillo y juguetón en recuerdo de aquella tarde memorable en que conoció Villa Berta. Hizo dos versiones del poema, dos cuadernillos. Uno es la mitad de una página doblada a la mitad. La “cubierta”, es un dibujo hecho por mi padre, de la famosa foto de Bella en el arbolito. Son unos breves trazos, suficientes, que reproducen la foto, y en la página siguiente, el poema manuscrito.
El otro, sin dudas la versión definitiva, tiene la fecha del cumpleaños de mamá en la “cubierta”, en una cartulina un poco más fuerte y doblada a la mitad. Dentro, una primera página con la dedicatoria; le sigue la portadilla con el dibujo y el título del poema, “Primer retrato de Bella en Arroyo Naranjo” y, a continuación, el poema manuscrito y mecanografiado con algunos cambios.
Son cuatro páginas y está cosido a mano. El folletico es una verdadera lección de cuidado y gusto por la edición, pues mi padre era un gran editor. Conservo algunos dibujos suyos, muy pocos, casi siempre son caricaturas muy sencillas, juegos entre ellos.
Para terminar esta historia, una anécdota. Una mañana, mi madre quitó la foto del buró y puso otra, de ella ya con sus años, y cuando mi padre le preguntó por qué lo hacía, le dijo: “Esta soy yo, no esa jovencita”. Pero siempre “el primer retrato de Bella en Arroyo Naranjo” ocupó un lugar importante en el estudio de mi padre.