“No hay quien tenga la diáspora en la memoria del cuerpo que no se alerte al escuchar los sonidos del mar”.
Jeovanna Vieira: Virginia mordida.
Mi bisabuela paterna y yo no nos conocimos. El único recuerdo que tengo de ella es una foto en blanco y negro, medio desteñida, en la que se ve muy viejita, blanca en canas y con la piel arrugada porque, además de los años, sonreía. En otro retrato de ese mismo día, está mi madre sentada en una butaca, creo que de la antigua casa de mis abuelos, en Altahabana. Era casi una niña —debía tener unos 18 años— y entre las manos sostenía un pozuelo con una ración de arroz con leche. María del Pilar lo había hecho por el cumpleaños de alguien de la familia. Mi mamá decía que era el mejor de todos.
De tan solo mirar la foto yo podía imaginarme el sabor, la textura y el perfume a canela que exhalaba la crema blanquecina sobre la que mi bisabuela, como un hada, había espolvoreado la especia marrón.
Mi abuela, hija de María del Pilar, no hablaba de ella; cada vez que lo hacía se echaba a llorar y cambiábamos el tema. Una vez un vecino de los bajos del edificio de mi padre subió hasta nuestro apartamento el día de Nochebuena, víspera de su cumpleaños, para tocarle la gaita en homenaje a su madre asturiana. Estuvo sollozando desde entonces hasta que servimos la comida.
Pero mi sed por la adolescente asturiana que con 17 años fue a parar a La Habana en un navío que zarpó de Galicia no se saciaba. ¿Cómo hablaba? A sus 80, cuando murió, ¿conservaría el acento asturiano? ¿Cuál era su comida favorita? ¿Nos parecíamos en algo? ¿Habría en mí algo de ella? El lunar de nacimiento que tengo en un muslo, mi irreverencia, el gusto por andar descalza, las canas precoces, el amor por los animales, las virtudes y defectos que no reconozco en nadie vivo de mi familia, ¿serían suyos?
La Habana fue más que un reinicio para ella. La salvación de la hambruna, de una vida penosa, y el lugar donde conocería a José González Pol, mi bisabuelo gallego, allá por 1918, y formaría una familia. También fue la ciudad donde Pilar se vio sola con 6 hijos por criar después de que José se fuera de la casa y nunca más lo vieran. Supimos más tarde que se casó de nuevo y vivió en Marianao hasta su muerte.
Acostumbrada al sereno helado de las montañas cantábricas que bordean el concejo de Allande, en Asturias, ¿qué le habrá parecido a Pilar la bahía cuando desembarcó? ¿O el océano, esa inmensa y temperamental pausa entre su tierra y el Nuevo Mundo, la nueva vida? ¿Le habría apretado la garganta el mismo llanto mudo que a mí, cuando emigré a Brasil sola a los 25?
Este año pude visitar su pueblo natal, a donde me fui a buscar respuestas.
La allandesa
A un par de horas de Oviedo, capital de la provincia española de Asturias, está el pueblito de Pola de Allande, fundado como villa en el siglo XIII. En eonaviego, dialecto de la región, se le conoce como La Puela.
Era 25 de julio. Feriado en buena parte de España y día en que, en romerías solitarias y colectivas, peregrinos de todo el mundo celebran al apóstol Santiago. Van hasta Compostela a conmemorar la cura de alguna enfermedad, a pagar sus promesas o sencillamente a vivir el cansancio de la caminata, que los ayuda a apaciguar preocupaciones y angustias.
Yo no iba a cumplirle ninguna promesa al santo ese día. En una aventura que parecía improvisada pero que —con algunas variaciones— había vivido durante años en mi imaginación, salimos de Bilbao, País Vasco, mi hermano, mi cuñada, mi esposo y yo hacia la capital del principado de Asturias. Paramos en una gasolinera para tomar café y comer pinchos de tortilla antes de seguir camino. Nos esperaba un viaje de tres horas hasta Oviedo.
Arrullados por la melodía empalagosa del “Dancing queen” de Abba hicimos los primeros minutos del trayecto. Cantamos, eufóricos por estar reunidos después de tantos años sin vernos. Escuchamos de todo: desde música popular brasileña hasta Estopa, y un poco de reguetón.
Al llegar a Oviedo hicimos check-in en la carpeta del hotel. Nos recibió un gato persa que controlaba el trasiego de turistas en el lobby. Caminamos hasta la Plaza de Alfonso II, donde está la catedral. Si no hubiera sido por los chorizos en sidra que pedimos para picar y los seseos de la camarera, habría jurado que estaba en la Plaza de Armas de La Habana.
Almorzamos en otra placita un menú tan barroco como la banda sonora de nuestra roadtrip. Pedimos todo lo que conseguimos comer porque el tiempo era corto y había que probar lo que se pudiera, mientras rezábamos para que aquel exceso goloso no nos produjera una indigestión.
Las estrellas de la mesa fueron las fabes (unas judías grandísimas), el cachopo asturiano y la sidra escanciada, coronadas por uno de los postres más ricos que he probado: la tarta de queso, que nos comimos entre todos a cucharadas.
Cuando supo que había tres cubanos en la mesa, el chef del restaurante vino a saludarnos personalmente. Era de Holguín, médico, y había acabado de llegar a Asturias con su esposa. Mientras la homologación del título no salía y sin poder ejercer su carrera, cocinaba para ganarse la vida. Y qué sazón la suya.
Pagamos la cuenta y fuimos caminando hacia el carro. Debemos haber pasado por una decena de carteles con conchas amarillas sobre una base azul índigo. Descubrimos que eran la señalética de El Camino… e indican a los peregrinos cómo se llega a Compostela. Allí supimos que de Oviedo salió la ruta original, una cabalgata en busca de los restos del santo que encabezara el mismo Alfonso II.
Serían las dos de la tarde; una hora más de viaje y estaríamos en el pueblito de nuestra bisabuela, con seiscientos habitantes tan ajenos a nuestra visita como nosotros a lo que encontraríamos allí. “Saluden a Paco y a Pepe de nuestra parte”, nos dijeron riéndose nuestros padres en el grupo de la familia que tenemos en WhatsApp. Paco y Pepe les pusieron de nombre a los señores asturianos que les indicaron donde quedaba el Ayuntamiento cuando ellos visitaron el pueblo, hace unos diez años. Nosotros no teníamos puertas que tocar, no conocíamos a nadie, ni nos quedaba allí ningún pariente lejano, pero hasta allá nos fuimos.
Mi hermano iba manejando, tan sereno como siempre. A medida que nos alejábamos del mar los oídos se resentían y la distancia entre un pueblo y otro se acortaba. Llegamos a contar hasta diez entre el inicio y el final de uno de ellos, muertos de risa.
Las casas que bordeaban la carretera se volvieron casi todas de piedra. “Pola de Allande”, leímos en una valla. La tipografía era moderna y contrastaba con la fisonomía medio céltica de aquel valle, que parecía sacado de un cuento de Tolkien y donde el pasto era verde y brillante. Nos acercábamos al pueblo del que salió Pilar rumbo al puerto de Vigo, en Galicia, y después a La Habana a principios del siglo XX, bajo la tutela de una pareja amiga de la familia y con la esperanza de que se reuniría con su madre en Cuba lo antes posible.
El camino hasta el parqueo donde dejaríamos el carro fue el que me pareció más largo. Quería salir corriendo, respirar el olor del musgo sobre el que caía una llovizna fina —tan diferente a los aguaceros de verano de Cuba— memorizar las esquinas, los campanarios; que alguna señal inequívoca me indicara la que pudo ser algún día la casa de mi bisabuela entre todas las que se amontonaban en la cuesta de una ladera, o que tal vez alguien la reconociera en mí y me preguntara: “¿Eres familia de Pilar Rodríguez? Tienes sus mismos ojos achinados”. Nada. Los señores más ancianos con los que crucé camino, Pepes y Pacos con boinas y bastones, me saludaron gentiles, pero para ellos no pasé de ser una desconocida que estaba de paso.
Atravesamos un parque lleno de arces altísimos en el que un grupo de niños correteaba detrás de una pelota de fútbol. Paramos para hacernos una foto frente al cartel que tenía el nombre del pueblo, la evidencia de que habíamos estado allí y de que aquello no había sido un delirio más de los muchos que viví abriendo gavetas en el trastero fantasioso de mi cabeza.
Al final de esa acera doblamos a la izquierda y vimos la estatua al emigrante, un monumento que el catalán Prat Ventós dedicara a los “indianos”, asturianos que —unos más pudientes y otros ni un poco— se fueron a Las Indias, en realidad a América, a buscar fortuna y regresaron con algún capital. Muchos, como mi bisabuela, nunca volvieron. Atrás del monumento, mecida por el viento del valle, ondeaba la bandera cubana.
El campanario del Ayuntamiento nos indicó que se hacía tarde. No queríamos que nos cogiera la noche por esa zona. Apuramos el paso y pedimos un espresso en la terraza de La Allandesa para poder encarar otra hora de carretera. Prometimos que nos quedaríamos en ese hotel cuando fuéramos otra vez con más tiempo; llevaríamos a nuestros padres y a nuestro otro hermano, que hoy vive en Estados Unidos.
Pagamos la cuenta y antes de montarme en el carro corrí hasta la recepción para pedir cuatro mapas turísticos con datos curiosos sobre el pueblo: uno para cada uno de mis hermanos, el de mi padre —nieto de Pilar y a quien debo todo lo que sé sobre ella— y el mío.
Conversé mentalmente con mi bisabuela, que fue en su adolescencia tan peregrina como los miles de turistas que viajaban ese día desde todas partes de España hasta Compostela. Pero tal vez ella nunca quiso salir de su pueblo.
Yo estaba feliz. Un resquicio cromosómico de Pilar volvía a pisar su entrañable Pola en las suelas de mis zapatos. Un fractal de mi abuela, que no pudo ir en vida, también. Hice una foto panorámica con la mirada para que ambas pudieran verlo todo, cómo habían cambiado las casas y cómo estaba todo más moderno y próspero que cuando Pilar emigró. Aspiré el aire frío para que el olor de los matojos húmedos del río que atraviesa el pueblito le llegara a través de mis fosas nasales. Me despedí de Allande.
Dormimos en Oviedo y al día siguiente partimos rumbo a Bilbao. Paramos para desayunar en Ribadesella, un pueblito de pescadores que se levantó a la orilla del Mar Cantábrico. Bajé descalza la escalinata hasta la arena, y dejé que el mar por donde mi bisabuela partió a encontrarse conmigo en La Habana me mojara los pies. Le pedí la bendición a Yemayá. Le agradecí por haberla llevado sana hasta la isla donde todo empezó.
Epílogo
La génesis de mi familia, como la de muchas, es un rompecabezas de puertos, navíos, soledad, miedos y esperanza. Las ficciones, escritas o imaginadas, son formas de encontrar respuestas a las preguntas que tenemos sobre nuestros orígenes. También de revelar los rastros que se han borrado con el paso del tiempo. Cada quien las elabora y las cuenta como puede.
Yo pude reconstruir buena parte de la historia de mi bisabuela gracias a la vocación periodística y curiosa de mi padre, que casualmente hoy vive en España y de quien heredé el mismo combustible. Un viaje por carretera con él de Madrid hasta La Rioja fue suficiente para que me contara todo lo que sabe sobre Pilar. Por él supe que su verdadero apellido era Rodríguez, y no Pérez, como se inscribió a su llegada al puerto de La Habana y como fue inscrita luego mi abuela.
De Pilar ya no queda nada en Pola de Allande, que sepamos. Tampoco hay mucho más en La Habana. Si camino y escribo, no obstante, yo siento que me le acerco.
Está crónica me ha llegado al alma… cuanto amor y sentimientos expresados en este escrito que te hacen revivir historias familiares: la emigración, que desunió familias y fundó nuevas, lejanas de sus orígenes.
Gracias Deborah por esta entrega, como siempre excepcional , me has emocionado.