A Donald Trump no le basta con tratar de: “Hacer grande a los Estados Unidos otra vez”, sino que, en materia de política exterior, pretende construir otro Estados Unidos, no solo distinto, sino peor; no solo para el mundo, sino para ellos mismos. El diseño de la nueva América es más colonialista e imperialista, menos solidario y también más aislacionista. “América primero” se convierte en solo América.
Recuerdo que, en 1976, al celebrar el bicentenario de Estados Unidos, se enarboló allí un slogan basado en reivindicar el “Espíritu del 76”, lo cual, según me pareció, recordaba que América, como ellos llaman a su país, era fruto de una revolución.
Se trataba de una revolución legítima, la primera anticolonialista y de liberación nacional realizada en el Nuevo Mundo, conducida por una vanguardia políticamente avanzada, antimonárquica y anticlerical, en virtud de la cual se estableció la primera democracia, el primer estado de derecho y laico, se instaló la primera Constitución y se eligieron los primeros gobernantes.
De ese modo se erigió lo que sería el país más liberal del mundo de su tiempo que, por esa razón, además de por sus riquezas naturales, atrajo grandes masas de emigrantes. De ese modo se convirtió no en adversario, sino en paradigma.
En 1876, en su primer centenario, Francia le hizo un regalo magnífico, la Estatua de la Libertad, el más celebrado monumento de la era moderna. Tan magno fue que no sabían qué hacer con ella ni cómo instalarla a la entrada de Nueva York, para lo cual llamaron a Gustav Eiffel, el más grande de los ingenieros de entonces, que construyó una base que soportó los vientos y las tormentas.
Aprovechando las oportunidades ofrecidas por gobernantes incapaces de lidiar con las riquezas que poseían y necesitados de dinero, mediante compra adquirieron los vastos territorios de Luisiana en 1803 (828 mil millas por 15 millones de dólares), Florida en 1819 (unos 100 mil km² por cinco millones de dólares) y Alaska a Rusia en 1867 (cuatro millones de km² por 7,2 millones de dólares).
La guerra de Estados Unidos contra México (1846-1848), con objetivos obviamente territoriales, condujo a la anexión de territorios que hoy forman los estados de California, Nuevo México, Arizona, Texas, Nevada, Utah y parte de Colorado y Wyoming, en total alrededor de dos millones y medio de km².
Como resultado de esa agresiva expansión territorial en alrededor de 70 años, Estados Unidos amplió siete veces sus fronteras. En todos los casos con sus habitantes, realizando megaoperaciones de comercio territorial y humano.
Con el despojo a México, en lo fundamental concluyó la expansión territorial de Estados Unidos que, a partir de entonces, desplegaron una era de más de 100 años de intervenciones militares en América Latina, Asia y Europa, incluidas dos guerras mundiales en las cuales Estados Unidos no incorporó territorios, sino que apoyó la expansión de sus capitales y las políticas de saqueo mediante abusivas prácticas económicas y comerciales, basadas en el sometimiento político.
Con las amenazas de gestionar la anexión de Canadá, la mitad que quedó de México, apoderarse del Canal de Panamá y el Golfo de México, así como retomar las ofertas y presiones para adquirir Groenlandia, probablemente Trump no logre hacer a Estados Unidos más grande, sino desdibujarlo aún más. En cuatro años, Trump pasará. La pregunta es qué quedará de Estados Unidos. Allá nos vemos.
*Este texto fue publicado originalmente en el diario ¡Por esto! Se reproduce con la autorización expresa de su autor.