Punto de concentración dominical, el Campo de Martes y su aledaña plaza de toros resultaban pequeños para un público ansioso de contemplar las nuevas hazañas de los aeronautas extranjeros, quienes a bordo de sus estrafalarios globos intentaban dejar su huella en la memoria de los habaneros.
Bajo un cielo despejado y expectante ante el desafío de la gravedad, una multitud de hombres y mujeres tomaban parques, balcones y azoteas para ser testigos del insólito acontecimiento, iniciado en La Habana y en América Latina el 19 de marzo de 1828, cuando el francés Eugene Robertson voló desde el Campo de Marte —hoy Parque de la Fraternidad— hasta un potrero de Nazareno en las cercanía del poblado de Managua, acción por la que el galo se embolsaría 15 mil pesos, por incluirse en los festejos de la ciudad por la inauguración del Templete.
Varias semanas después, Robertson repetiría su hazaña en compañía de su mujer, la norteamericana Virginia Morotte, quien 14 meses más tarde se convertiría en la primera representante femenina en mirar La Habana desde el aire.
Pero por aquello de no ser menos y con más voluntad que conocimientos algunos habaneros decidieron incursionar en la arriesgada porfía por dejar su huella en las alturas. El 3 de mayo de 1831, el hojalatero Domingo Blinó se alzaría sobre el Campo de Marte en un globo aerostático construido por el mismo.
Dos años más tarde Blinó incrementaría su popularidad al protagonizar una segunda travesía, considerada entonces un récord al volar durante varias horas antes de caer en las inmediaciones de Quiebra Hacha, al sureste de Mariel, sin embargo su gloria resultaría efímera, ya que en 1835, cuando regresaba de un viaje a New York le sorprendió la muerte a bordo del buque en que viajaba.
Convertida en atracción de multitudes y fuente de fama, las ascensiones aerostáticas conllevaron aparejada la rivalidad entre los contendientes, multiplicada al calor de éxitos y fracasos. Durante cerca de tres décadas, los vuelos de los franceses Boudrias de Morat y François Godard caracterizaron la escena hasta que en 1855, Matías Pérez, un popular constructor de toldos y ayudante de Godard, sacara la cara por la afición habanera.
Tras realizar una primera ascensión estimulada por su maestro, Matías, portugués de origen, pero habanero por adopción, al que también sus seguidores llamaban el “Rey de los Toldos” marcó la fecha de su primer vuelo solitario a bordo del “Ville de París”, el globo empleado en otras travesías por Godard, adquirido por el novel aeronauta por la respetable cifra de mil 250 pesos. En medio de la travesía un desperfecto puso en riesgo la vida de Matías, quien, en una acción nunca vista, trepó por el encordado hasta la entrada de los gases, los que reguló con sus manos hasta conseguir un suave descenso.
Tal era el deseo de Matías Pérez por superar a sus antecesores y conquistar la celebridad que anunció su determinación de implantar una nueva marca de distancia.
En medio de las acostumbradas bromas de los espectadores congregados en el Campo de Marte, el 29 de junio de 1856 el portugués, en menos de lo que se cuenta, colocó al globo sobre el júbilo de una multitud que agitaba pañuelos y sombreros en señal de aprobación. Arrastrado por los vientos del sur, el aerostato tomó rumbo al mar y al cabo de unos minutos unos pescadores lo vieron sobrevolar la desembocadura del río Almendares. A los reclamos de que descendiera, Matías respondió lanzando varios sacos de arena del lastre, momentos antes de internarse en el golfo de México.
Desde entonces varias generaciones de habaneros han indagado sobre las causas que provocaron la desaparición del aeronauta, poseedor hasta hoy de un récord que nadie han intentado romper, al punto de que su viaje sin regreso sirva aún para ejemplificar el destino infinito de volar como Matías Pérez.