Cuando el escritor y cineasta Jesús Díaz publicó la novela Las iniciales de la tierra, algunos de sus lectores pensamos que la existencia del protagonista, llamado Carlos Pérez Cifredo, se subordinaba demasiado a la necesidad de contar episodios cruciales de la Historia de Cuba entre finales de los años 50 y la década del 70. Alguna vez lo conversé con Jesús. Su argumento fue que aquellos procesos eran como un tubo. “Si uno luchaba contra Batista, luego del 59 se hacía miliciano, si se hacía miliciano, pasaba la escuela para milicias, y luego, sobre todo si vivía en La Habana, Matanzas o Las Villas, pudo combatir en Girón, y más tarde, contra los bandidos en el Escambray. Después de haber pasado por todo eso”, me decía Jesús, “lo más seguro era que te convirtieras en cuadro político o administrativo, pasaras escuelas de superación, viajaras a los países socialistas…” Las iniciales de la tierra comienza cuando Pérez Cifredo se enfrenta a la escritura de la autobiografía que se requiere para su ingreso al Partido.
La vida de mi amigo Sebastián Comas es la confirmación de esa “teoría del tubo”. Pertenece a la misma generación del personaje de Jesús Díaz (quien nació en 1941) y, en su caso, el tubo comenzó mientras estudiaba en el Instituto Superior de Segunda Enseñanza de Marianao y se extendió durante muchas décadas más. No concluyó con un corte abrupto, sino se fue disolviendo una vez que el doctor Sebas (como se le conoce en San Antonio de los Baños) optó por la jubilación.
Sería fatigoso contar su biografía, pero daré un gesto suyo para que se comprenda cómo es Sebas, su manera de pensar y de defender aquello en lo que ha creído, pienso que sin fisuras, desde su juventud: cuando yo le comentaba que el bache de la esquina de su casa cada vez es más ancho y profundo, él, sin contradecirme directamente, decía que habían comenzado a asfaltar otras calles del pueblo, o que han anunciado que la Quintica será reparada. Si cualquiera que se detuviera a conversar con él se quejaba de que la jamonada de pavo que venden en la carnicería es una masa amorfa y desabrida, Sebas respondía que esta vez el picadillo de soya había venido muy bueno, que valía la pena comprarlo. En fin, no dejaba pasar una, pero lo hacía delicadamente, sin ofender, sin pelear.
Hace poco, sin embargo, nos animamos a prolongar una conversación más seria, menos costumbrista que nuestros intercambios habituales. Me dijo que había leído algún artículo mío. Le pareció bien, pero… Conozco muy bien esa manera de colocar el “pero” y me fue fácil adivinar por dónde venía. Como es un poco mayor que yo, le da por ponerse paternalista. “Pon una de cal y una de arena”, sentencia. “Busca el equilibrio”, me aconseja. Sé que es un hombre honesto y me habla desde su verdad. “Muchas veces trato de encontrar la arena”, le confieso. “O la cal, porque a la verdad no sé cuál es cuál. Pero no se me da. De verdad que no se me da”. “¿Tú sabes la sensación que me dejan tus artículos?”, pregunta y dejo que él mismo se responda: “Que siempre estás molesto, enojado”. Tiene razón, pero trato de pasar la pelota a su terreno: “¿No tienes la sensación de que todo el tiempo estamos dentro de una olla de presión?” Se ríe. “Coño, viejo, quítale la válvula y métela bajo el chorro de agua. Relájate, compadre.” Si no confundo las fechas, esta conversación ocurrió en enero.
Este viernes, antes de regresar a casa, pasé a visitarlo. Su metro ochenta de estatura se encorvaba sobre un azadón, y desyerbaba no el parterre sino la calle misma, que ha sido invadida por sucesivas capas de tierra. En short, sin camisa, protegido por un viejo sombrero de guano, sudaba a mares y tuve que llamarlo para que se diera cuenta de que estaba junto a él. “¿Haciendo ejercicio?”, le dije, para provocarlo. Estoy convencido de que antes hubiera respondido que aquella era una excelente forma para ocupar su tiempo. En cambio, levantó la cabeza, sus ojos pasaron por la yerba arrancada, por la tierra rojiza: “Mira cómo han puesto la calle”, me dijo. “¿Quién ha puesto la calle así?”, debí preguntarle.
Frente a su casa, la fosa de un conjunto de viviendas provisionales se desborda. La solución, aplicada hace algunos meses, fue perforar un pozo para que las aguas albañales, en lugar de correr calle abajo, sean tragadas por la tierra. El pozo no está en el patio de las viviendas, ni siquiera en la acera: lo hicieron en la calle, y las aguas ya lo han saturado y vuelven a seguir su antiguo cauce. En torno al arroyuelo artificial y fétido crece un montecito de yerbas, felices por el abono y la humedad incesantes que las alimentan.
“Es difícil”, me dice Sebas. Se quita el sombrero, se seca el sudor: “Anoche fui a la rendición de cuentas…”, y deja la frase en el aire, como pendiente de un comentario que demora.
“¿Y qué pasó en la rendición?”
“Ay, Arturo, es muy difícil”. A eso se limita su comentario.
Después, mientras continuaba mi camino hacia La Habana, la frase de Sebas permaneció en mi cabeza. Hace poco solíamos decir “No es fácil”. Era un comodín que aplicábamos (muchos aplican aún) a situaciones diversas de la vida cotidiana: a la política, a los desbarajustes de cualquier tipo, y también para calificar el absurdo casi espontáneo que nos rodea. Mi amigo la enderezó, la endureció.
“Y lo que nos espera”, respondo, reconozco que para motivarlo a llevarme la contraria. Él sigue sudando, sus manos de cirujano aferradas al azadón.
Decido cambiar el tono: “Pero no hay que darse por vencido”, le digo como una forma de hacerle llegar mi solidaridad, mi complicidad: “Nunca ha sido fácil”.
“Por supuesto que no hay que rendirse”, contesta. “Mírame a mí: tengo setentaicuatro años y mírame”, levanta el azadón, lo golpea contra la calle, enojado con no sé qué. O sí sé, pero me lo callo.
Al final, no sé si estamos hablando de lo mismo. Estoy convencido de que su visión del futuro es muy distante de la mía (no solo por los años que nos separan), que lo que a mí pueda parecerme promisorio a él puede resultarle devastador. O viceversa. Por lo tanto, él y yo trataremos de no darnos por vencidos ante adversidades de diferente orden.
Algo, sin embargo, nos une: estamos dentro de la misma olla de presión y ya él se siente tan incapaz como yo de quitar la válvula y dejarla refrescar bajo el agua.
No me queda claro si esta viñeta aplica dentro de una crónica cariñosa de la realidad contundente o dentro de una columna humorística.
Excelente realidad… de la válvula
Me encantó tu crónica. Una forma especial de reflejar la realidad. Gracias.
Me parece estar viendo a mi padre guataqueando su finca y compartiendo las mismas cargas a sus 68 años. Gracias…
Buenísima columna, Arturo. Desde todo punto de vista. Me interesa saber lo que piensa de ella Sebastián…