Mario Crespo creció como cineasta en los ajetreos del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC). Desde allí asistió a maestros del cine como Humberto Solás, Manuel Octavio Gómez, Enrique Pineda Barnet y Víctor Casaus en el guión y dirección de sus filmes. Formar parte de ese “coto cerrado” en el ICAIC representó para él la oportunidad de aprender la magia del séptimo arte, magia que lo sedujo para siempre y por ello hoy dice que “el cine tiene primero que ser arte y, obedeciendo a esa condición, cumple sobradamente con la sociedad de la que nace y mana”.
El año pasado el cineasta cubano recibió la sorpresa de que su película Dauna. Lo que lleva el río fue nominada por la Asociación Nacional de Autores Cinematográficos de Venezuela, país donde radica hace más de 20 años, para representar a la nación latinoamericana en la 88 edición de los premios Oscar.
La cinta narra la historia de Dauna, una joven mujer de la etnia warao, quien se debate si amar desde la servidumbre doméstica del matrimonio o desde la búsqueda de su verdadera vocación. Para ella, elegir el camino correcto supondrá rebasar los múltiples convencionalismos que impone su milenaria sociedad.
El público cubano pudo tener acceso a la cinta en el pasado Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, donde obtuvo el premio colateral Sarah Gómez, entregado por primera vez a un director hombre. Desde su premier en el Festival de Berlín en 2015, Dauna… ha recibido múltiples galardones en otros certámenes internacionales, lauros que ratifican los valores de esta obra.
A pesar de la distancia geográfica, las nuevas tecnologías nos permitieron conversar con Mario Crespo acerca de las particularidades de su película, su trayectoria y sus visiones sobre el curso actual de la cinematografía cubana.
¿Por qué centrar su filme en la perspectiva de una mujer de la comunidad warao?
Los warao son la segunda etnia en número de Venezuela, una de las más extendidas después de los wayuu y como todas las etnias del mundo moderno, han sufrido los problemas que genera el contacto con la cultura del conquistador y, más tarde, de sus descendientes blancos criollos. Son una minoría que trata de asimilar ese intercambio intentando mantener su acervo, su memoria, su lengua, que es la base de toda cultura. Ellos han ido adaptándose con éxito a la vida moderna, algo que aunque necesario, no deja de ser traumático. Queríamos promover el pensamiento sobre temas tan complejos como la interculturalidad y los problemas de la mujer; destacar que hoy todas las sociedades son interculturales, por tanto, es inevitable concebir las democracias como crisoles en los que todas las culturas sean reconocidas y tengan su espacio en ese concierto de voces diferentes.
Nuestra protagonista, por ser mujer, pobre e indígena de piel morena, viviendo en una zona apartada del resto del mundo, tiene que saltar más obstáculos, su drama se hace más difícil. Por eso nuestra historia se desarrolla en una comunidad indígena y nuestra heroína es una mujer.
Casi todos los personajes son interpretados por actores indígenas de la comunidad de San Francisco de Guayo, a cinco horas aproximadamente del centro urbano más cercano, la ciudad de Tucupita. A excepción del actor Diego Armando Salazar, que interpreta al padre Julio y los actores Antonio Cuevas, Freddy D´Elia, Mary Otero y Pedro González, que representan religiosos capuchinos de mediados del siglo pasado, el resto del elenco es indígena.
¿Por qué se decide por ellos?
Preferí preparar a gente de la zona para asumir los roles pues resulta imposible dar veracidad a una historia que se desarrolla entre indígenas usando actores criollos sin que parezcan disfrazados o poco convincentes; además la impronta documental que quería para la película también me obligaba a ello. Los preparamos durante un mes y medio y como resultado la organicidad y el verismo se advierten en pantalla. Por otra parte, si me iba a insertar en un mundo indígena, era importante que se hablara en su lengua.
¿Cómo conoce a los personajes principales?
Fui al Delta del Orinoco por primera vez en el año 2001 para enseñar el uso de las herramientas audiovisuales a jóvenes de la etnia warao. Era un proyecto auspiciado por la Fundación Empresas Polar y la Gran Mariscal de Ayacucho, que tenía como objetivo ayudar a comunidades en riesgo a preservar su memoria cultural e histórica a través del recurso audiovisual. A partir de ese momento no dejé de visitar estas comunidades, hasta que en 2010 surgió la idea de hacer un drama que abordara conflictos de género, integración e interculturalidad y pensamos que sería excelente ubicar a los personajes de nuestra historia en el seno de una comunidad indígena de Venezuela.
¿En algún momento se apoyó en los criterios de la comunidad durante el rodaje del filme?
Desde nuestro conocimiento de la etnia, sus costumbres y cultura construimos un guión que fue traducido por una maestra warao y desde la primera de las catorce versiones siempre validamos los contenidos y conflictos expresados en la historia con mujeres y hombres de la etnia. Más de diez años visitando y conviviendo con ellos me permitió insertar esta historia de amor en el mundo warao.
Sobre su trayectoria profesional en Cuba, ¿cómo recuerda su experiencia en la Televisión Universitaria y luego en el ICAIC?
La Televisión Universitaria fue una gran escuela en muchos sentidos. Siendo un estudiante de primer año en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana, tuve la oportunidad de adentrarme en el mundo de la televisión, que me dio la disciplina que exige este medio, mucho mayor entonces cuando estábamos sometidos a una televisión en vivo haciendo dos programas de media hora que debían producirse y sacarse al aire semanalmente. Agradezco a Jorge Gómez y a Julio Puente haber trabajado como su guionista y asistente en sus respectivos programas. Al terminar mis estudios universitarios pude acceder al coto cerrado que era el ICAIC en esos años. Todo lo que sé de realización cinematográfica se lo debo a los grandes cineastas con los que trabajé y a la gran oportunidad que tuve de formar parte del ICAIC. En esos años, pude acceder también al taller de Teatro Estudio en el que fui alumno de Vicente Revuelta, lo cual me permitió ensayarme en la dirección actoral, tan necesaria para poder dirigir cine de ficción.
¿Cómo valora Mario Crespo el contexto actual de la cinematografía cubana?
La cinematografía cubana es una de las más valiosas y variadas del continente. Creo que después de pasar por un período difícil en los años noventa, la creación de la Muestra Joven de Nuevos Realizadores vino a darle una bocanada de aire fresco al cine nacional, abriendo espacios de visibilidad para los jóvenes con inquietudes artísticas, graduados o no de escuelas de cine y universidades.
La democratización tecnológica del audiovisual también ha permitido que cada vez más personas se expresen a través del cine y ello ha enriquecido el panorama audiovisual cubano dejando surgir el enorme talento que hay en la Isla. Tengo mucha fe en todo ese talento joven, sólo falta que la burocracia, los eternos retardadores del cambio, los que tienen miedo a la libre expresión artística, aquellos que desde sus puestos detrás de escritorios tienen un compromiso con la sociedad y con los artistas, dejen que al fin exista una ley de cine que permita la libre asociación en lo estético y comercial de los cineastas. Lo que falta en el audiovisual cubano para poder estar al nivel del resto del mundo es la libertad de empresa, pues el talento ya está demostrado que sobra.