Dicen que desde el siglo XIX -incluso mucho antes-, se oían los pregones en la Plaza Vieja. Esos pregones de los vendedores ambulantes maní, calientico el maní con que llegaba el viejo de la lata y dentro de esta, se adivinaba el carbón encendido.
También pasaba el florero las flores, flores blancas y en colores porque de seguro las mujeres saldrían -las esclavas, tiempo después las sirvientas y luego las amas de casa-, a comprar flores para alegrar la sala, para adornar la vida, para recordar a los muertos y ofrecer a los santos. También hubo un billetero, un tamalero, carbonero, botellero, afilador de cuchillos, que aunque yo no los vi me dijeron que la ciudad, al desbocarse más allá de la muralla, fue llevándose consigo estos pregones y sus respectivos pregoneros.
Después La Habana se los tragó a todos un buen día, justo en los umbrales de aquel agónico período especial. Ahora, al socaire de los cambios, vuelven a florecer los viejos pregones y traen consigo otros nuevos, hijos de la necesidad: arreglador de cocina, colchonero, el comprador de oro. El que trae langosta, pescado, camarones y granos de café en un pregón susurrado, el que vende plátano macho maduro, azucenas, juntas de cafetera.
Los pregones me despiertan anunciando otro día de trabajo en la ciudad, trayendo en los ojos de los pregoneros una dudosa niebla de esperanza, un penúltimo rayito de optimismo. Veo en la calle timbiriches como furúnculos que proliferan a su antojo, donde lo único que no es posible encontrar es una caja de muerto –porque esas han de ser todas grises, mal ensambladas, iguales todas–. Entonces, se abre ante mí la ciudad como una gran tómbola, una feria de las pulgas que no hace distinción entre calles secundarias y vías principales, un canto popular en alabanza a la artesanía como solución inmediata a tus problemas, o quizás un inesperado retroceso en el tiempo, como si la ciudad volviera a sus comienzos, aquellos primeros siglos que dieron nombre para siempre a las calles Oficios y Mercaderes.
(Habana por Dentro)