El primer arbolito apareció en 1996 en la misma mesa donde una vez estuvo el televisor Caribe de abuela. Desde México viajó el pino que asomó la Navidad a mis ojos y a los de mi hermano en los años del período especial. El pesebre lo construyó mami con un pedazo de cartulina que traía del trabajo y los muñequitos que le colgaban los cosió a mano siguiendo modelos de revistas de costura.
No tenía la luz multicolor de otros. Solo bolitas de cristal y adornos le imprimieron alegría a aquella incipiente idea de celebración sin regalos ni papá Noel. Poco sabíamos los niños de esa festividad de la que construimos una vaga idea gracias a las postales que llegaron de otros países, las películas extranjeras o los cuentos del siglo pasado que nos hacía abuela: que si el árbol de su casa llegaba al techo, que si tenía un espejo que simulaba el lago, que si los bombillitos eran de colores… y solo de cerrar los ojos parecía un carnaval.
El día en que lo armamos pasaron por la casa los muchachos del barrio, algunos de los cuales no tuvieron nunca uno. El nuestro se convirtió en un motivo de alegría más allá de significaciones religiosas porque Jesús era el bisabuelo mambí que colgaba en uno de los cuadros.
Como otros de mi generación cargué en los hombros el peso de un núcleo ateo, pragmático y aferrado a la cientificidad como única explicación del mundo. Cargué también los residuos de las décadas en las que fue borrado cualquier vestigio religioso, motivos que hicieron más difícil mis explicaciones prematuras sobre José, la virgen María, Melchor, Gaspar, Baltazar y toda la iconografía alrededor del nacimiento.
Entendí aquel entramado de significados gracias a la familia de mis primos maternos y a amigos de mis padres asiduos a la iglesia y aferrados a la fe. En mis manos tuve algún que otro libro que narraba de manera ilustrada la creación del mundo según Dios y que hizo posible esclarecer mis ideas sobre el festejo navideño, pero yo solo añoraba lucecitas de colores. Lucecitas que llegaron años después con la incipiente recuperación de finales de los 90 en que otras casas del barrio también buscaron un pino, a veces comprado en la “shoping” y otras arrancados del bosque o parque más cercano.
Así entró Jesús por la puerta de quienes creían en los orishas, por el pasillo de la casa de la presidenta del Comité, a través de la ventana de los vecinos de la esquina que tenían familia “afuera” y hasta al lugar más inhóspito de la provincia de Camagüey. Igual que sucedió en otras, la ciudad no acogió al pie de la letra la tradición navideña. De la celebración solo quedaron la cena del 24 y la parafernalia del arbolito que cerca de ser un símbolo de la religiosidad comenzó a convertirse en un adorno, como en los 80 lo habían sido las flores plásticas en búcaros de cristal o las muñecas sentadas sobre el tapete de un sofá. El pavo tuvo que ser sustituido por el cerdo y los regalos se quedaron en el interior de las iglesias.
Con la llegada del nuevo milenio, el pino con los mismos guindalejos que transitaban de un año a otro permutó para La Habana junto con nosotros. El cambio parecía ser prometedor porque todos decían que la capital era distinta. Bien es cierto que en el espacio más cosmopolita de la isla afianzamos ciertos acápites de la tradición aunque pocas veces pudimos poner pavo en la cena. Sin embargo, la ruta migratoria no significó muchos cambios en ese orden. Como en tantos hogares, también ceñidos a la costumbre, no podía faltar el algodón sustituto de la nieve, el aserrín simulador de la tierra o el papel cartucho para quienes preferían hacer nacimientos a relieve con montañas, ríos y hasta granjas de animales.
Hasta hace muy poco estuvo con nosotros el pequeño arbusto que por más de una década acompañó esas fiestas. Le reemplazó uno majestuoso que ahora colocamos en la terraza. A veces pienso que le privé de un presente que no conoció. ¡Si hubiera visto los gorritos de Papá Noel que ahora cualquiera se engancha en la cabeza como si delante corrieran los trineos! ¿Cómo hubiera lucido con luces led que son el último grito de la moda?
Han pasado 20 años desde mi primer encuentro con la Navidad y con el árbol que no trajo guirnaldas de colores. Junto a ese momento he vivido la alegría de los pomposos que montan en los hoteles y padecido la soledad de aquellos que nadie compra porque cuestan 200 CUC. He presenciado nacimientos a tamaño humano y espantado con la ilusión de niños que añoran un muñeco de nieve en medio del trópico. Me he conmovido con las madres desesperadas que se tienen que volver más magas que los reyes para hacer un regalo o sencillamente me he advertido a mí mismo que la Navidad la inventó un capitalista para hacer más dinero en esas fechas.
A veces suelo mirar por la ventana e imagino la ciudad llena de guirnaldas como las grandes urbes pero mi sueño se rompe con las deficiencias del alumbrado público que se apaga en el momento más feliz. A los lejos se ve una luz, es la casa en la que seguramente no hay arbolitos pero si un dios omnipotente que salva de toda angustia, risas y lágrimas de aquellos que solo alcanzan a felicitar a través del teléfono. Es la casa en la que hay fe, seguramente como el argumento perfecto para prescindir de lucecitas y alabar la Navidad.
En Casa seguimos la tradición y somos ateos. Ni hemos bautizados a nuestros hijos. Y no ponemos arbolito. Tengo la respuesta lista para si uno de los niños pregunta: El que está en el lobby del edificio es de todos… Pero ellos también siguen la tradición