Recién di con La zozobra en el ojo del huracán. Entrevistas sobre el documental cubano realizado en el Periodo Especial, de Diona Espinosa Naranjo. Es este un libro publicado en Villa Clara por el sello Sed de Belleza en 2015, tras merecer el premio que otorga esa editorial. Allí se reúnen diálogos con quince realizadores cubanos que examinan la situación del documental nacional entre centurias, a raíz de su casi extinción en la década final del siglo XX.
Es notable detenerse en ese examen, porque la atendida no es cuestión baladí. El documental es un área de creación cinematográfica que elevó a la cinematografía cubana a niveles de aprecio inigualados dentro de las escuelas fílmicas mundiales durante la década de 1960. La obra de Santiago Álvarez y Nicolás Guillén Landrián, de conjunto con piezas de Octavio Cortázar y más tarde de Oscar Valdés y Enrique Colina, entre otros, son consideradas hoy entre lo más representativo de la no ficción nacional. Los premios internacionales que obtuvieron algunas de esas obras fueron los primeros lauros importantes de la joven cinematografía nacional del periodo moderno.
Asimismo, los cruces entre documental y ficción, el borramiento de fronteras entre géneros y tratamientos están entre los gestos de experimentación más agudos del cine cubano de la revolución socialista. Las obras capitales del cine de ficción nacional se nutren de ese diálogo contaminado y rico en descubrimientos estéticos y atrevimiento ideológico. Memorias del subdesarrollo, Lucía, La primera carga al machete, De cierta manera, por mencionar apenas títulos hoy considerados clásicos, ondulan entre géneros y expresan la riqueza de tonos expresivos y sugestiones de índole estilística que hizo del cine cubano clásico un repertorio de dialectos delicioso.
El Noticiero ICAIC Latinoamericano, que cubre el lapso entre 1959 y 1991, no solamente fue una escuela para los jóvenes directores del ICAIC, sino que operó como brazo propagandístico y divulgativo de la ideología revolucionaria. En momentos históricos de conflictos de poderes (las campañas de desinformación contra Cuba; el período de dictaduras militares latinoamericanas, etcétera), actuó como mecanismo para exponer la razón de Estado, difundir las causas amordazadas, hacer visibles crímenes y violaciones a menudo ausentes en los medios de difusión mundiales. En no pocos instantes, fue incluso parte destacada de la alta política nacional.
La pregunta que se hace un libro como La zozobra en el ojo del huracán es por qué todo eso desapareció. Para ser claros: el cine documental cubano había languidecido expresivamente, a través de los 70, por razones no siempre debidas a sus realizadores; hacia los 80, su viabilidad como instrumento informativo decreció (debido al auge de la televisión en Cuba) y las potencias nuevas que favorecía el video analógico fueron asumidas muy tarde. Pero se notaba un lento renacimiento de su capacidad revelatoria. Es así que llegó el terrible Periodo Especial, y con él la reducción de la producción cinematográfica cubana a casi cero.
En ese panorama el documental fue prácticamente desechado. Se lo consideró demasiado caro e inviable comercialmente, cuando el momento exigía que el ICAIC pasara de una institución absolutamente bajo financiamiento estatal a un ente de mayor autonomía financiera, que diera lugar a producciones capaces de de ser financieramente redituables y que rebasaran el marco del consumo doméstico.
Según Marina Ochoa, realizadora que procedía de centros de creación distintos al ICAIC, “Lo que apuntaba para los 90 en el cine cubano, y en específico para el documental, era un panorama promisorio. Se estaban haciendo alrededor de 60 documentales al año, un noticiero semanal, o sea, 48 anuales, y más de dos largometrajes de ficción” (La zozobra en el ojo del huracán, 92).
Como refiere Ismael Perdomo, asistente de Santiago Álvarez durante el periodo final del Noticiero, “La Industria ni quería ni podía encontrarle una brecha a la producción de cine documental. Se priorizó totalmente la ficción, porque quizás existía más interés de productores europeos, sobre todo de España. No todo respondió a un sentido puramente comercial, también resultaba más tranquilizador ver la realidad ficcionada que hacer un discurso con menciones”. (Ibidem, p. 121).
Aquí aparece una cuestión diferente de la razón financiera. Porque, ciertamente, la exigencia económica no fue lo que hizo que, como cuenta Francisco Puñal, el corto El rey de la selva, de Enrique Colina (1990), que fuera premiado en el Festival de Cine Latinoamericano, acabó siendo censurado. (Ibidem, p. 73).
Es así que el registro de la dura realidad cotidiana nacional del periodo quedó en general fuera de las realizaciones de la no ficción. En ciertos casos, de manera extrema. Guillermo Centeno recuerda: “Vivimos en una etapa de verdadero congelador. Ana Rodríguez comenzó a tratar la crisis de los balseros, pero la frenaron. (…) No era ignorancia, pero mediaban otros factores externos que impedían abordar este tipo de materiales más comprometidos. A mí me apasionó filmar un documental sobre las consecuencias que provocan en los boxeadores la práctica de ese deporte, y me lo prohibieron. Se dieron muchos subtextos; se sobreentendía que la crisis vivida propiamente por el cubano de a pie no se debía filmar, pues la política era proyectar una imagen de resistencia.” (p. 13).
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Belkis Vega es más concreta: “En el año 1994 fue la crisis de los balseros y tratamos de filmar los acontecimientos en torno al suceso, pero no pudimos. Constituye una gran tristeza para mí que el documental Balseros lo hicieran unos catalanes. Alejandro Gil filmó para guardar, también Ana Rodríguez. Trabajé con la televisión suiza, pero no dirigí el rodaje porque proporcionaron licencias de rodaje a todo el mundo menos a los cubanos. (…) El documental cae en una crisis muy grande por dos razones: una de orden tecnológico, pues hubo un tránsito hacia el video, pero la edición se realizaba en forma lineal; y la otra por factores políticos. Las personas que hacíamos documentales muy poco pudimos reflejar lo ocurrido en el país. Nunca antes la documentalística había experimentado un vacío tan grande en varios aspectos. La mayoría de la obra cinematográfica precedente registró los acontecimientos más importantes que ocurrían en la nación. Estábamos ante un vacío espiritual y material. La producción era menor y no había casi margen para la crítica, por el principio de “no darle armas al enemigo” en un momento en que se debatía el futuro del país.” (pp. 28, 30).
Vega es una exponente destacada de la productora de los Estudios Fílmicos de las Fuerzas Armadas. Un centro de producción que fuera desintegrado entre diciembre de 1993 y enero de 1994, y que no se ocupó solamente de realizar piezas de propaganda, sino que a través suyo se produjeron valiosas ficciones y documentales, así como obras fronterizas (como Palomas, de Niurka Pérez) con el videoarte, por ejemplo.
Justamente Pérez, que como la mayoría de los realizadores de la Fílmica de las FAR, fueron reorientados hacia la Televisión Nacional, refiere: “En una década en la que pudimos filmar numerosos materiales, no lo logramos debido a los flujos productivos que condicionaban la realización. Trabajábamos en función de los intereses de cada productora. A veces llegábamos con un tema determinado, pero no cumplíamos los requisitos. Tuvimos que hacer concesiones, por ello algunos creadores quedaron en el camino o detuvieron su obra. (…) La responsabilidad no recayó en los realizadores, sino en quienes contaban con los medios y no pensaron en que el documental es la memoria histórica de un país. Los cineastas tenían motivaciones, intereses; sin embargo, el bache epocal se impuso.” (pp. 60-63).
Algo que subraya Vega: “Si este [el documental] no logró ser el reflejo de todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor es porque, en mayor o menor medida, dependía de las instituciones y no de la voluntad de sus creadores. (…) desde la creación no fuimos lo suficientemente beligerantes en ese momento para lograr hacer todo el cine que demandaba aquella época”. (pp. 33-35).
No obstante, dentro de esta historia de ausencia hay felices paradojas. Por ejemplo, el realizador cubano Luis Felipe Bernaza, gracias a que su esposa, de nacionalidad estadounidense, asumió la producción, sí pudo realizar Estado del tiempo, un mediometraje documental sobre la crisis de los balseros de 1994. Y ya que el mayor lamento es la carencia de no ficción de corte social, resulta que en pleno 1993 nacía en la Sierra Maestra la Televisión Serrana, uno de los proyectos de creación documental más singulares de la historia del audiovisual cubano.
Además, la Asociación Hermanos Saíz de entonces apoyó diversos proyectos. Bajo su custodia, por ejemplo, se sostenía en Camagüey el concurso audiovisual El Almacén de la Imagen, donde en 1995 el corto El viaje, de Gustavo Pérez, anunciaba lo que más adelante sería la producción independiente. El Movimiento Nacional de Video, en sus muestras anuales, ponía en evidencia ciertas voces dispersas.
Sin embargo, si hubiera que buscar la memoria documental del Periodo Especial, habrá que remitirse a la producción de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños. Sobre todo en la obra de sus estudiantes extranjeros, aparecen rasgos de la sociedad cubana traumatizada por la crisis que escapaban a la propia atención de los locales.
Porque en ese tiempo, como bien recuerda Juan Carlos Cremata, “La posibilidad de tomar una cámara podía ser incluso hasta peligrosa; los medios estaban centralizados.” (p. 23) Y según Gustavo Pérez, quien ha trabajado y dirigido buena parte de su obra como realizador de TV Camagüey: “Para lograr la aprobación de los cortos documentales, tenía que engañar a la producción del telecentro. (…) Estaban (los temas arriesgados) fuera de la institucionalidad, pero cuando filmabas este tipo de problemáticas, te encontrabas expuesto a que la institución represiva, la policía, pudiera tomarte preso. Muchas veces me vi enrolado en ese tipo de situaciones. Había que ser valiente”. (pp. 46-55).
En La zozobra en el ojo del huracán, muchos de los entrevisados reconocen que la llegada de la tecnología digital y la aparición de la producción audiovisual independiente han significado vida nueva para la no ficción cubana. A pesar de la relativa recuperación de la dinámica productiva del ICAIC, no ha sido el documental una zona privilegiada en su cartera de proyectos. Porque al poder le siguen incomodando las imágenes e historias reales que no le devuelven una sensación de seguridad y complacencia, el documental cubano actual es una tarea difícil e ineludible.
Al documental cubano todavía le queda camino por andar y espacios por recuperar. Gracias, Dean Luis.