Dicen que no había nada, y de un día para otro surgió una laguna preciosa.
Pudiera parecerlo, pero no estoy contando una leyenda aborigen ni de otro tiempo en que el hombre asistía a más milagros. La cosa no es de hace tanto, cuando la Revolución incluyó entre sus prioridades para el desarrollo pinero a la industria de la cerámica.
Era otro trozo de tierra lleno de caolín, y empezaron a excavar. Aquel mineral provocaba una especie de fiebre de oro; entonces eran (y son) imperiosos los materiales constructivos: ladrillos, mármol, azulejos, cemento.
No obstante, la arcilla blanca fungía como la estrella del show. Prometía a La Habana neumáticos, papel, cosméticos, medicinas y cerámica industrial de toda clase, pero sobre todo vajillas domésticas. (Las mismas que cuando nací en 1990 me sirvieron el puré, y pocos años antes había estrenado mi hermana). Los sabios auguraban que se coronaría como producto líder, dejando atrás, incluso, a la proverbial toronja.
La mina, cercana al poblado La Demajagua, fue una de las tantas que alimentó la planta procesadora que el Che inauguró en 1964, cuando era Ministro de Industrias. En el 78 fue modernizada y llegó a parir 30 mil toneladas. Vacas gordas de antaño que hoy son solo pellejo.
Al borde de la laguna se mecen contados pinos y debajo las familias disponen sábanas, toallas, para espantar el calor. De la carretera a Gerona hasta ese oasis turquesa hay un terraplén blanco como el caolín, que es un rebotador para el sol feroz de las 12. Esa vía guió en otro tiempo las máquinas al mineral, y ahora se expande en dirección opuesta, donde aún al parecer los hombres desgarran la tierra.
Cierto que ese espejo tienta los sentidos. La paz deshora el reloj y recorre la laguna como si velara que nadie alce la voz, que bien nos duerma la brisa. Las ganas del agua llaman y un socio me reta: “Crucémosla nadando”.
Tres pasos completos y estamos sobre el lodo. Se tinta el claro azul con una onda blanca. Es el caolín. Cerca de los junquillos, donde aún damos pie, unos niños hunden las manos y las sacan llenas de arcilla. Entre risa y risa pegan los dedos al cuerpo. Cada vez parecen más guasones de terracota. Esa es una tradición de los visitantes: fangoterapia por cuenta propia.
Coloreado en caolín, reseco como lagarto luego de un tiempo al sol, el bañista se hace selfies que acaban en Facebook y en sitios de Internet a la onda Trip Advisor.
Las vetustas ciencias china y egipcia mostraron a la humanidad los favores del mineral y hoy la world wide web recomienda mascarillas contra el acné. Hecho talco y en las axilas sorbe los malos olores. Nutre, exfolia, limpia, desinfecta, regenera, estira lo arrugado, activa la circulación usada como emplasto. La navaja suiza de la cosmética.
Avanzar en la laguna es un peligro para quien no sepa nadar. Como escalonado, el borde da paso a un vacío que recuerda ahí hubo una mina. El agua, aunque trasparente, se siente cargada. No sé si por el sabor a yeso diluido, o el pie hundido en la orilla que revuelve el sustrato del fondo.
En el mismísimo medio una extraña fuerza imanta los ojos al fondo. Es tan claro como para notar los pies, pero más abajo de nosotros se abre un vacío intenso, un hueco que se oscurece.
“¿Y si nos sale un cocodrilo aquí?”, bromea mi amigo. Pero los oriundos saben que la laguna está muerta. Su belleza la condena: el mineral que la agracia con ese azul tan intenso a la vez la infertiliza.
Igual la pregunta anida en un sitio oscuro de la imaginación y siento la necesidad de agigantar las brazadas. Llegaremos con los brazos palpitantes al otro lado, y saludaremos a las mujeres que dejamos atrás. Mi socio y yo nos sentiremos Aníbal después de los Alpes.
Aquella circunferencia añil, semejante a un terreno de pelota, es la marca local del apetito humano. Un viejo sin nombre me dijo que cuando talaron los árboles, removieron la tierra, y el sol no fue castigo suficiente, entonces llegó el agua. La más pura: de las venas de aquel llano. Los hombres quebraron algo en la epidermis de la Isla y tuvieron que huir por sus vidas a la superficie de la mina.
En lo más hondo del hueco el caolín se quedó con un premio. Amigos de Gerona aseguran que no es un cuento de trillos, que hay quien ha bajado y retornado con fotos: una excavadora duerme en el fondo el sueño de los vencidos.
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El mineral ha moldeado la vida en La Demajagua desde hace más de un siglo. La ceramista norteamericana Harriet Wheeler usaba en sus piezas desde los años 20 el caolín local. Su casa en la otrora Santa Bárbara reposa en el fondo de un embalse, pero aún sobrevive el horno en que cocía los sueños de sus manos.
Ella no fue la única extranjera que decidió hacer vida en el poblado. De hecho, a inicios del siglo XX un censo registró a más de 200 estadounidenses, 70 caimaneros, 28 jamaiquinos, 25 alemanes, 17 japoneses, 11 británicos, ocho chinos, y en menores cantidades húngaros, polacos, yugoslavos, irlandeses, letones, rusos, holandeses, suecos, portugueses, canadienses, hondureños. Por si pareciera poco, el inventario de nacionalidades no incluía a las familias españolas que se quedaron a residir en el pueblo luego de la independencia cubana.
Nicolás Duarte, dueño y señor de Isla de Pinos (sí, ¡la isla entera!), testó en 1760 y partió entre sus hijos aquella tierra, como si fuera un pan. Los siete hatos fundacionales con el tiempo se fueron desmigajando, y el antiguo poder feudal que besaba a los leales de la Corona, sucumbió con el Imperio en 1898.
El ojo agudo del money alistó el tránsito en breve; con el inicio del siglo la Isla pasa de manos. Un hacendado vende a 70 dólares cada una de las 1700 fértiles caballerías de Santa Bárbara de Las Nuevas a la Isle of Pines Company.
Los nuevos dueños de Cuba pregonaron de Nome a Cayo Hueso la venta de tierras aquí. Miles de colonos llegaron a Gerona y de ahí sortearon los 20 kilómetros que la separaban de su nuevo hogar. Una tierra prometida que para Washington era imprescindible poblar de su gente primero para luego agregarla de estrella a la bandera.
McKinley y Santa Bárbara son dos de los pueblos con raíces norteñas, que empezaron a cambiar el panorama cubano con sus bungalows de chimeneas sin humo. Estadounidenses llegaron a poseer el 98 por ciento de las tierras cultivables en la zona. Un pueblo americano, un recuerdo bonito del que no llegan hoy ni siquiera fantasmas.
Gracias al ciclón del 26 y a la crisis global 1929-1933, lo único que se producía era un descenso de la exportación de cítricos a Estados Unidos. Con esa columna maltrecha poco se podía hacer para reanimar la economía de la comunidad y algunos pobladores regresaron al norte.
Desde 1974 la Filial Pedagógica Universitaria Carlos Manuel de Céspedes preside el poblado, con el inconfundible estilo y grisura del modelo constructivo soviético. El centro está compuesto por casas prefabricadas de uno y dos pisos, comercios deprimidos y un Centro Recreativo donde se recrea el sol.
Lo verdaderamente monumental que queda es la entrada al pueblo. Un corredor de jagüeyes, un trozo de selva en el llano extendido por varios metros. El único descanso para la hirviente culebra que es la carretera. Esa alargada capilla, armada por dos columnatas de madera centenaria, rompe el paisaje y rompe la quietud de los oriundos.
Violaciones, matanzas de caballos, ritos que precisan la sombra y la lejanía. Todo va a parar a ese repositorio que da la bienvenida a los forasteros.