El bandolerismo rural fue un fenómeno de secular presencia en Cuba, pero tuvo su época de esplendor en el periodo entreguerras de 1878 y 1895, cuando sobresalieron figuras como Manuel García Ponce, el celebérrimo “rey de los campos de Cuba”, José Álvarez, alias “Matagás” o los Mirabales, por mencionar tan solo algunos que tuvieron en jaque a las autoridades coloniales y luego se regeneraron al unirse a la causa separatista en la última guerra independentista.
Posteriormente, en los primeros decenios de la República, volvió a proliferar el bandolerismo y descollaron partidas o bandas como la de Inocencio Solís y Ramón Arroyo, alias “Arroyito”, y acaeció la sonada matanza de los isleños de 1926, bajo el gobierno de Gerardo Machado, que tuvo su detonante en un acto de bandolerismo.
Por la región de Cienfuegos se movió la partida de los Calderón, toda una asociación familiar. La mandaba Gil Calderón, quien tenía bajo sus órdenes a sus primos hermanos Carlos y Eulogio, un sobrino llamado Apolonio y a la única persona que no era pariente, Nilo Jáuregui. Practicaban fundamentalmente el cuatrerismo, pero se volvieron osados y enviaron una nota conminatoria a Mr. Edwin F. Atkins, dueño del central Soledad, con la siguiente exigencia: “Si usted no paga le quemaremos la caña”.
Dígase que Atkins se había establecido en la Isla en los años 60 del siglo anterior, principalmente en el negocio azucarero, y que llegó a poseer varios centrales y ser directivo de empresas. Auspició el Jardín Botánico de Cienfuegos, adscripto a la Universidad de Harvard, y recogió su extensa vida en suelo cubano en unas interesantes memorias que tituló Sixty years in Cuba. Como se advierte, fue un poderoso personaje de su tiempo.
Molesto por el atrevimiento de los Calderón pidió auxilio a su compatriota Charles Magoon, entonces gobernador provisional de Cuba, puesto que los hechos ocurrieron durante la segunda ocupación estadounidense. Ni corto ni perezoso Magoon envió el guardacosta Aillen con tropas de la Guardia Rural, comandadas por el teniente Lewin y el capitán Witenmeyer, este último supervisor de las tropas cubanas. También se unieron en la expedición punitiva oficiales criollos como el capitán Mayate y el teniente Braulio Peña.
La orden superior era perentoria: “Liquidar a los bandoleros”. La persecución fue tenaz y el sobrino Apolonio, acobardado, terminó por entregarse y confesarlo todo. Gil y los demás no cedieron y continuaron su huida, siempre con la Rural pisándole los talones, hasta que se internaron en la Ciénaga de Zapata, al oeste de Cienfuegos, y se les perdió el rastro.
Un autor experto en el tema, Julio Ángel Carreras, acota que “los bandoleros pueden esfumarse. Esa es una de sus propiedades físicas. En el siglo XIX muchos lo probaron y en el XX también. Algunos desaparecieron” (sic). Esta supuesta capacidad forma parte del imaginario del bandolerismo, como pudo ser también el presunto don de la ubicuidad, o sea, estar en dos lugares a la misma vez. En realidad ambas tuvieron sus explicaciones objetivas, por encima de la mentalidad mítica popular que alimentaba estas leyendas.
Por lo pronto, en aquella ocasión, Mr. Atkins pudo dormir tranquilo sin temer que le incendiaran los cañaverales o tener que vaciar su bolsillo porque a los Calderón, literalmente, se los había tragado la ciénaga.